Aparqué en un área de descanso junto a la carretera enfrente del grupo de casetas, entre la furgoneta del departamento y un gran Mercedes negro (Cooper, forense del gobierno). Salimos del coche y me detuve a comprobar mi arma: limpia, cargada y con el seguro puesto. Llevo una pistolera de hombro; en cualquier otro lugar más obvio resulta cutre, un equivalente legal del macarrismo. Cassie dice que a la mierda con lo cutre, que cuando mides metro sesenta y cinco y eres joven y mujer no tiene nada de malo hacer ostentación de tu autoridad, así que lleva un cinturón. A menudo la discrepancia actúa en nuestro favor: la gente no sabe por quién inquietarse, si por la jovencita con la pistola o por el tipo alto que aparentemente no la lleva, y la duda los mantiene distraídos.
Cassie se apoyó en el coche y se sacó el tabaco de la mochila.
– ¿Quieres?
– No, gracias -contesté.
Revisé mi arnés, tensé las correas y me aseguré de que ninguna estuviera doblada. Sentía los dedos gordos y torpes, ajenos a mi cuerpo. No quería que Cassie me señalara que, fuera quien fuese esa chica y la mataran cuando la mataran, era improbable que el asesino estuviera merodeando detrás de una caseta prefabricada, a la espera de que lo apuntaran con una pistola. Echó la cabeza atrás y expulsó el humo hacia las ramas que nos cubrían. Era un típico día de verano irlandés, irritantemente evasivo, todo sol y nubes deslizantes y brisa cortante, pronto a convertirse en cualquier momento y sin esfuerzo en una lluvia torrencial o en un sol deslumbrante, o en ambas cosas.
– Vamos -dije-. Metámonos en el papel.
Cassie apagó el cigarrillo en la suela del zapato, metió la colilla en el paquete y cruzamos la carretera.
Un tipo de mediana edad con un jersey deshilachado revoloteaba entre las casetas con aspecto desorientado. Al vernos se animó.
– Detectives -dijo-. Porque ustedes son los detectives, ¿no? Soy el doctor Hunt; quiero decir Ian Hunt. Director del yacimiento. ¿Por dónde quieren…? En fin, ¿el despacho, el cadáver o…? No estoy muy al corriente del protocolo y esas cosas, ¿saben?
Era una de esas personas a las que de inmediato empiezas a transformar mentalmente en una caricatura: le pintas un pico y unas alas y… ¡tachan! El Profesor Yaffle [5].
– Soy la detective Maddox y él es el detective Ryan -dijo Cassie-. Si le parece, doctor Hunt, tal vez alguno de sus colegas podría enseñarle el yacimiento al detective Ryan mientras usted me muestra los restos.
«Pequeña zorra», pensé. Me sentía nervioso y aturdido a la vez, como si tuviera una resaca de cuidado y hubiera intentado vencerla con un exceso de cafeína; los ligeros fragmentos de mica que relucían en los surcos del terreno resultaban demasiado brillantes, juguetones y febriles. No estaba de humor para que me protegieran, pero una de las normas tácitas que seguimos Cassie y yo es que, al menos en público, no nos contradecimos el uno al otro. A veces, alguno de los dos se aprovecha de ello.
– Mmm… de acuerdo -respondió Hunt, parpadeando detrás de sus gafas.
De algún modo daba la sensación de dejar caer continuamente cosas: unas páginas amarillas arrugadas, pañuelos con aspecto de haber sido masticados, pastillas para la garganta a medio desenvolver…, aunque no llevaba nada en las manos.
– Sí, por supuesto. Están todos… Bueno, Mark y Damien suelen hacer de guías, pero es que Damien está… ¡Mark!
Apuntó en dirección a la puerta abierta de una caseta prefabricada, donde divisé a un puñado de personas alrededor de una mesa vacía: chaquetas militares, sándwiches y tazas humeantes y fragmentos de tierra en el suelo. Uno de los tipos dejó sobre la mesa una mano de cartas y empezó a desenredarse de las sillas de plástico.
