Le puse al corriente de la situación. Él me había confiado su historia a mí, y esa confianza era una pequeña arma de corto alcance que no tenía intención de hacer detonar hasta el momento apropiado. Por ahora, yo era su aliado. En gran medida fui sincero con él. Le hablé de las pistas que habíamos seguido y de los análisis que se habían realizado en el laboratorio. Le enumeré, uno por uno, los sospechosos a los que habíamos identificado y descartado: los lugareños que le consideraban un obstáculo para el progreso, los pedófilos y los adictos a inculparse, el Chándal Fantasma, el tipo que opinaba que el maillot de Katy era impúdico, Sandra… Podía sentir el frágil y mudo ejército de fotografías que se alineaba expectante a mis espaldas. Jonathan lo hizo bien, mantuvo los ojos sobre los míos casi todo el tiempo, aunque pude percibir la fuerza de voluntad que le suponía todo aquello.
– En resumen, me está diciendo que no han llegado a ninguna parte -dijo al fin, con pesadez.
Parecía terriblemente cansado.
– No, por Dios -replicó Cassie. Había estado sentada a una esquina de la mesa, con la barbilla apoyada en una palma, escuchando en silencio-. En absoluto. Lo que el detective Ryan le está diciendo es que hemos recorrido un largo camino estas últimas semanas, en el que hemos descartado muchos elementos y esto es lo que nos queda. -Inclinó la cabeza hacia la pared; él no le apartó los ojos de su cara-. Tenemos pruebas de que el asesino de su hija es un lugareño con un conocimiento profundo de la zona de Knocknaree. Tenemos pruebas forenses que relacionan su muerte con las desapariciones de Peter Savage y Germaine Rowan en 1984, lo que indica que probablemente el asesino tiene al menos treinta y cinco años y lleva más de veinte vinculado a dicha zona. Y muchos de los hombres que encajan con esta descripción tienen una coartada, lo que reduce la lista aún más.
– También tenemos pruebas -continué yo- que sugieren que no se trata de un asesino que mata por placer. Este hombre no asesina al azar. Lo hace porque siente que no tiene elección.
– Entonces creen que es un demente -opinó Jonathan. Se le torció la boca-. Algún loco…
– No necesariamente -repliqué-. Lo que digo es que a veces las situaciones se le escapan a uno de las manos. A veces acaban en tragedias que en realidad nadie quería que ocurrieran.
– Como puede ver, señor Devlin, esto reduce aún más el campo de acción. Buscamos a alguien que conocía a los tres niños y que tenía motivos para quererlos ver muertos -añadió Cassie. Tenía la silla reclinada hacia atrás, las manos detrás de la cabeza y los ojos fijos en los de él-. Vamos a atrapar a este tío. Cada día estamos más cerca. Así que si hay algo que quiera decirnos, cualquier cosa, sobre cualquiera de los casos, éste es el momento de hacerlo.
Jonathan no contestó de inmediato. La sala estaba en silencio, roto únicamente por el suave zumbido de los fluorescentes del techo y el chirrido lento y monótono que hacía Cassie al balancearse con las patas traseras de la silla. Los ojos de Jonathan se apartaron de los de ella, pasando de largo hasta las fotografías: Katy suspendida en aquel arabesco imposible, Katy riendo sobre un césped verde y desenfocado con el cabello agitado por el viento y un sándwich en las manos, Katy con un ojo medio cerrado y una costra de sangre oscura en el labio. El dolor llano y descarnado del rostro de Jonathan era casi indecente. Tuve que obligarme a no apartar la mirada.
El silencio se intensificó. De forma casi imperceptible, a Jonathan le estaba ocurriendo algo que supe reconocer. La boca y la espalda tienen una manera peculiar de venirse abajo que todo detective conoce, y que es una especie de decaimiento, como si la musculatura subyacente se diluyera: pertenece al instante previo a la confesión de un sospechoso, cuando al fin, y casi con alivio, se queda sin defensas. Cassie había dejado de balancear la silla. La sangre se me agolpaba en las sienes y noté que las fotografías que tenía a mi espalda contenían su minúscula respiración, preparadas para desprenderse del papel y alejarse por el pasillo hacia la noche oscura, liberadas, en cuanto él diera la señal.
