– Vamos, Jamie -le rogué-. Por favor, no llores. -El remolino de ramas de color verde y oro que nos rodeaba, Peter frustrado y Jamie llorando, y la piel sedosa de su brazo debajo de mi mano; el mundo entero parecía sacudirse, y la piedra del castillo bambolearse debajo de mí como las cubiertas de los barcos en las películas-. Volverás los fines de semana…
– ¡No será lo mismo! -gritó ella.
Echó la cabeza atrás y sollozó sin siquiera procurar disimularlo, con el cuello bronceado y delicado vuelto hacia los fragmentos de cielo. La extrema desdicha en su voz se me clavó en lo más hondo y supe que tenía razón: nunca más volvería a ser lo mismo.
– No, Jamie, no… para…
No podía quedarme sin hacer nada. Sabía que era una estupidez pero por un momento quise decirle que iría yo en su lugar; ocuparía su puesto, ella podía quedarse aquí para siempre… Antes de darme cuenta de que iba a hacerlo, agaché la cabeza y le di un beso en la mejilla. Noté sus lágrimas húmedas en mi boca. Olía como la hierba bajo el sol, verde y caliente, embriagadora.
Se quedó tan estupefacta que dejó de llorar. Volvió la cabeza de golpe y se me quedó mirando, con los ojos azules ribeteados de rojo, muy cerca. Supe que iba a hacer algo. Pegarme, o devolverme el beso…
Peter saltó del muro y se arrodilló delante de nosotros. Cogió mi muñeca con una mano, fuerte, y la de Jamie con la otra.
– Oíd -dijo-. Nos escaparemos.
Lo miramos fijamente.
– Eso es una tontería -señalé al fin-. Nos cogerán.
– No, no lo harán; no enseguida. Podemos escondernos aquí durante unas semanas sin problema. No tiene que ser para siempre ni nada… sólo hasta que sea seguro. Una vez haya empezado el colegio, podemos volver a casa; será demasiado tarde. Y aunque la envíen fuera de todos modos, ¿qué más da? Nos escaparemos otra vez. Iremos a Dublín y sacaremos de allí a Jamie. Entonces la expulsarán y tendrá que regresar a casa. ¿Entendéis?
Le brillaban los ojos. La idea prendió, chispeó y revoloteó en el aire entre nosotros.
– Podríamos vivir aquí -dijo Jamie. Jadeó con un largo e hiposo temblor-. Me refiero al castillo.
– Nos mudaremos cada día. Esto, el claro, ese árbol grande con las ramas que hacen como un nido… No les daremos la oportunidad de alcanzarnos. ¿De verdad crees que alguien podría encontrarnos aquí? ¡Vamos!
Nadie conocía el bosque como nosotros. Nos desplazaríamos por el sotobosque, silenciosos y ágiles como indios valerosos; observaríamos inmóviles desde matorrales y ramas altas mientras los rastreadores avanzaban con sus fuertes pisadas.
– Dormiremos por turnos. -Jamie se iba enderezando-. Para que haya uno de nosotros siempre de guardia.
– Pero ¿y nuestros padres? -pregunté. Pensé en las manos cálidas de mi madre y me la imaginé llorando, angustiada-. Se van a preocupar mucho. Pensarán…
Jamie hizo una mueca.
– Mi madre no. De todas formas no me quiere por aquí.
– La mía sólo piensa en los pequeños -afirmó Peter-, y a mi padre te aseguro que le dará igual. -Jamie y yo nos miramos el uno al otro. Nunca hablábamos de ello, pero ambos sabíamos -que el padre de Peter a veces les pegaba cuando estaba borracho-. Y además, ¿a quién le importa si tus padres se preocupan? No te dijeron que Jamie iría al internado, ¿verdad? ¡Dejaron que pensaras que todo iba bien!
Tenía razón, pensé, aturdido.
– Supongo que podría dejarles una nota -dije-. Sólo para que sepan que estamos bien.
Jamie se disponía a decir algo, pero Peter la interrumpió.
– ¡Sí, perfecto! Les dejamos una nota diciendo que hemos ido a Dublín, o a Cork o a alguna otra parte. Entonces nos buscarán allí, pero estaremos aquí todo el tiempo. -Se puso en pie de un salto, levantándonos con él-. ¿Trato hecho?
– No pienso ir al internado -afirmó Jamie, secándose el rostro con el dorso del brazo-. No iré, Adam, no iré. Haré lo que sea.
