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– ¿Qué es eso?

Llevábamos todo el día fuera, desde que el rocío aún se estaba secando en la hierba. Hacía un tiempo bochornoso; el aire era caliente como agua de bañera y el cielo tenía el color de la parte central de la llama de una vela. Teníamos botellas de limonada al pie de un árbol para cuando nos entrara sed, pero se habían calentado y desbravado y ya eran pasto de las hormigas. Allá en la calle alguien cortaba el césped; otro tenía la ventana de la cocina abierta y la radio subió de volumen y entonó Wake Me Up Before You Go-Go. Dos niñas subían por turnos a un triciclo rosa en la acera, y la hermana repipi de Peter, Tara, jugaba a las maestras en el jardín de su amiga Audrey y las dos regañaban a un puñado de muñecas dispuestas en filas. Los Carmichael habían comprado un aspersor; nunca antes habíamos visto uno y nos lo quedábamos mirando cada vez que lo encendían, pero la señora Carmichael era una bruja, Peter decía que si entrabas en el jardín te partía la cabeza con un palo.

Sobre todo habíamos estado montando en bici. A Peter le habían regalado una Evel Knievel por su cumpleaños -si cogías carrerilla, podías saltar pilas de cómics viejos- y pensaba ser acróbata de mayor, así que estábamos practicando. Construimos una rampa en la calle, con ladrillos y un pedazo de contrachapado que tenía su padre en el cobertizo del jardín -«La iremos haciendo más alta, con un ladrillo más cada día», dijo Peter-, pero temblaba mucho y yo no podía evitar darle a los frenos un segundo antes de despegar.

Jamie probó la rampa unas cuantas veces y luego se quedó vagando por el extremo de la calle, rascando una pegatina de su manillar y pateando su pedal para hacerlo girar. Esa mañana había tardado en salir y llevaba todo el día muy callada. Siempre lo estaba, pero esta vez parecía distinta; su silencio era como si la rodeara una nube densa e íntima, y a Peter y a mí nos tenía inquietos.

Peter salió disparado de la rampa gritando y zigzagueando de forma salvaje, y faltó poco para que les diera a las niñas del triciclo.

– ¡Que nos vais a matar, chiflados! -soltó Tara por encima de sus muñecas.

Llevaba una falda larga de flores que se amontonaba sobre la hierba, y un sombrero grande y extraño con una cinta alrededor.

– Tú a mí no me mandas -le contestó Peter. Se metió en el césped de Audrey y pasó al lado de Tara, quitándole el sombrero. Tara y Audrey chillaron al unísono.

– ¡Cógelo, Adam!

Lo seguí al jardín -nos meteríamos en un lío si la madre de Audrey salía- y conseguí agarrar el sombrero sin caerme de la bici; me lo puse en la cabeza y pedaleé sin manos por el aula de las muñecas. Audrey intentó derribarme, pero la esquivé. Era bastante guapa y no parecía realmente furiosa, por lo que traté de no pisarle las muñecas. Tara se llevó las manos a las caderas y empezó a chillarle a Peter.

– ¡Jamie! -grité yo-. ¡Vamos!

Jamie se había quedado en la calle, golpeando mecánicamente con su rueda delantera el extremo de la rampa. Dejó su bicicleta, corrió hasta el muro de la urbanización y saltó.

Peter y yo nos olvidamos de Tara («No tienes ni una pizca de cerebro, Peter Savage, verás cuando mamá se entere de este follón…»), frenamos y nos miramos el uno al otro. Audrey me arrebató el sombrero de la cabeza y huyó a la par que comprobaba si la perseguía. Dejamos las bicis en la calle y trepamos por el muro detrás de Jamie.

Esta estaba en el columpio de neumático, impulsándose con el pie contra el muro cada tantos balanceos. Tenía la cabeza gacha y yo sólo le veía el manto de pelo rubio y liso y la punta de la nariz. Nos sentamos en el muro y aguardamos.

– Esta mañana mi madre me ha tomado medidas -dijo Jaime al fin mientras se rascaba una costra del nudillo.

Pensé con asombro en el marco de la puerta de nuestra cocina: madera blanca y lustrosa con marcas de lápiz y fechas para indicar mi crecimiento.

– ¿Y qué? -respondió Peter-. Vaya cosa.

– ¡Es para los uniformes! -le chilló Jamie-. ¡Qué si no!

