Jonathan comenzó a decir algo, pero ella no le dio tiempo.
– Germaine Rowan -su mano pasó a la siguiente foto-; la llamaban Jamie. De mayor quería ser veterinaria. Su madre no ha tocado ni un solo objeto de su habitación. Le quita el polvo cada sábado. Cuando los números de teléfono pasaron a tener siete dígitos, allá por los noventa, ¿lo recuerda?, Alicia Rowan fue a la oficina central de Telecom Eireann y les suplicó, llorando, que le dejaran mantener su antiguo número de seis dígitos por si algún día Jamie intentaba llamar a casa.
– No tuvimos… -comenzó Jonathan, pero ella le volvió a interrumpir, alzando la voz e imponiéndose a la de él.
– Y Adam Ryan. -La foto de mis rodillas rasguñadas-. Sus padres se mudaron por toda la repercusión de lo sucedido y porque temían que quienquiera que fuese el autor volviera por él. Desaparecieron de escena. Pero esté donde esté, ha estado cargando con aquello cada día de su vida. A usted le gusta mucho Knocknaree, ¿no es cierto, Jonathan? ¿Acaso no le encanta formar parte de una comunidad en la que ha vivido desde que era un niño? De haber tenido la oportunidad, tal vez Adam hubiese sentido lo mismo. Pero ahora está en algún rincón del mundo y nunca más podrá volver a casa.
Sus palabras retumbaron en mi interior como las campanas perdidas de una ciudad bajo el agua. Cassie era buena; por un breve instante me invadió una desolación tan salvaje y absoluta que podría haber echado la cabeza atrás y empezar a aullar como un perro.
– ¿Sabe qué sienten los Savage y Alicia Rowan por ustedes? -exigió Cassie-. Les envidian. Ustedes tuvieron que enterrar a su hija, pero la única cosa peor que eso es no tener la oportunidad de hacerlo. ¿Recuerda cómo se sintieron el día en que desapareció Katy? Ellos llevan veinte años sintiéndose así.
– Todas estas personas merecen saber lo que pasó -intervine yo, despacio-. Pero no se trata sólo de ellos. Nosotros nos hemos estado basando en el supuesto de que ambos casos están conectados. Si nos equivocamos tenemos que saberlo, o el asesino de Katy se nos podría escapar de las manos.
Algo atravesó la mirada de Jonathan -algo así, pensé, como una mezcla extraña y enfermiza de horror y esperanza-, pero desapareció demasiado rápido para poder estar seguro.
– ¿Qué ocurrió aquel día? -preguntó Cassie-. El 14 de agosto de 1984. El día en que Peter y Jamie desaparecieron.
Jonathan se hundió más en su silla y negó con la cabeza.
– Les he dicho todo lo que sé.
– Señor Devlin -dije, inclinándome hacia él-, es fácil imaginar cómo sucedió. Usted estaba absolutamente aterrorizado con todo el asunto de Sandra.
– Usted sabía que ella no suponía ninguna amenaza -continuó Cassie-. Estaba loca por Cathal, no diría nada que pudiera ponerle a él en peligro y, si lo hacía, sería la palabra de ella contra la de todos ustedes. Los jurados tienden a dudar de las víctimas de violación, sobre todo si han mantenido sexo consentido con dos de sus asaltantes. Ustedes podrían decir que era una puta y quedar en libertad. Pero aquellos niños… una palabra suya bastaría para que acabaran en prisión. No podían sentirse a salvo mientras ellos siguieran por ahí.
Se separó de la pared, acercó una silla al lado de él y Se sentó.
– Usted no estuvo en Stillorgan ese día, ¿verdad? -le preguntó ella con calma.
Jonathan cambió de postura, cuadrando levemente los hombros.
– Sí -respondió con determinación-. Sí que fui. Cathal, Shane y yo. Al cine.
– ¿Qué vieron?
– Lo que ya le dije a la poli en aquel entonces. Han pasado veinte años.
Cassie negó con la cabeza.
– No -dijo; una sílaba mínima e impasible que cayó como una carga de profundidad-. A lo mejor fue uno de ustedes; yo apostaría por Shane, es el único al que excluiría. Así, el que iba al cine podía explicarles a los otros dos el argumento de la película, por si alguien preguntaba. A lo mejor, si eran listos, fueron los tres y se escaparon por la salida de incendios al apagarse las luces para tener una coartada. Pero antes de las seis en punto, al menos dos de ustedes estaban de vuelta en Knocknaree, en el bosque.