– Les he dicho a todos que se quedasen ahí -explicó Hunt-. No sabía si… Las pruebas. Huellas y fibras…
– Perfecto, doctor Hunt -aprobó Cassie-. Trataremos de despejar el lugar para que puedan volver a su trabajo lo antes posible.
– Sólo nos quedan unas semanas -dijo otro tipo desde la puerta de la caseta.
Era bajo y enjuto, de una complexión que habría parecido casi infantil bajo un jersey pesado, pero llevaba camiseta, pantalones sucios y botas militares; debajo de las mangas sus músculos eran complejos y nudosos como los de un peso pluma.
– En ese caso, mejor que nos pongamos en marcha y le enseñe todo esto a mi colega -le dijo Cassie.
– Mark -continuó Hunt-, este detective necesita un guía. Ya sabes, lo de siempre, una vuelta por el yacimiento.
Mark echó un vistazo momentáneo a Cassie y luego asintió; al parecer, ésta acababa de superar alguna prueba secreta. Luego avanzó hacia mí. Tenía veintitantos años, llevaba una hermosa y larga cola de caballo y tenía una cara estrecha y astuta con unos ojos muy verdes y muy intensos. Los tipos como él -interesados de forma obvia únicamente en lo que piensan de las demás personas y no en lo que éstas piensan de ellos- siempre me han hecho sentir terriblemente inseguro. Tienen una especie de convicción giroscópica que hace que me sienta torpe, afectado, débil, en el lugar erróneo y con la ropa equivocada.
– Le irían bien unas botas de agua -me advirtió, lanzando a mis zapatos una mirada sarcástica: justo en el clavo. Tenía un marcado acento de la zona fronteriza entre Escocia e Inglaterra-. Hay un par en la caseta de las herramientas.
– Voy bien así -contesté.
Me imaginaba que en las excavaciones arqueológicas habría zanjas que se hundían varios metros en el barro, pero ni de broma iba a pasarme la mañana abriéndome paso detrás de ese tío con mi traje ridículamente metido dentro de unas botas de agua que alguien había rechazado. Deseaba algo, una taza de té, un cigarrillo, cualquier cosa que me proporcionara una excusa para sentarme tranquilamente cinco minutos e idear cómo apañármelas.
Mark enarcó una ceja.
– Pues vale. Por aquí.
Se alejó por entre las casetas sin comprobar si yo lo seguía. Cassie, de un modo inesperado, me dedicó una sonrisa cuando fui tras él, una traviesa mueca de «¡Qué paciencia!» que me hizo sentir algo mejor. Me rasqué la mejilla con el dedo corazón extendido.
Mark me hizo cruzar el yacimiento por un estrecho sendero entre terraplenes misteriosos y pilas de piedras. Caminaba como un músico militar o un cazador furtivo, con paso largo, acompasado y equilibrado.
– Acequia medieval de drenaje -dijo mientras señalaba.
Un par de cuervos alzaron el vuelo de una carretilla abandonada llena de tierra, decidieron que éramos inofensivos y volvieron a rebuscar entre los escombros.
– Y eso es un asentamiento neolítico. Este lugar ha estado habitado más o menos ininterrumpidamente desde la Edad de Piedra. Y aún lo está. Esa casita de ahí es del siglo xviii. Fue uno de los lugares donde se planeó la revolución de 1798. -Me echó un vistazo por encima del hombro y sentí el absurdo impulso de explicarle lo de mi acento e informarle de que no sólo era irlandés sino también de ahí mismo, justo al otro lado de la calle-. El tío que vive en ella es un descendiente del constructor.
Habíamos llegado a la torre de piedra que había en mitad del yacimiento. Se veían aspilleras por los huecos de la hiedra y una sección de muro rota descendía por uno de los lados. Me resultaba vaga y frustrantemente familiar, pero no lograba discernir si era porque en verdad lo recordaba o porque sabía que debía recordarlo.