Era como colarse entre los restos de una gran ciudad antigua. Los árboles -robles, hayas, fresnos y otros cuyos nombres desconocía- se alzaban más altos que pilares de catedral; luchaban en busca de espacio, apuntalaban grandes troncos caídos y se inclinaban según la pendiente de la colina. Largas astas de luz se filtraban, tenues y sagradas, a través de las bóvedas verdes. Franjas de hiedra desdibujaban los troncos macizos, se arrastraban en cascada desde las ramas y convertían las cepas en piedras enhiestas. Mis pasos eran amortiguados por capas profundas y mullidas de hojas caídas; cuando me paraba a girar unas cuantas con la punta del zapato, notaba un generoso aroma a putrefacción y veía la tierra húmeda y negra, cascaras de bellota y la convulsión pueril y frenética de un gusano. Los pájaros se lanzaban como flechas y se llamaban desde las ramas, y pequeños correteos de alarma se desencadenaban a mi paso.
Cúmulos inmensos de sotobosque y, de vez en cuando, un fragmento gastado de muro de piedra; raíces nudosas, verdes de musgo y más gruesas que mi brazo. Las riberas bajas del río, enmarañadas con zarzas (en nuestras manos y traseros al bajar, «¡Ay, mi pierna!») y dominadas por saúcos y un sauce. El río era como un manto de oro viejo, arrugado y salpicado de negro. Finas hojas amarillas flotaban en su superficie, balanceándose suavemente como si se tratara de un objeto sólido.
Mi cabeza giraba y revoloteaba. A cada paso me parecía reconocer algo y un repique llenaba el aire, como un código Morse que emitiera en una frecuencia demasiado alta para ser captada. Habíamos correteado por ahí, abriéndonos camino con paso seguro ladera abajo, siguiendo la telaraña de imperceptibles senderos; habíamos comido pequeñas y fortuitas manzanas silvestres de ese árbol contrahecho, y cuando alcé la vista al remolino de hojas casi esperé vernos allí, agarrados a las ramas como cachorros de gatos salvajes y devolviéndome la mirada. En el lindero de uno de esos claros minúsculos (hierba alta, motas de sol, nubes de zuzón y zanahoria silvestre) habíamos visto cómo Jonathan y sus amigos sujetaban a Sandra. En algún lugar, tal vez en el punto exacto donde ahora me encontraba, el bosque se había estremecido y resquebrajado, y Peter y Jamie se colaron dentro.
No es que tuviera exactamente un plan, en el sentido estricto de la palabra. Sólo ir al bosque, echar un vistazo y pasar la noche allí, con la esperanza de que ocurriera algo. Hasta aquel momento, esa falta de previsión no me había parecido un impedimento. Al fin y al cabo, cada vez que intentaba planear algo en los últimos tiempos acababa espectacular y gigantescamente mal; estaba claro que necesitaba un cambio de táctica, ¿y qué habría más drástico que meterse ahí sin nada, esperando simplemente a ver qué me ofrecía el bosque? Y supongo que mi sentido de lo pintoresco también se vio atraído. Supongo que, aunque por carácter no encajo en el papel en ningún sentido, siempre he anhelado ser el héroe de un mito, que galopa temerario y magnífico al encuentro de su destino sobre un caballo salvaje que ningún otro hombre podría montar.
Sin embargo, ahora que estaba realmente ahí todo aquello ya no me parecía tanto una impetuosa osadía sino sólo algo vagamente hippie -incluso había pensado en colocarme, confiando en que así me relajaría lo bastante como para darle más oportunidades a mi subconsciente, pero el hachís siempre me da sueño- y bastante tonto. De pronto caí en la cuenta de que el árbol en el que estaba apoyado podía ser el mismo junto al que me encontraron, y que quizás aún mostrara tenues marcas donde mis uñas habían escarbado el tronco; también caí en la cuenta de que empezaba a oscurecer.
