Mark se sacó un paquete de tabaco de liar de los pantalones militares. Llevaba cinta adhesiva protectora enrollada en ambas manos, en la base de los dedos.
– El clan de los Walsh construyó esta torre del homenaje en el siglo xiv y agregó un castillo durante los doscientos años siguientes -explicó-. Todo este territorio era suyo, desde esas colinas de ahí -señaló el horizonte con la cabeza, hacia unas colinas que se solapaban en lo alto cubiertas de árboles oscuros- hasta el meandro del río que hay más allá de esa granja gris. Eran rebeldes, invasores. En el siglo xvii solían atravesar Dublín a caballo y seguían hasta los cuarteles británicos de Rathmines, donde cogían unas cuantas armas, cortaban la cabeza de cualquier soldado que se cruzara en su camino y se largaban. Para cuando los británicos se organizaban e iban tras ellos, ya estaban a medio camino de vuelta hacia aquí.
Era la persona adecuada para contar esa historia. Me hizo pensar en pezuñas encabritadas, antorchas y risotadas peligrosas, el ritmo creciente de los tambores de guerra. Por encima de su hombro pude ver a Cassie junto a la cinta que delimitaba la escena del crimen, hablando con Cooper y tomando notas.
– Odio tener que interrumpirle -dije-, pero me temo que no tengo tiempo para hacer el tour completo. Sólo necesito una visión general del yacimiento.
Mark lamió el papel de fumar, se lió el cigarrillo y buscó un mechero.
– De acuerdo -respondió, y empezó a señalar-: Asentamiento neolítico, piedra ceremonial de la Edad de Bronce, edificio circular de la Edad de Hierro, viviendas vikingas, torre del homenaje del siglo xiv, castillo del xvi y casa de labor del xviii.
La «piedra ceremonial de la Edad de Bronce» era donde se encontraban Cassie y los técnicos.
– ¿El yacimiento está vigilado por la noche? -pregunté.
Soltó una carcajada.
– Qué va. Cerramos la caseta de los hallazgos, por supuesto, y el despacho, pero los objetos valiosos se envían directamente a la oficina central. Decidimos cerrar la caseta de las herramientas hace un mes o dos, cuando desaparecieron algunas y descubrimos que los granjeros habían estado usando nuestras mangueras para regar sus campos en la estación seca. Eso es todo. ¿Para qué íbamos a vigilarlo? De todos modos dentro de un mes ya no quedará nada, aparte de esto.
Golpeó el muro de la torre con la palma de la mano y algo se escabulló entre la hiedra por encima de nuestras cabezas.
– ¿Y por qué? -quise saber.
Se me quedó mirando, con una dosis impresionante de incrédula indignación.
– Falta un mes -anunció, articulando las palabras con claridad- para que el maldito gobierno arrase todo este yacimiento y construya una maldita autopista encima. Han accedido amablemente a dejar una jodida rotonda para la torre del homenaje y así podrán hacerse una paja por lo mucho que se han esforzado para preservar nuestra herencia.
Ahora recordaba lo de la autopista; lo había visto en algún noticiario: un político anodino escandalizado porque los arqueólogos querían que el contribuyente pagase millones por rediseñar los planos. Seguramente cambié de canal al llegar a ese punto.
– Procuraremos no retrasarles demasiado -dije-. Ese perro de la casa de labor, ¿ladra cuando alguien viene al yacimiento?
Mark se encogió de hombros y volvió a su cigarrillo.
– A nosotros no, porque nos conoce. Le alimentamos con las sobras y demás. A lo mejor ladraría si alguien se acercara demasiado a la casa, sobre todo de noche, pero no creo que lo hiciera si hubiese alguien junto al muro. Queda fuera de su territorio.
– ¿Y los coches? ¿Les ladra?
– ¿Le ha ladrado al suyo? Es un perro pastor, no un perro guardián.
Expulsó un delgado hilillo de humo entre los dientes.
Así que el asesino podía haber llegado al yacimiento desde cualquier dirección: por carretera, desde la urbanización o incluso siguiendo el curso del río si le gustaba complicarse la vida.
