Yo me dedicaba a observar a Jonathan. Su arrebato de furia había desaparecido de sus mejillas; estaba pálido, blanco como el yeso. Aquella leve y convulsiva inquietud de mi interior se evaporó como la neblina y lo vi de nuevo: él sabía algo.
– Y no era un desconocido, Jonathan, no era alguien con intereses en la autopista y ganas de a justarle las cuentas a usted. Era alguien que tenía un contacto diario con Katy, alguien en quien ella confiaba. Pero la pasada primavera, cuando le llegó una segunda oportunidad en la escuela de danza, esa confianza empezó a debilitarse. Se negó a seguir tomándose esas cosas, tal vez amenazó con contarlo. Y pocos meses después -fuerte manotazo en una de las lastimeras fotos post mórtem-, Katy está muerta…
– ¿Encubría a su mujer, señor Devlin? -pregunté yo con suavidad. Apenas podía respirar-. Cuando envenenan a un niño, normalmente es la madre. Si lo único que intentaba era mantener unida a su familia, podemos ayudarle, proporcionarle a la señora Devlin la ayuda que necesita.
– Margaret quiere a nuestras hijas -dijo Jonathan. Su voz sonaba tensa y angustiada-. Ella nunca…
– ¿Nunca qué? -inquirió Cassie-. ¿Nunca haría que Katy enfermase, o nunca la mataría?
– Nunca haría nada que pudiera perjudicarla. Jamás.
– Entonces, ¿quién nos queda? -preguntó Cassie. Estaba apoyada en la pared, señalando con el dedo la foto post mórtem y observándole, tan serena como una chica en un cuadro-. Tanto Rosalind como Jessica tienen una coartada sólida como una roca para la noche en que murió Katy. ¿Quién queda?
– Ni se le ocurra insinuar que yo le hice daño a mi hija -replicó con voz ronca a modo de advertencia-. Ni se le ocurra.
– Tenemos a tres niños muertos, señor Devlin, todos ellos asesinados en el mismo lugar, muy probablemente para encubrir otros crímenes. Y tenemos a un hombre justo en el centro de cada caso: usted. Si tiene una buena explicación para eso, necesitamos oírla ahora.
– Joder, esto es increíble -dijo Jonathan. Estaba alzando la voz peligrosamente-. Katy… alguien acaba de matar a mi hija, ¿y quieren que yo les dé una explicación? Ese es su puto trabajo. Ustedes son los que deberían darme explicaciones a mí, en lugar de acusarme de…
Me puse en pie sin siquiera darme cuenta. Dejé caer mi libreta con un fuerte manotazo y me incliné hacia delante, apoyando las manos sobre la mesa, para mirarle a la cara.
– Un lugareño, Jonathan, de treinta y cinco años o mayor, que vive en Knocknaree desde hace más de veinte. Un tipo sin una coartada sólida. Un tipo que conocía a Peter y Jamie, que tenía contacto diario con Katy y serios motivos para matarlos a todos. ¿A quién coño le suena eso? Dígame el nombre de cualquier otro que encaje con esa descripción, y le juro por Dios que podrá salir por esa puerta y no volveremos a molestarle nunca más. Adelante, Jonathan. Dígame uno. Sólo uno.
– ¡Pues deténganme! -rugió él. Alzó los puños y levantó las palmas, muñeca contra muñeca-. Vamos, si están tan puñeteramente seguros, con todas esas pruebas… ¡Deténganme! ¡Adelante!
No sé cómo explicar ni si alguien sabrá imaginarse lo mucho que ansiaba hacerlo. Mi vida entera desfilaba en mi cabeza, como dicen que les ocurre a los que se están ahogando -noches de lágrimas en un dormitorio gélido, montar en bici haciendo zigzag y soltar las manos, sándwiches de mantequilla con azúcar recalentados de permanecer en los bolsillos, voces de detectives gritándome sin parar en los oídos…-, y yo sabía que lo que teníamos no era suficiente, que aquello no iría a ninguna parte, que dentro de doce horas él saldría por esa puerta tan libre como un pájaro y culpable como el que más. Jamás en mi vida había estado tan seguro de algo.