Saltó del columpio, aterrizó con fuerza y corrió bosque adentro.

– ¡Bah! -dijo Peter-. ¿Qué le pasa?

– El internado -contesté.

Esas palabras convirtieron mis piernas en gelatina.

Peter me miró con una mueca de incredulidad y desagrado.

– No va a ir. Su madre lo dijo.

– No, no lo dijo. Dijo que ya veríamos.

– Sí, pero desde entonces no ha vuelto a decir nada más.

– Bueno, pues ya lo ha dicho, ¿no?

Peter miró el sol con los ojos entornados.

– Vamos -anunció, y bajó del muro de un salto.

– ¿Adónde?

No contestó. Recogió su bici y la de Jamie y las llevó tambaleándose a su jardín. Yo cogí la mía y fui tras él.

La madre de Peter tendía la colada, con una hilera de pinzas cogidas a un lado de su delantal.

– No molestéis a Tara -ordenó.

– No lo haremos -dijo Peter, soltando las bicis en el césped-. Mamá, nos vamos al bosque, ¿vale?

El bebé, Sean Paul, estaba tumbado sobre una manta sólo con un pañal e intentaba gatear. Le di un tímido toquecito en el costado con la punta del pie y él rodó de espaldas, se agarró a mi zapatilla y me sonrió.

– Buen chico -le dije.

No quería ir a buscar a Jamie. Me pregunté si a lo mejor podría quedarme, cuidar de Sean Paul para la señora Savage y esperar a que Peter volviera para decirme que Jamie se iba.

– La merienda es a las seis y media -nos avisó la señora Savage, y sacó distraídamente una mano para atusarle el pelo a Peter al pasar-. ¿Llevas tu reloj?

– Sí. -Peter agitó la muñeca para ella-. Venga, Adam, vámonos.

Cuando algo no iba bien solíamos ir casi siempre al mismo sitio: la habitación más alta del castillo. Hacía tiempo que la escalera que subía hasta ella se había venido abajo, y desde el suelo ni siquiera se adivinaba que estuviera ahí; tenías que escalar el muro exterior hasta arriba del todo y luego saltar al suelo de piedra. La hiedra trepaba por las paredes y las ramas caían desde lo alto. Era como un nido de pájaro, balanceándose en el aire.

Jamie se encontraba allí, acurrucada en un rincón con un codo doblado sobre la boca. Estaba llorando con fuerza y con torpeza. Una vez, hacía siglos, se había pillado el pie en una madriguera de conejos mientras corría y se rompió el tobillo; la llevamos a caballo todo el camino de vuelta a casa y no lloró, ni siquiera cuando tropecé y le di en la pierna, sólo gritó: «¡Ay, Adam, eres burro!», y me pellizcó el brazo.

Entré en la habitación.

– ¡Idos! -me increpó Jamie, con la voz amortiguada por el brazo y las lágrimas. Tenía la cara roja y el pelo alborotado, con las horquillas colgando a los lados-. Dejadme en paz.

Peter seguía encaramado al muro.

– ¿Vas a ir al internado? -preguntó.

Jamie cerró los ojos con fuerza y tensó la boca, pero los sollozos de disgusto siguieron brotando. Apenas pude oír lo que decía.

– Ella no me lo dijo, hizo como si todo fuera bien, y durante todo este tiempo… ¡me ha estado mintiendo!

Me dejaba sin aliento lo injusto de todo ello. «Ya veremos -dijo la madre de Jamie-, no te preocupes», la habíamos creído y habíamos dejado de preocuparnos. Ningún adulto nos había traicionado antes, no respecto a algo tan importante como esto, y no era capaz de asumirlo. Habíamos pasado todo ese verano confiando en que el futuro era nuestro.

Peter, ansioso, hizo equilibrios de un lado a otro del muro, a la pata coja.

– Pues volveremos a hacer lo mismo. Nos amotinaremos. Vamos a…

– ¡No! -lloró Jamie-. Ya ha pagado la matrícula y todo, es demasiado tarde. ¡Me voy dentro de dos semanas! Dos semanas…

Cerró las manos en dos puños y las proyectó contra la pared.

No podía soportarlo. Me arrodillé junto a Jamie y le puse el brazo sobre los hombros; ella se zafó, pero cuando volví a ponerlo lo dejó allí.