– Es todo lo que necesito por ahora -dije-. Gracias por su tiempo. Si quiere esperar con los demás, en unos minutos les pondremos al día.
– No pise nada que parezca arqueología -replicó Mark, y volvió hacia la caseta a grandes zancadas.
Me dirigí a la ladera, en dirección al cadáver.
La piedra ceremonial de la Edad de Bronce era un bloque llano y macizo, de unos dos metros de largo por uno de ancho y otro de alto, cortado de una sola roca. El campo que lo rodeaba había sido brutalmente levantado -y no hacía demasiado tiempo, a juzgar por el modo en que el suelo cedía bajo mis pies-, pero habían dejado intacta una franja de protección en torno a la piedra, de modo que ésta se alzaba como una isla en medio de la tierra batida. Encima de ella se distinguía algo blanco y azul entre las ortigas y la hierba alta.
No era Jamie. Para entonces ya estaba más o menos seguro, pues si hubiera habido alguna posibilidad de que lo fuera Cassie habría corrido a contármelo; pero aun así me quedé sin aliento. Se trataba de una niña de pelo largo y oscuro con una trenza que le cruzaba la cara. Al principio, ese pelo oscuro fue lo único que vi. Ni siquiera se me ocurrió que el cuerpo de Jamie no se habría encontrado en ese estado.
No vi a Cooper, que ya estaba de camino hacia la carretera de nuevo, sacudiendo el pie como un gato a cada paso. Había un técnico sacando fotos y otro empolvando la superficie en busca de huellas; un puñado de agentes locales se movía nerviosamente y charlaba con los del depósito de cadáveres junto a la camilla. La hierba estaba sembrada de marcadores triangulares y numerados. Cassie y Sophie Miller, agachadas junto a la mesa de piedra, miraban algo que había en el borde. Enseguida supe que se trataba de Sophie; ni siquiera el anonimato que conceden los monos de trabajo disimulan esa postura tiesa como un tablero. Sophie es mi técnica forense favorita. Es delgada, morena y recatada y con el gorro blanco de ducha parece estar a punto de agacharse sobre la cama de un soldado herido con balas de cañón, murmurando palabras apaciguadoras y dando a beber sorbos de agua de una cantimplora. En realidad es rápida e impaciente y capaz de poner en su sitio a cualquiera, desde los comisarios jefe hasta los fiscales, con unas cuantas palabras cortantes. Me gusta la incongruencia.
– ¿Por dónde paso? -pregunté al llegar junto a la cinta.
Nunca se entra en la escena de un crimen hasta que los del departamento te indican que puedes hacerlo.
– Hola, Rob -gritó Sophie mientras se erguía y se bajaba la mascarilla-. Espera.
Cassie se me acercó primero.
– Sólo lleva muerta un día más o menos -me explicó discretamente antes de que llegara Sophie.
Tenía el contorno de la boca algo pálido; los niños nos producen ese efecto a la mayoría.
– Gracias, Cass -dije-. Hola, Sophie.
– Qué tal, Rob. Vosotros dos me debéis una copa.
Le habíamos prometido invitarla a un cóctel si conseguía que el laboratorio nos diera preferencia para un análisis rápido, un par de meses antes. Desde entonces habíamos estado diciendo: «Tenemos que quedar para esa copa», sin llegar a hacerlo nunca.
– Ayúdanos con esto y también te pagamos la cena -dije-. ¿Qué tenemos?
– Mujer blanca de entre diez y trece años -explicó Cassie-. Sin identificación. Lleva una llave en el bolsillo; parece de una casa, pero eso es todo. Tiene la cabeza aplastada, pero Cooper ha detectado hemorragia petequial además de posibles marcas de ataduras en el cuello, así que habrá que esperar al dictamen sobre la causa de la muerte. Está completamente vestida, aunque parece probable que la violaran. Esto es muy raro, Rob. Cooper dice que ha permanecido en algún lugar unas treinta y seis horas, muerta, pero apenas presenta actividad parasitaria y, si estuvo aquí todo el día de ayer, no entiendo que los arqueólogos no la vieran.