– Y una mierda -dije, remangándome los puños de la camisa-. No, Devlin, no. Lleva toda la tarde aquí diciéndonos gilipolleces y ya estoy harto.
– Deténganme o…
Arremetí contra él, que saltó hacia atrás, volcando la silla con estrépito, se retiró hacia una esquina y alzó los puños, todo ello en un mismo movimiento reflejo. Cassie ya estaba encima de mí, sujetándome con ambas manos el brazo que tenía alzado.
– ¡Por Dios, Ryan! ¡Para!
Lo habíamos hecho infinidad de veces. Es nuestro último recurso cuando sabemos que un sospechoso es culpable pero necesitamos una confesión y se cierra en banda. Tras la arremetida y el agarrón me relajo poco a poco, me libero de las manos de Cassie, mirando todavía al sospechoso, y por último me desentumezco los brazos, estiro el cuello y me repantigo en mi silla, tamborileando con los dedos sin cesar, mientras ella se dispone a interrogarlo y mantiene un ojo vigilante sobre mí, por si vuelvo a dar muestra de renovada ferocidad. Al cabo de unos minutos Cassie da un respingo, consulta su móvil y dice: «Maldita sea, tengo que ocuparme de esto. Ryan… tú tranquilo, ¿vale? Recuerda lo que pasó la última vez», y nos deja a solas a los dos. Funciona: la mayoría de las veces ni tan sólo tengo que levantarme. Lo hemos hecho… ¿cuántas veces? ¿Diez, doce? Teníamos una coreografía tan afinada como los especialistas de cine.
Pero esta vez era distinta. Los demás casos no fueron sino un entrenamiento para llegar a este momento, y me enfurecía aún más que Cassie no se percatara. Intenté liberar mi brazo de una sacudida, pero resultó más fuerte de lo que pensaba, sus muñecas parecían de acero y oí cómo se me rasgaba una costura en alguna parte de la camisa. Acabamos tambaleándonos, forcejeando con torpeza.
– Suéltame…
– Rob, no…
A través del clamor inmenso e inflamado de mi mente, la voz de Cassie me llegó débil y sin sentido. Yo sólo podía ver a Jonathan que, con las cejas arqueadas y la mandíbula apretada como un boxeador, estaba arrinconado y expectante a sólo unos pasos de distancia. Bajé el brazo con todas mis fuerzas y la sentí tambalearse hacia atrás al soltarme; la silla estaba bajo mis pies, pero antes de que pudiera empujarla a un lado para alcanzar a Devlin ella ya se había recuperado, me cogió el otro brazo y me lo dobló detrás de la espalda en un movimiento rápido y limpio. Jadeé en busca de aire.
– ¿Es que has perdido la puta cabeza? -me dijo directamente al oído, en voz baja y furiosa-. No sabe nada.
Fue como si me echaran un cubo de agua fría en la cara. Sabía que, aunque estuviera equivocada, no había nada que yo pudiera hacer, y aquello me dejó impotente y sin aliento. Me sentía como si me hubieran hecho trizas.
Cassie percibió cómo menguaban mis ganas de luchar. Me alejó de ella de un empujón y retrocedió rápidamente, con las manos aún tensas y preparadas. Nos miramos el uno al otro como si fuéramos enemigos, ambos respirando con dificultad.
Algo oscuro se extendía por su labio inferior y, tras unos instantes, me di cuenta de que era sangre. Durante un segundo terrible y abismal pensé que la había golpeado. (Más tarde supe que no fui yo; al soltarme, el impulso hizo que se golpeara en la boca con una de sus muñecas y se cortara el labio con los incisivos; pero eso no cambia gran cosa.) Esto me hizo volver en mí, hasta cierto punto.
– Cassie… -dije.
Ella me ignoró.
– Señor Devlin -continuó con serenidad, como si no hubiera pasado nada y con apenas un ligero temblor en su voz. Jonathan, de cuya presencia me había olvidado, salió despacio de su esquina, con los ojos aún clavados en mí-. Por ahora le dejaremos marchar sin cargos. Pero le aconsejo encarecidamente que se quede donde podamos localizarle y que no intente contactar con la víctima de su violación bajo ningún concepto. ¿Entendido?
– Sí -respondió Devlin al cabo de un rato-. Está bien.