– ¿Qué? -exclamó Jonathan.
Su cara esbozó una mueca de indignación.
– Los niños siempre iban a casa a merendar a las seis y media, y ustedes sabían que tardarían un rato en encontrarlos; en aquella época el bosque era bastante grande. Pero los encontraron, ¿verdad? Estaban jugando, no se habían escondido; seguramente hacían mucho ruido. Ustedes se les aparecieron de repente, igual que ellos se les habían aparecido a ustedes, y los atraparon.
Habíamos hablado de todo esto con antelación, desde luego que sí; lo habíamos repasado una y otra vez, habíamos hallado una teoría que encajaba con los elementos de que disponíamos, habíamos analizado cada detalle. Pero cierta inquietud leve y escurridiza empezó a agitarse en mi interior, zarandeándome («No, no fue así»), pero era demasiado tarde. No podíamos parar.
– Pero si ni siquiera fuimos al maldito bosque aquel día. Nosotros…
– Les quitaron los zapatos a los niños para dificultar su huida. Entonces mataron a Jamie. No sabremos cómo hasta que encontremos los cuerpos, pero yo diría que con un cuchillo. O la apuñalaron o le cortaron el cuello. De un modo u otro, su sangre fue a parar a los zapatos de Adam; tal vez ustedes los usaran deliberadamente para recoger la sangre y así evitar dejar demasiadas pruebas. Quizá pensaran tirarlos al río junto con los cuerpos. Pero entonces, Jonathan, mientras usted se ocupaba de Peter apartó la vista de Adam, que cogió sus zapatillas y salió cagando leches. Había marcas de cortes en su camiseta; creo que uno de ustedes lo quiso apuñalar cuando echó a correr pero sólo le rozó… y lo perdieron. Él conocía el bosque aún mejor que ustedes y se escondió hasta que la partida de rescate lo encontró. ¿Cómo le sentó eso, Jonathan? ¿Cómo les sentó saber que habían hecho todo aquello para nada y que aún había un testigo ahí fuera?
Jonathan miró al vacío con la mandíbula rígida. A mí me temblaban las manos; las deslicé bajo la mesa.
– ¿Lo ve, Jonathan? -dijo Cassie-. Por eso creo que allí sólo estuvieron dos de ustedes. Tres niños pequeños no habrían tenido nada que hacer contra tres chicos: no habrían necesitado quitarles los zapatos para que no corrieran, simplemente cada uno se habría ocupado de un niño y Adam nunca hubiese llegado a casa. Pero si sólo fueron dos, intentando reducir a los tres…
– Señor Devlin -proseguí yo. Mi voz sonaba extraña, como si resonara-. Si usted es el que en realidad no estuvo allí, si es el que fue al cine para proporcionar una coartada, entonces tiene que decírnoslo. Hay una gran diferencia entre ser un asesino y ser un cómplice.
Jonathan me lanzó una mirada despiadada tipo «¿Tú también, Bruto?».
– ¿Se han vuelto locos? -respondió. Respiraba pesadamente por la nariz-. Ustedes… joder. Nunca tocamos a aquellos niños.
– Sé que usted no era el cabecilla, señor Devlin -insistí-. Era Cathal Mills. Nos lo dijo él. Sus palabras textuales fueron: «A Jonner no se le habría ocurrido ni en un millón de años». Si usted sólo fue un cómplice o un testigo, hágase un favor y díganoslo ahora.
– Eso son gilipolleces. Cathal no ha confesado que cometiéramos un asesinato porque no cometimos ninguno. No tengo ni idea de qué les pasó a esos niños y me importa una mierda. No tengo nada que decir sobre ellos. Yo sólo quiero saber quién le hizo eso a Katy.
– Katy-dijo Cassie, arqueando las cejas-. Muy bien, de acuerdo, volveremos a Peter y Jamie más tarde. Hablemos de Katy. -Retiró su silla hacia atrás con un chirrido que hizo estremecer a Jonathan y se dirigió velozmente a la pared-. Esto es el historial médico de Katy. Cuatro años de inexplicables dolencias gástricas que concluyeron la pasada primavera, cuando le dijo a su profesora de danza que aquello se iba a acabar; y, voilá!, se acabó. Nuestro médico forense estima que no había ningún indicio de que estuviera enferma. ¿Sabe lo que nos dice eso? Nos dice que alguien estaba envenenando a Katy. No es tan difícil, un poco de lejía por aquí, una dosis de limpiador de hornos por allá, incluso el agua salada serviría. Es más común de lo que uno cree.