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Levantó la silla, tiró del abrigo que se había enredado соn el respaldo y se lo puso con un gesto rápido que denotaba enojo. Una vez en la puerta se dio la vuelta y me lanzó una mirada asesina; por un momento pensé que iba a decir algo, pero cambió de idea y se fue, moviendo la cabeza con indignación. Cassie le siguió afuera y cerró la puerta tras ella, pero como pesaba demasiado para dar un buen portazo se cerró con un decepcionante sonido.

Me dejé caer en una silla y apoyé la cabeza entre las manos. Nunca antes había hecho algo así. Aborrezco la violencia física, siempre lo he hecho; la mera idea hace que me estremezca. Incluso cuando era monitor, posiblemente con más poder y menos necesidad de rendir cuentas que cualquier adulto fuera de los países sudamericanos pequeños, jamás pegué a nadie. Pero hacía un instante me había peleado con Cassie como un macarra borracho en una reyerta de bar, me disponía a pegarme con Jonathan Devlin en la sala de interrogatorios y me había dejado llevar por el deseo irrefrenable de darle un rodillazo en las tripas y hacerle la cara papilla. Y había herido a Cassie. Me pregunté, con desapego y lucidez, si no estaría volviéndome loco.

Cassie regresó al cabo de unos minutos, cerró la puerta y se apoyó contra ella, con las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros. El labio ya no le sangraba.

– Cassie -dije, frotándome la cara con las manos-. Lo siento mucho. ¿Estás bien?

– ¿Qué coño te ha pasado?

Tenía las mejillas arreboladas.

– Creía que él sabía algo. Estaba seguro.

Me temblaban tanto las manos que parecía fingido, como un mal actor simulando una conmoción.

Al fin dijo, con mucha calma:

– Rob, no puedes continuar.

No contesté. Al cabo de un buen rato, oí la puerta cerrarse tras ella.

Capítulo 15

Esa noche acabé borracho como una cuba, más de lo que lo había estado en quince años. Me pasé la mitad de la noche sentado en el suelo del baño, contemplando la taza con ojos vidriosos y deseando poder vomitar y acabar de una vez. Los extremos de mi campo de visión palpitaban de forma enfermiza con cada latido, y las sombras de los rincones se agitaban y vibraban y se contraían como pequeñas criaturas repugnantes y afiladas que desaparecían con el siguiente parpadeo. Finalmente, aunque las náuseas no daban muestras de remitir, lo más seguro era que tampoco empeorasen. Me tambaleé hasta mi cuarto y me quedé dormido encima de las mantas sin quitarme la ropa.

Tuve unos sueños inquietos, con un matiz obstruido y adulterado. De algo que se sacudía y aullaba dentro de una bolsa, risas y un mechero acercándose. Cristales esparcidos en el suelo de la cocina y la madre de alguien sollozando. Otra vez estaba de prácticas y me encontraba en algún condado solitario, y Jonathan Devlin y Cathal Mills se ocultaban en las colinas con armas y un perro de caza, viviendo como salvajes, y nosotros teníamos que atraparlos, dos detectives de Homicidios altos y fríos como figuras de cera y yo, y las botas se nos llenaban de un barro pegajoso. Medio me desperté peleándome con las sábanas, que estaban arrancadas del colchón y hechas una maraña sudorosa, y volví a verme arrastrado por el sueño aun cuando me daba cuenta de que había soñado.

Me desperté por la mañana con una imagen relucientemente clara en la cabeza, estampada en la parte frontal de mi mente como un rótulo de neón. Nada que ver con Peter o Jamie o Katy: Emmett. Tom Emmett, uno de los dos detectives de Homicidios que hicieron una visita relámpago al pueblo de mala muerte donde estuve de prácticas. Emmett era alto y muy delgado, llevaba una ropa discretamente maravillosa (ahora que lo pienso, seguramente fue de ahí de donde saqué mi primera e inmutable impresión de cómo se supone que viste un detective de Homicidios) y tenía un rostro digno de una vieja película de vaqueros, marcado y bruñido como madera antigua. Aún seguía en la brigada cuando me incorporé -ahora está retirado- y parecía un tipo bastante agradable, aunque nunca logré ir más allá de la veneración que sentía por él. Cada vez que me hablaba me quedaba congelado al instante, como un colegial incapaz de expresarse.