Estuve a punto de irme. De hecho volví al claro, sacudí las hojas muertas de mi saco de dormir y empecé a enrollarlo. Para ser sincero, lo único que me mantuvo allí fue acordarme de Mark. Él había pasado la noche ahí, no una sino varias veces, sin que por lo visto se le pasara por la cabeza que aquello pudiera dar miedo, y se me hizo insoportable la idea de que me marcase un tanto, llegara a saberlo él o no. Él había dispuesto de una hoguera, pero yo tenía una linterna y una Smith & Wesson, si bien me sentí algo ridículo por el simple hecho de pensarlo. Estaba a sólo unos metros de la civilización, o por lo menos de la urbanización. Me quedé en pie un instante, con el saco en las manos; luego lo desplegué, me metí dentro hasta la cintura y me recosté contra un árbol.
Me serví una taza de café regado con whisky; su sabor fuerte y adulto resultaba extrañamente reconfortante. Los fragmentos de cielo se oscurecían sobre mi cabeza, pasando del turquesa a un añil intenso; los pájaros aterrizaban en las ramas y se instalaban para pasar la noche, con enérgicas exclamaciones y riñas. Los murciélagos surcaban la excavación con sus chillidos y entre los arbustos hubo un salto repentino, ruido de hojas y silencio. A lo lejos, en la urbanización, un niño cantó algo a voz en grito: «Todos salvados»…
Poco a poco se me ocurrió -sin sorpresa, en realidad, como si fuese algo que sabía desde hacía mucho- que, si conseguía recordar algo útil, se lo diría a O'Kelly. No enseguida, quizá tardaría unas semanas, necesitaría un tiempo prudencial para atar cabos sueltos y poner mis asuntos en orden, por así decirlo; porque cuando lo hiciera, sería el fin de mi carrera.
Sólo unas horas antes esa idea habría sido como un pelotazo en el estómago. Pero no sé por qué, aquella noche resultaba casi seductora, planeaba en el aire como una tentación y yo le daba vueltas con un vértigo voluptuoso. Ser detective de homicidios era lo único en lo que había puesto mi ilusión, aquello alrededor de lo cual había construido mi vestuario, mi andar, mi vocabulario y mi vida en sueños y en vigilia, y la idea de tirarlo todo por la borda con un solo giro de muñeca y ver cómo remontaba en el espacio como un globo brillante resultaba embriagadora. Podía establecerme como detective privado, pensé; tener un despachito maltrecho en un deprimente edificio georgiano, con mi nombre en letras doradas sobre una puerta de vidrio esmerilado, ir a trabajar cuando quisiera y moverme con pericia en los límites de la ley y hostigar a un O'Kelly apopléjico pidiéndole información interna. Me pregunté, fantaseando, si Cassie vendría conmigo. Me conseguiría un sombrero y una gabardina y un agudo sentido del humor; ella se sentaría con aplomo en barras de bar, con un vestido rojo y provocativo y una cámara en el pintalabios, para pillar a ejecutivos infieles… Por poco no me reí en voz alta.
Me di cuenta de que me estaba quedando dormido. Eso no formaba parte de mi plan original y me esforcé por mantenerme despierto, pero todas aquellas noches en vela caían sobre mí con la fuerza de un disparo en el brazo. Pensé en el termo de café, pero me pareció demasiado esfuerzo ir a cogerlo. El saco de dormir me había calentado el cuerpo y éste ya se había acoplado a los pequeños bultos y grietas del terreno y del árbol. Estaba deliciosa y narcóticamente cómodo. Noté que la taza del termo se me caía de la mano, pero fui incapaz de abrir los ojos.
No sé cuánto tiempo dormí. Me encontré sentado y conteniendo un grito antes incluso de despertarme del todo. Alguien había dicho, alto y claro y al lado mismo de mi oído: «¿Qué es eso?».
Me quedé sentado largo rato, sintiendo lentas oleadas de sangre que fluían por mi cuello. Las luces de la urbanización se habían apagado. El bosque estaba en silencio y apenas un susurro del viento se oyó en lo alto, entre las ramas; en algún lugar crujió una rama.
Peter se giró de golpe sobre el muro del castillo y proyectó una mano para inmovilizarnos a Jamie y a mí, que estábamos uno a cada lado de éclass="underline"