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Por un instante, Sam abrió los ojos consternado, pero luego se le encendió la luz.

– Sois unos cabrones -dijo, feliz, y dio un círculo completo con su silla y con los pies suspendidos en el aire.

Aquella noche todos estábamos atolondrados, como unos niños disfrutando de un día de fiesta inesperado. Aunque ninguno de nosotros podía dar crédito, Sam logró que O'Kelly convenciera a un juez de que emitiera una orden para pinchar el teléfono de Andrews durante dos semanas. Normalmente no se consigue algo así a menos que haya implicadas grandes cantidades de explosivos, pero la operación Vestal seguía en primera página día sí y día no -«Sin pistas en el asesinato de Katy (véase p. 5, “¿Están seguros nuestros hijos”?)»-, y su alto contenido dramático nos proporcionaba cierta dosis de influencia extra. Sam estaba radiante:

– Sé que el muy capullo oculta algo, chicos; me apostaría algo. Y lo único que hará falta son unas cuantas pintas una noche de éstas y ¡pam! Lo tenemos. -Había traído un maravilloso vino blanco para celebrarlo. Yo estaba exaltado por ese respiro y más hambriento que nunca desde hacía semanas, así que preparé una enorme tortilla de patatas, intenté girarla en el aire como una crepé y casi fue a parar al fregadero. Cassie, que iba descalza por el piso y con unos vaqueros de verano muy cortos, cortaba una barra de pan y subía el volumen de Michelle Shocked mientras dejaba por los suelos mi coordinación mano-ojo-. Y el hecho es que alguien le dio a ese tipo un arma de fuego, así que sólo es cuestión de tiempo que empiece a sacarla para impresionar a una chica y se le dispare en la pierna…

Después de cenar jugamos al Cranium, a una versión cutre e improvisada para tres personas. No tengo palabras para describir como Dios manda a Sam, después de cuatro vasos de vino, intentando representar con mímica «carburador» («¿C3PO? ¿Ordeñar una vaca…? ¡Ese hombrecillo de los relojes suizos!»). Las largas cortinas blancas se inflaban y giraban con la brisa que entraba por la ventana de guillotina abierta y una tajada de luna planeaba en el cielo que empezaba a oscurecerse, y yo no recordaba la última vez que había tenido una velada como ésa, una velada tonta y feliz, sin pequeños fantasmas grises tirando de los extremos de cada conversación.

Cuando Sam se marchó, Cassie me enseñó a bailar swing. Nos habíamos tomado unos inoportunos capuchinos después de la cena para estrenar su nuevo aparato y ambos seríamos incapaces de dormir en horas; del reproductor de CD brotaba una vieja música chirriante y Cassie me cogió las manos y me sacó del sofá.

– ¿Cómo coño es que sabes bailar swing? -pregunté.

– Mis tíos creían que los niños necesitan clases extraescolares. Montones de clases. También sé dibujar al carboncillo y tocar el piano.

– ¿Todo a la vez? Yo sé tocar el triángulo. Y tengo dos pies izquierdos.

– No me importa, quiero bailar. -El piso era demasiado pequeño-. Vamos -dijo Cassie-, quítate los zapatos.

Se apoderó del mando a distancia, subió la música al once y salió por la ventana, bajando por la escalera de incendios hasta el tejado que se extendía debajo.

No soy un buen bailarín, pero ella me enseñó los movimientos básicos una y otra vez, brincando ágilmente junto a mis pasos en falso, hasta que de pronto encajaron y comenzamos a bailar, girando y balanceándonos a un ritmo desenfadado y diestro, imprudentemente cerca del borde del tejado llano. Las manos de Cassie en las mías eran flexibles y fuertes como las de una gimnasta.

– ¡Tú también sabes bailar! -gritó sin aliento, con la mirada encendida, por encima de la música.

– ¿Qué? -contesté.

Tropecé y me caí. Nuestras risas se desplegaban como serpentinas sobre los jardines oscuros de abajo.

Una ventana se abrió más arriba y una temblorosa voz angloirlandesa aulló:

– ¡Si no quitáis eso de una vez llamaré a la policía!

– ¡Nosotros somos la policía! -le respondió Cassie chillando.