Jonathan se pasó una mano por la boca, cruzó los brazos y volvió a mirar a Cassie.
– No -dijo-. No tengo nada que decir.
Cassie y yo soltamos el aire al unísono. En realidad sabíamos que era mucho esperar que sucediera tan pronto y, tras aquel primer signo de decaimiento, apenas me importó; porque ahora, al fin, estaba seguro de que Jonathan sabía algo. Prácticamente nos lo había dicho.
De hecho, fue como una especie de conmoción. Todo el caso había estado tan lleno de posibilidades y de hipótesis («Vale. Supongamos por un momento que Mark lo hizo, ¿de acuerdo?, y que, a fin de cuentas, la enfermedad y el caso antiguo no están relacionados, y que Mel dice la verdad: ¿a quién podría haber convencido para que se deshiciera del cuerpo?»), que la certeza había comenzado a parecer inconcebible, como un sueño remoto de la infancia. Me sentí como si, después de moverme entre trajes vacíos colgados en un desván poco iluminado, de pronto me hubiera tropezado con un cuerpo humano cálido, sólido y vivo.
Cassie dejó caer en el suelo las patas delanteras de la silla con cuidado.
– De acuerdo -dijo-. De acuerdo. Volvamos al principio. La violación de Sandra Scully. ¿Cuándo ocurrió, exactamente?
Jonathan giró la cabeza bruscamente hacia mí.
– No se preocupe -le dije, en voz baja-; ley de prescripción.
Lo cierto es que aún no nos habíamos molestado en comprobarlo, aunque no era pertinente. De todos modos, no existía ninguna posibilidad de que pudiéramos inculparlo de eso.
Me lanzó una larga y recelosa mirada.
– Verano del ochenta y cuatro -respondió finalmente-. No recuerdo la fecha exacta.
– Tenemos declaraciones que la sitúan durante las dos primeras semanas de agosto -continuó Cassie, abriendo el expediente-. ¿Le parece correcto?
– Podría ser.
– También tenemos declaraciones que dicen que hubo testigos.
Él se encogió de hombros.
– No lo sé.
– De hecho, Jonathan -continuó Cassie-, nos han dicho que usted les persiguió hasta el bosque y que regresó diciendo: «Malditos niños». A mí me parece que usted sabía que estuvieron allí.
– Es posible. No lo recuerdo.
– ¿Qué le pareció el hecho de que unos niños supieran lo que había ocurrido?
Volvió a encogerse de hombros.
– Ya le he dicho que no me acuerdo.
– Cathal dice… -Rebuscó entre los papeles-. Cathal Mills dice que a usted le aterrorizaba que pudiesen ir a la policía. Dice que usted estaba, y cito textualmente: «Tan asustado las semanas posteriores que prácticamente se cagaba en los pantalones». -No hubo respuesta. Se arrellanó en la silla, con los brazos cruzados, firme como un muro-. ¿Qué habría hecho para impedir que le delataran?
– Nada.
Cassie se rió.
– Vamos, Jonathan. Conocemos la identidad de aquellos testigos.
– Entonces me llevan ventaja.
Su expresión seguía reforzada por la dureza de unas facciones que no dejaban traslucir nada, aunque empezaba a ruborizarse. Se estaba poniendo furioso.
– Y tan sólo unos días después de la violación -continuó Cassie-, dos de ellos desaparecieron. -Se levantó pausadamente, desperezándose, y cruzó la sala hasta la pared de las fotografías-. Peter Savage -dijo, señalando con el dedo su foto de la escuela-. Por favor, señor Devlin, ¿sería tan amable de mirar la fotografía? -Esperó a que Jonathan alzara la cabeza; éste observó la foto con actitud desafiante-. La gente dice que era un líder nato. De seguir con vida, podría haber estado junto a usted al frente de la campaña «No a la Autopista». ¿Sabe que sus padres no son capaces de dejar aquella casa? Hace unos años a Joseph Savage le ofrecieron el trabajo de sus sueños, pero eso habría supuesto mudarse a Galway y no podían soportar la idea de que Peter volviera algún día y se encontrara con que ellos ya no estaban.