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– Sí. Sueño que él es el tipo al que estamos persiguiendo pero no podemos demostrarlo, y cuando se entera de que yo estoy en el caso, él… En fin, lo hace.

En aquel momento di por sentado que ella soñaba que ese tipo cumplía su amenaza. Ahora creo que me equivoqué. No conseguí entender lo más importante: dónde reside el verdadero peligro. Y creo que éste pudo ser, aunque se trataría de una competición muy reñida, el mayor de todos mis errores.

– ¿Cómo se llamaba? -pregunté.

Necesitaba hacer algo urgentemente, arreglar aquello de algún modo, y lo único que se me ocurría era comprobar los antecedentes de ese tipo para encontrar un motivo para arrestarlo. Y supongo que una pequeña parte de mí, ya sea por crueldad, por simple curiosidad o por lo que sea, se había dado cuenta de que Cassie se negaba a decirlo, y deseaba ver qué ocurriría si lo hacía.

Finalmente sus ojos se posaron en los míos, y me impresionó el odio reconcentrado, duro como el diamante, que había en ellos.

– Legión [19] -dijo.

Capítulo 14

Al día siguiente le pedimos a Jonathan que viniera. Le telefoneé y le pregunté, con mi mejor voz de profesional, si le importaría acercarse después del trabajo, únicamente para echarnos una mano con ciertos detalles. Sam estaba con Andrews en la sala de interrogatorios principal, la grande con un cuarto de observación para las ruedas de identificación («Jesús, María y los Siete Enanitos -exclamó O'Kelly-, de pronto tenemos a un montón de sospechosos saliendo de debajo de las piedras. Os tendría que haber quitado antes a los refuerzos, así habríais movido vuestros culos perezosos»), pero a nosotros ya nos parecía bien; queríamos una sala pequeña, cuanto más, mejor.

La decoramos con tanto esmero como si se tratara de una escenografía. Las fotos de Katy, viva y muerta, ocupaban la mitad de la pared; Peter y Jamie, las espantosas zapatillas de deporte y los rasguños de mis rodillas, la otra mitad (teníamos una instantánea de mis uñas rotas, pero me incomodaba mucho más a mí de lo que incomodaría a Jonathan, ya que mis pulgares tienen una curva muy característica y a los doce años casi tenía las manos de un adulto; Cassie no dijo nada cuando la volví a meter disimuladamente en el archivo); mapas, gráficos y cualquier pedazo de papel de apariencia esotérica que pudimos encontrar, los análisis de sangre, cronologías, expedientes y cajas crípticamente etiquetadas se amontonaban en las esquinas.

– Esto debería bastar -concluí, tras contemplar el resultado final.

Lo cierto es que resultaba bastante impresionante, con tintes de pesadilla.

– Mmm…

La esquina de una de las fotos post mórtem se estaba despegando de la pared y Cassie la devolvió a su sitio con aire distraído. Su mano permaneció allí un instante, con las yemas de los dedos sobre el brazo gris y desnudo de Katy. Supe lo que pensaba -si Devlin era inocente, aquello constituía una crueldad gratuita-, pero no podía preocuparme por ello. Con más frecuencia de lo que nos gusta admitir, la crueldad va incluida en nuestra labor.

Faltaba media hora para que Devlin saliera del trabajo y estábamos demasiado inquietos para ponernos con cualquier otro tema. Abandonamos nuestra sala de interrogatorios, que empezaba a asustarme un poco con todos aquellos ojos observándonos -lo que consideré una buena señal-, y fuimos al cuarto de observación para ver cómo le iba a Sam.

Éste había hecho su propio trabajo de investigación, de modo que ahora Terence Andrews ocupaba buena parte de la pizarra blanca; Andrews estudió comercio en la University College Dublin y, aunque sólo se graduó con un aprobado, por lo visto adquirió unos sólidos conocimientos sobre lo más básico: a los veintitrés se casó con Dolores Lehane, una joven de la clase alta de Dublín cuyo padre, a la sazón promotor inmobiliario, lo metió en el negocio. Dolores le había abandonado hacía cuatro años y vivía en Londres. Aunque el matrimonio no había tenido hijos, resultó muy productivo; Andrews poseía un pequeño y animado imperio, concentrado en la Gran Área de Dublín pero con delegaciones en Budapest y Praga, y se rumoreaba que los abogados de Dolores y Hacienda no sabían ni la mitad de lo que tenía.