Le tapé la boca con la mano y a ambos nos sacudió una carcajada explosiva y reprimida hasta que, tras un embarazoso silencio, la ventana se cerró con un golpe. Cassie subió corriendo la escalera de incendios y se agarró de una sola mano, sin dejar de reír, para alcanzar el mando a distancia que estaba al otro lado de la ventana, cambiar el CD por los nocturnos de Chopin y bajar el volumen.

Nos tendimos uno al lado del otro en la extensión del tejado, con las manos en la nuca y los codos rozándose. La cabeza aún me daba vueltas por el baile y el vino, pero la sensación no era desagradable. Sentía una brisa cálida en el rostro y, a pesar de las luces de la ciudad, pude ver las constelaciones de la Osa Mayor y el Cinturón de Orion. El pino que había al fondo del jardín susurraba como el mar, incesante. Por un instante sentí como si el universo se hubiera vuelto del revés y cayéramos suavemente en un inmenso cuenco negro de estrellas y nocturnos, y supe, sin la menor sombra de duda, que todo iba a salir bien.

Capítulo 16

Reservé lo del bosque para el sábado por la noche, acariciando la idea como un niño que se guarda un inmenso huevo de Pascua con algún regalo misterioso en el interior. Sam había ido a pasar el fin de semana a Galway porque bautizaban a una sobrina suya -tenía una de esas familias extensas que se reúne al completo casi semanalmente, porque siempre hay alguien a quien bautizar, casar o enterrar-, Cassie salía con una amiga suya y Heather iba a una fiesta de solteros en algún hotel de no sé dónde. Nadie notaría siquiera que había ido.

Llegué a Knocknaree hacia las siete y aparqué en el área de descanso. Me había llevado un saco de dormir y la linterna, un termo de café bien cargado de alcohol y un par de sándwiches -al envolverlos me había sentido algo ridículo, como uno de esos excursionistas concienzudos que llevan chaquetas tecnológicamente avanzadas, o como un chaval que se escapa de casa-, pero nada con que encender una hoguera. La gente de la urbanización aún tenía los nervios a flor de piel e irían como un rayo a la poli si veían una luz misteriosa, lo que habría resultado embarazoso. Además, yo no soy del tipo boy scout; seguramente, habría incendiado lo que quedaba del bosque.

Era un atardecer claro y tranquilo, con grandes sesgos de luz que volvían la piedra de la torre de un rosa dorado e infundían incluso a las zanjas y pilas de tierra una magia triste y desigual. A lo lejos, en los campos, un cordero balaba, y el aire transportaba apacibles olores a heno, vacas, alguna flor embriagadora que no sabía nombrar… Bandadas de pájaros practicaban sus formaciones en V sobre la cima de la colina. Frente a la casa de labor estaba sentado el perro pastor, que emitió un conato de ladrido de advertencia y me observó fijamente un momento, antes de decidir que yo no era una amenaza y volver a ponerse cómodo. Crucé el yacimiento hasta el bosque siguiendo los senderos llenos de baches de los arqueólogos, con la anchura justa para una carretilla (esa vez llevaba unas deportivas viejas, unos vaqueros raídos y un jersey grueso).

Es muy probable que las personas que, como yo, sean básicamente urbanitas se imaginen el bosque como algo simple: árboles de un mismo color verde en hileras uniformes y una suave alfombra de hojas muertas o agujas de pino, todo ordenado como en un dibujo infantil. Puede que esos bosques altamente rentables creados por el hombre sean así, no lo sé. El bosque de Knocknaree era de los auténticos, y resultaba más intrincado y hermético de lo que yo recordaba. Se regía por su propio orden, sus propias alianzas y batallas encarnizadas. Yo era allí un intruso, y tenía la honda y mordaz sensación de que mi presencia había sido detectada al instante y de que el bosque me vigilaba con una ambigua mirada colectiva, sin aceptarme ni rechazarme todavía, sino reservándose la sentencia.

En el claro de Mark había cenizas frescas en el lugar de la hoguera y nuevas colillas de cigarros de liar esparcidas por la tierra alrededor; había vuelto a venir después de la muerte de Katy. Recé por que no eligiera aquella noche para reconectarse con su herencia. Me saqué de los bolsillos los sándwiches, el termo y la linterna y desplegué el saco de dormir sobre la parcela compacta de hierba aplanada que había dejado Mark con el suyo. Luego me adentré en el bosque despacio, tomándome mi tiempo.