– ¿Adam? -Vivir como salvajes, bronceados y descalzos entre los árboles. La pared del castillo era fresca e indefinida al tacto-. Adam, ¿qué podemos hacer si no? ¿Quieres dejar que envíen lejos a Jamie y ya está? ¿No quieres hacer algo?
Me sacudió la muñeca con mano firme y apremiante; sentí mi pulso latir en ella.
– Trato hecho -dije.
– ¡Bien! -chilló Peter, y dio un puñetazo en el aire. El grito retumbó entre los árboles, alto, salvaje y triunfante.
– ¿Cuándo? -quiso saber Jamie. Los ojos le brillaban de alivio y tenía la boca abierta en una sonrisa; estaba de puntillas, lista para despegar en cuanto Peter diera la orden-. ¿Ahora?
– Tranqui, colega -le dijo él-. Tenemos que prepararnos. Iremos a casa y cogeremos todo nuestro dinero. Necesitaremos provisiones, pero tenemos que comprar un poco cada día para que nadie sospeche.
– Salchichas y patatas -propuse-. Encenderemos un fuego y buscaremos unos palos…
– No, nada de fuego, lo verán. No compréis nada que haya que cocinar. Coged cosas en lata, sopas y alubias y así. Decid que es para vuestra madre.
– Será mejor que alguien traiga un abridor…
– Yo; a mi madre le sobra uno, no se dará cuenta.
– Sacos de dormir, las linternas…
– Pues claro, pero eso en el último momento, para que no noten que faltan.
– Podemos lavarnos la ropa en el río…
– … meter toda nuestra basura en el hueco de un árbol, don* de nadie la encuentre…
– ¿Cuánto dinero tenéis vosotros?
– Yo tengo todo el de mi confirmación en la oficina de correos, no puedo sacarlo.
– Pues compraremos cosas baratas: leche, pan…
– ¡Eh, la leche se estropeará!
– No, qué va, podemos guardarla en el río, en una bolsa de plástico.
– ¡Jamie bebe leche podrida! -gritó Peter.
Saltó al muro y se puso a escalar hacia arriba.
Jamie fue tras él.
– No es verdad, tú bebes leche podrida, tú…
Agarró el tobillo de Peter y lucharon en lo alto del muro, riendo alocadamente. Yo me uní a ellos y Peter sacó un brazo y me metió en la refriega. Estuvimos batallando, sin aliento por la risa y los aullidos, mientras guardábamos un peligroso equilibrio casi encima del borde.
– Adam come bichos.
– Vete a la mierda, eso fue de pequeño…
– ¡Callaos! -zanjó Peter de repente. Se nos quitó de encima y se quedó inmóvil, agachado sobre el muro, con las manos extendidas para silenciarnos-. ¿Qué es eso?
Quietos y vigilantes como liebres asustadas, escuchamos. El bosque estaba tranquilo, demasiado tranquilo, expectante; el ajetreo habitual de las tardes, con pájaros e insectos y animalitos que no se veían, había quedado interrumpido como por la batuta de un director de orquesta. Salvo que en algún sitio, por allá adelante…
– Pero ¿qué…? -susurré.
– Chis.
¿Música, una voz, o quizá sólo algún truco del río con sus piedras, o la brisa en el roble hueco? El bosque tenía un millón de voces, que cambiaban con cada estación y cada día; nunca llegabas a conocerlas todas.
– Vamos -dijo Jamie, y los ojos le brillaban-, vamos.
Y se lanzó desde el muro como una ardilla voladora.
Cogió una rama, se colgó, se dejó caer y rodó y corrió; Peter saltó detrás de ella antes de que la rama dejara de balancearse, y yo bajé por el muro y los seguí.
– Esperadme, esperad…
El bosque nunca había estado tan exuberante o tan fiero. Las hojas proyectaban destellos de la luz del sol como si fueran girándulas, los colores eran tan brillantes que podías alimentarte de ellos y el olor a tierra fértil se volvió arrebatador como el de vino de iglesia. Atravesamos corriendo nubes zumbantes de mosquitos y saltamos zanjas y troncos podridos, las ramas se arremolinaban alrededor como agua, las golondrinas hacían cabriolas ante nosotros y en los árboles que había a los lados juro que tres ciervos avanzaban a nuestro paso. Me sentía ligero, afortunado y desbordante, nunca había corrido tan deprisa ni saltado tan alto y sin esfuerzo; un empujón con el pie y podría haberme transportado por los aires.