Una tarde me quedé merodeando por el aparcamiento del pueblo de mala muerte, fumando y procurando que no se me notara que escuchaba lo que decían. El otro detective hizo una pregunta -no pude oír cuál- y Emmett sacudió brevemente la cabeza.

– Si no es así, es que hemos hecho el gilipollas con todo esto -dijo, dio una última y apurada calada a su cigarrillo y lo apagó con su elegante zapato-. Tendremos que retroceder hasta el principio y ver dónde nos equivocamos.

Luego dieron la vuelta y entraron en la comisaría, codo con codo, con los hombros encorvados y encerrados en sus sobrias chaquetas oscuras.

Yo sabía que había hecho el gilipollas con casi todo -nada como el alcohol para desencadenar un lamentable autorreproche- y de casi todas las maneras posibles. Pero eso apenas importaba, porque de repente la solución estaba muy clara. Me sentía como si todo lo ocurrido a lo largo de ese caso -la pesadilla Kavanagh, el horrible interrogatorio de Jonathan Devlin, las noches en vela y las jugarretas de mi mente- me lo hubiera enviado algún dios sabio y bondadoso para llevarme hasta ese momento. Siempre había evitado el bosque de Knocknaree como una plaga; creo que habría interrogado a todos los habitantes del país y me habría calentado la cabeza hasta que me explotara antes de que se me ocurriera volver a poner un pie allí, si no me hubiera visto apaleado hasta el punto de quedarme sin defensas ante lo único que saltaba a la vista. Yo era la única persona que sin ninguna duda conocía al menos algunas de las respuestas, y si había algo que podía devolvérmelas era retroceder hasta el principio, es decir, ese bosque.

Estoy seguro de que parece muy fácil. Pero no sé cómo describir lo que significó para mí esa bombilla de cien vatios que se encendió en mi cerebro, ese faro que me anunciaba que, después de todo, no estaba perdido en un laberinto, que sabía exactamente adónde ir. Casi estallé en una carcajada, sentado en la cama con la luz temprana de la mañana que se filtraba entre las cortinas. Debería haber tenido la resaca del siglo, pero me sentía como si llevara una semana durmiendo; no cabía en mí, rebosante de energía como si tuviera veinte años. Me duché, me afeité, le dije a Heather un «Buenos días» tan animado que pareció sorprendida y ligeramente recelosa, y conduje silbando al son de las horribles canciones de moda que ponían en la radio.

Encontré sitio para aparcar en el centro comercial Stephen's Green -fue como un buen presagio, pues a aquella hora de la mañana resultaba un hecho insólito- e hice unas compras rápidas de camino al trabajo. En una librería pequeña de la calle Grafton di con una hermosa edición antigua de Cumbres borrascosas: páginas gruesas de bordes amarillentos, lujosa cubierta de color rojo con letras doradas y «Para Sara, Navidad de 1922» con tinta descolorida en la portada. Luego fui a Brown Thomas y compré una brillante y complicada cafetera que hacía capuchinos. Cassie tiene debilidad por el café con espuma encima; se lo quise regalar por Navidad pero al final no llegué a hacerlo. Fui andando al trabajo sin molestarme en mover el coche. Me costó una cantidad de dinero absurda, pero era uno de esos días soleados y optimistas que favorecen la extravagancia.

Cassie ya estaba en su escritorio con una pila de papeleo. Por suerte para mí, a Sam y a los refuerzos no se les veía por ninguna parte.

– Buenos días -dijo, mirándome con expresión serena y calurosa.

– Toma -le contesté, mientras le plantaba las dos bolsas delante.

– ¿Qué es? -quiso saber, y las observó con aire de sospecha.

– Esto -dije, señalando la cafetera- es tu regalo de Navidad atrasado. Y esto es una disculpa. Lo siento muchísimo, Cass, y no sólo por lo de ayer, sino por cómo he estado estas últimas semanas. He sido un absoluto grano en el culo y tienes todo el derecho a estar furiosa conmigo. Pero te prometo solemnemente que eso ha terminado. A partir de ahora seré un ser humano normal, cuerdo y nada horrible.