Выбрать главу

Sam estaba en lo cierto, tenía una vocecilla chillona de tenor.

– Seguro que podemos arreglarlo -replicó-. No es necesario realizar ahora las pruebas para el reconocimiento de voz. Si le va mejor regresar esta noche o mañana por la mañana, fuera de su horario laboral, lo prepararé para entonces. ¿Qué le parece?

Andrews hizo una mueca de disgusto. El abogado -un secundario nato, ni siquiera recuerdo qué aspecto tenía- levantó un dedo vacilante y solicitó una pequeña pausa para hacer una consulta con su cliente. Sam apagó la cámara y se unió a nosotros en la sala de observación mientras se aflojaba la corbata.

– Hey -dijo-. ¿Verdad que es emocionante?

– Fascinante -repliqué yo-. Dentro debe de ser aún más divertido.

– Ya te digo. Este tío es un no parar de reír. Dios, ¿os habéis fijado en ese puñetero ojo? Me ha costado un montón pillarlo, al principio creía que simplemente no podía mantener la atención…

– Tu sospechoso es más divertido que el nuestro -opinó Cassie-. El nuestro ni siquiera tiene un tic ni nada que se le parezca.

– A propósito -dije-, no programes las pruebas del reconocimiento de voz para esta noche. Devlin tiene antes una cita y luego, con un poco de suerte, no estará de humor para hacer nada más.

Sabía que si teníamos mucha suerte, el caso -ambos casos- podría cerrarse esa misma noche sin necesidad de que Andrews hiciera nada en absoluto, pero no lo mencioné. La mera idea hizo que se me tensara la garganta de un modo irritante.

– Cielo santo, es verdad -asintió Sam-. Lo había olvidado. Lo siento. Sin embargo, estamos a punto de llegar a algún sitio, ¿no? Dos buenos sospechosos en un día.

– Es que somos buenos, joder -señaló Cassie-, Andrews, ¡choca esos cinco!

Se puso bizca, intentó darle a la mano de Sam y falló. Todos estábamos muy excitados.

– Si alguien te da un golpe en la nuca, te quedarás así -dijo Sam-. Es lo que le pasó a Andrews.

– Pues dale otro, a ver si se lo quitas.

– Dios mío, qué políticamente incorrecta eres -le dije-. Voy a denunciarte ante la Comisión Nacional por los Derechos de los Capullos Estrábicos.

– A mí me está jorobando -admitió Sam-. Pero esto es genial; hoy no me esperaba sacarle gran cosa. Sólo quiero ponerle un poco nervioso para que acceda a realizar las pruebas de reconocimiento de voz. Una vez le hayamos identificado, podré presionarle.

– Un momento. ¿Está bebido? -preguntó Cassie.

Se inclinó hacia delante -su aliento empañó el cristal- para observar a Andrews, que gesticulaba y murmuraba furioso al oído de su abogado. Sam sonrió.

– Muy observadora. No creo que esté realmente borracho; en todo caso, no lo suficiente para hablar por los codos, por desgracia, pero es cierto que cuando te acercas huele a alcohol. Si la idea de venir aquí le ha afectado tanto como para necesitar una copa, eso es porque esconde algo. Tal vez sólo se trate de las llamadas, pero…

El abogado de Andrews se puso en pie, se frotó las manos a ambos lados de los pantalones e hizo una seña nerviosa hacia el cristal.

– Segundo asalto -concluyó Sam, intentando arreglarse la corbata-. Hasta luego, chicos. Buena suerte.

Cassie apuntó con el corazón de la manzana a la papelera y falló.

– Lanzamiento en suspensión de Andrews -dijo Sam, y salió sonriendo.