Sin embargo, en opinión de Sam, Andrews había pecado de un exceso de entusiasmo. El ostentoso apartamento de ejecutivo y el chulomóvil (Porsche color plata personalizado, cristales polarizados, cromado y todo el tinglado) y su condición de miembro de varios clubes de golf eran pura fanfarronería; en realidad, Andrews apenas tenía más efectivo que yo, el director de su banco empezaba a impacientarse y ya llevaba seis meses vendiéndose parcelas de los terrenos aún sin urbanizar para pagar las hipotecas del resto.

– Si esa autopista no pasa por Knocknaree ya, nuestro chico se arruina -observó Sam de forma sucinta.

Sentí aversión por Andrews mucho antes de conocer su nombre y no vi nada en él que me hiciera cambiar de opinión. De aspecto rubicundo y fornido, era de estatura más bien baja y padecía una alopecia galopante. Tenía una barriga enorme y era medio bizco de un ojo, pero en lugar de intentar ocultar sus imperfecciones como habrían hecho la mayoría de los hombres, él las empleaba como armas contundentes; así, exhibía su barrigón como símbolo de prestigio -«Aquí dentro no hay Guinness barata, nena: esto es producto de restaurantes que no podrías permitirte ni en un millón de años»-, y cada vez que Sam se distraía y echaba un vistazo por encima de su hombro para ver qué miraba Andrews, la boca de éste esbozaba una sonrisilla triunfante.

Se había traído a su abogado, por supuesto, y tan sólo contestaba a una de cada diez preguntas. Tras revisar obstinadamente una pila vertiginosa de papeles, Sam había logrado demostrar que Andrews era propietario de una gran cantidad de terrenos en Knocknaree, tras lo cual éste dejó de negar que hubiera oído hablar jamás de ese sitio. A pesar de todo, no pensaba responder a preguntas sobre su situación económica -le dio una palmadita en el hombro a Sam y le dijo, en tono amistoso: «Mire, Sam, si yo dependiera del sueldo de policía, me preocuparía mucho más por mi propia economía que por la de los demás», mientras, de fondo, el abogado murmuraba con monotonía: «Mi cliente no puede revelar ninguna información sobre este tema»-, y ambos quedaron profunda y descaradamente impactados ante la mención de las llamadas intimidatorias. Yo estaba inquieto y consultaba mi reloj cada treinta segundos; Cassie, reclinada contra el cristal, se estaba comiendo una manzana y de vez en cuando me ofrecía un mordisco con aire distraído.

Sin embargo, Andrews tenía una coartada para la noche de la muerte de Katy y, tras cierta dosis de ofendida retórica, accedió a facilitárnosla. Había pasado la noche jugando al póquer en Killiney con algunos de «los chicos», y al concluir la timba decidió no conducir de vuelta a casa -«Los polis ya no son tan comprensivos como antes», dijo, y le guiñó un ojo a Sam- y se quedó en la habitación de invitados del anfitrión. Dio los nombres y los números de teléfono de «los chicos» para que Sam pudiera confirmarlo.

– Magnífico -dijo éste al fin-. Sólo necesitamos hacer unas pruebas de voz para poder descartarle como el autor de las llamadas.

Una expresión de agravio se extendió por las redondas facciones de Andrews.

– Sam, estoy seguro de que comprende lo difícil que me resulta dejar de lado mis asuntos por usted después del trato que he recibido -dijo.

A Cassie le entró la risa tonta.

– Lamento que se sienta así, señor Andrews -respondió Sam con gravedad-. ¿Podría decirme exactamente por qué se considera mal tratado?

– Me han arrastrado hasta aquí y me han retenido durante más de una jornada de trabajo, Sam, y usted me ha tratado como a un sospechoso -apuntó Andrews, con la voz trémula y un tono cada vez más fuerte ante la injusticia de todo aquello. Yo también comencé a reírme-. Sé que está acostumbrado a tratar con chatarreros que no tienen nada mejor que hacer, pero debe comprender lo que esto representa para un hombre de mi posición. Estoy perdiendo oportunidades preciosas por estar aquí echándole una mano, puede que hoy ya haya perdido mucho dinero, ¿y ahora quiere que me quede a hacer un no sé qué de voz por un hombre del que ni tan sólo he oído hablar?

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[19] Alusión a dos pasajes del Nuevo Testamento (Marcos 5, 9 y Lucas 8, 30) en que un ser demoníaco va al encuentro de Jesús. De ahí la célebre expresión «Mi nombre es Legión, porque somos muchos», utilizada en varias manifestaciones de la cultura popular. (N. de la T.)