Lo dejamos en sus manos y salimos fuera a fumar un cigarrillo, pues quizá tardáramos bastante en tener otra ocasión. Hay un pequeño puente elevado que cruza uno de los senderos que conducen al jardín francés, y nos sentamos allí con la espalda apoyada en la verja. Bajo la luz declinante del atardecer, los terrenos del Castillo adquirían un tono dorado y melancólico. Había turistas con pantalones cortos y mochilas deambulando por allí, observando embobados las almenas; uno de ellos, sin motivo aparente, tomó una foto de nosotros dos. Un par de niños daban vueltas entre los senderos de ladrillo del laberinto del jardín con los brazos extendidos al estilo de los superhéroes.

El humor de Cassie había cambiado de forma abrupta; el arrebato de euforia se había disipado y ahora se había encerrado en un círculo íntimo de pensamiento. Tenía los brazos sobre las rodillas y unas caprichosas volutas de humo salían del cigarrillo encendido olvidado entre sus dedos. Alguna que otra vez le asaltan estos estados de ánimo, y en esa ocasión me alegré, pues no me apetecía hablar. Lo único que ocupaba mi mente era que estábamos a punto de darle a Jonathan Devlin con toda la fuerza de que disponíamos, y si algún día tenía que desmoronarse seguro que iba a ser ése; y yo no tenía ni la más remota idea de cuál sería mi reacción si eso llegara a suceder.

De repente, Cassie alzó la cabeza; su mirada me pasó de largo, más allá de mi hombro.

– Mira -dijo.

Me giré. Jonathan Devlin estaba cruzando el patio, con los hombros proyectados hacia delante y las manos enfundadas en los bolsillos de su enorme abrigo marrón. Las altas y arrogantes líneas de los edificios colindantes deberían haberle hecho empequeñecer pero, por el contrario, a mí me pareció que se alineaban a su alrededor, descendiendo y formando extrañas geometrías con él como punto central, revistiéndole de una trascendencia impenetrable. No nos había visto. Iba con la cabeza gacha, y el sol que caía sobre los jardines le daba en la cara; para él sólo seríamos unas siluetas confusas, suspendidas en un nimbo brillante como las gárgolas y los santos esculpidos. Tras él, su sombra se agitaba larga y negra sobre los adoquines.

Pasó directamente por debajo de nosotros, que lo observamos de espaldas mientras caminaba pesadamente hacia la puerta.

– Bien -dije. Aplasté mi cigarrillo-. Creo que es nuestro turno.

Me incorporé y le tendí una mano a Cassie para ayudarla a levantarse, pero no se movió. De repente, tenía sus ojos sobrios, penetrantes e inquisidores clavados en los míos.

– ¿Qué? -le pregunté.

– No deberías participar en este interrogatorio.

No le contesté. No me moví, simplemente me quedé allí, en el puente, con la mano extendida hacia ella. Tras un instante, sacudió la cabeza irónicamente y aquella expresión que me había asustado desapareció. Aceptó mi mano y dejó que la ayudara a levantarse.

Le condujimos a la sala de interrogatorios. Al ver la pared sus ojos se agrandaron bruscamente, aunque no dijo nada.

– Detectives Maddox y Ryan interrogando a Jonathan Michael Devlin -anunció Cassie, y hojeó el interior de una de las cajas, de la que extrajo un voluminoso expediente.

– No está obligado a decir nada a menos que desee hacerlo, pero cualquier cosa que diga constará por escrito y podrá ser usada como prueba. ¿De acuerdo?

– ¿Estoy detenido? -inquirió Jonathan. No se había movido de la puerta-. ¿Por qué?

– ¿Cómo? -dije yo, perplejo-. Ah, la advertencia… Dios mío, no. Es pura rutina. Tan sólo queremos ponerle al corriente de los avances de la investigación, a ver si nos puede ayudar a dar un paso adelante.

– Si estuviera detenido -añadió Cassie dejando el expediente sobre la mesa-, lo sabría. ¿Qué le ha hecho creer tal cosa?

Jonathan se encogió de hombros. Ella le sonrió y le ofreció una silla, de cara a la terrorífica pared.

– Siéntese.

Tras unos instantes, se quitó el abrigo lentamente y tomó asiento.