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¿Cuánto tiempo corrimos? Todos los puntos de referencia familiares y queridos debieron de moverse y darse la vuelta para desearnos buena marcha, porque por el camino los pasamos todos y cada uno: saltamos la mesa de piedra y cruzamos el claro de una sola zancada, entre el azote de las zarzas y los hocicos de los conejos que se asomaban a vernos pasar, dejamos el neumático balanceándose a nuestra espalda y viramos con una mano en el roble hueco. Y ahí enfrente, tan dulce y desesperado que dolía, atrayéndonos…

Poco a poco adquirí conciencia de que estaba empapado de sudor dentro del saco de dormir; de que mi espalda, presionada contra el tronco del árbol, estaba tan rígida que me hacía temblar, y de que cabeceaba con movimientos convulsivos y tirantes como los de un muñeco. El bosque estaba negro y vacío, como si me hubieran cegado. A lo lejos se oyó un repiqueteo apresurado, como gotas de lluvia sobre las hojas, como una rociada diminuta. Luché por ignorarlo, por continuar por donde me llevara ese hilo dorado y frágil de la memoria, porque si lo soltaba en esa oscuridad nunca encontraría el camino de regreso a casa.

Risas que ondeaban sobre el hombro de Jamie como burbujas brillantes de jabón, abejas arremolinándose en un rayo de sol y los brazos de Peter que se extendieron como alas al saltar alborozado una rama caída. Los cordones de mis zapatos desatándose y señales de alarma elevándose con violencia en algún lugar dentro de mí a medida que la urbanización se disipaba a nuestra espalda, estáis seguros, estáis seguros, «Peter, Jamie, parad, esperad…».

El repiqueteo se iba apoderando de todo el bosque, aumentaba y decaía, se acercaba por todos los flancos. Estaba en las ramas altas que tenía encima, en el sotobosque detrás de mí, pequeño y cambiante e insistente. Los pelos de la nuca se me erizaron. «Lluvia -me dije con lo que quedaba de mi mente-, nada más que lluvia», aunque no notaba ni una gota. En el otro extremo del bosque algo lanzó un chillido pavoroso.

«Vamos, Adam, corre, date prisa…»

La oscuridad frente a mí se volvía más densa. Se oyó un sonido como de viento en las hojas, un viento intenso que se precipitaba bosque a través para abrir un sendero. Me acordé de la linterna, pero mis dedos estaban congelados en torno a ella, Sentí el hilo de oro retorcerse y tirar de mí. Al otro lado del claro algo respiró; algo grande.

Bajamos al río. Derrapamos antes de parar; ramas de sauce meciéndose y el agua lanzando esquirlas de luz, como un millón de espejos minúsculos que nos cegaban y nos daban vértigo. Unos ojos, dorados y orlados como los de un búho.

Corrí. Salí como pude del estrecho saco de dormir y me lancé al bosque, alejándome del claro. Las zarzas me arañaban las piernas y el pelo y un batir de alas detonó en mi oído; me di con el hombro contra el tronco de un árbol y me quedé sin respiración. Zanjas y agujeros invisibles se abrían bajo mis pies y yo, con las piernas metidas hasta la rodilla en el sotobosque, no podía correr lo bastante deprisa, aquello era como todas las pesadillas de la infancia hechas realidad. La hierba trepadora me envolvía la cara y creí gritar. Tuve la certeza de que nunca saldría del bosque; encontrarían mi saco -por un instante vi, con la nitidez de lo real, a Cassie con su jersey rojo, de rodillas en el claro entre las hojas caídas y extendiendo una mano enguantada para tocar la tela- y nada más, nunca.

Entonces vi una uña de luna nueva entre nubes galopantes y comprendí que estaba fuera, en la excavación. El terreno era traicionero, resbalaba y cedía bajo mis pies, tropecé, agité los brazos y me raspé la espinilla con un trozo de algún viejo muro; mantuve el equilibrio en el último momento y seguí corriendo. Un áspero jadeo se oía bien alto, pero no sabía si procedía de mí. Como cualquier detective, había dado por supuesto que yo era el cazador. Ni una sola vez se me había ocurrido que yo podía ser la presa desde el principio.

El Land Rover surgió radiantemente blanco a través de la oscuridad, como una dulce y brillante iglesia ofreciéndome refugio. Me llevó dos o tres intentos abrir la puerta; se me cayeron las llaves y tuve que tantear frenéticamente entre las hojas y la hierba seca, mirando como un loco detrás de mí y convencido de que no iba a encontrarlas, hasta que me acordé de que aún llevaba la linterna en la mano. Finalmente me subí, golpeándome el codo con el volante, cerré todas las puertas y me quedé ahí sentado, jadeando en busca de aire y empapado en sudor. Estaba demasiado tembloroso para conducir; incluso dudo que hubiera podido salir sin chocar con algo. Encontré mis cigarrillos y logré encender uno. Deseé como nunca tener una bebida fuerte, o un gran porro. Tenía unas manchas de barro enormes en las rodillas de los vaqueros, aunque no recordaba haberme caído.

Cuando mis manos estuvieron lo bastante firmes para pulsar botones, llamé a Cassie. Debía de ser medianoche pasada, quizá más tarde, pero contestó al segundo tono y parecía muy despierta.

– Hola, ¿qué pasa?

Por un espantoso instante pensé que no me saldría la voz.

– ¿Dónde estás?

– Hace unos veinte minutos que he llegado a casa. He ido al cine con Emma y Susanna y luego hemos cenado en el Trocadero, Dios, nos han servido el mejor vino tinto que he probado nunca. Había tres tíos que han intentado ligar con nosotras, Emma decía que eran actores y que había visto a uno en la tele, en esa cosa de hospitales…

Estaba achispada, aunque no borracha.

– Cassie -dije-, estoy en Knocknaree. En la excavación.

Hubo una pausa mínima, fraccionaria. Luego, dijo con calma y con una voz diferente:

– ¿Quieres que vaya a buscarte?

– Sí, por favor.

Hasta que ella lo dijo, no me di cuenta de que ésa era la razón por la que la había llamado.

– Vale. Ahora voy.

Colgó.

Tardó siglos en llegar, el tiempo suficiente para que me dejara llevar por el pánico y empezara a imaginarme situaciones de pesadilla: un camión la había aplastado en la autovía, o se le había pinchado una rueda y la habían raptado unos traficantes de seres humanos. Logré sacar la pistola y sostenerla en mi regazo; aún me quedaba bastante juicio como para no amartillarla. Encadené los cigarrillos y el coche se inundó de una neblina que me hacía llorar los ojos. Afuera había cosas que susurraban y saltaban entre la maleza y ramitas que se partían; una y otra vez me di la vuelta con el corazón a mil y la mano tensa alrededor de la pistola, creyendo haber visto un rostro en la ventanilla, riéndose con ferocidad, pero nunca había nada. Probé encendiendo la luz del techo, pero entonces quedaba demasiado al descubierto, como un hombre primitivo atrayendo a los predadores a su círculo de fuego, y la volví a apagar casi al mismo tiempo.

Al fin oí el zumbido de la Vespa y vi el haz de su faro acercarse por la colina. Devolví la pistola a su funda y abrí la puerta; no quería que Cassie me viera peleándome con ella. Después de la oscuridad, sus faros resultaban deslumbrantes y surrealistas. Paró en la carretera, sosteniendo la moto con el pie, y me llamó:

– ¡Hey!

– Hola -dije, y salí como pude del coche. Tenía las piernas acalambradas y rígidas; debí de presionar los pies contra el suelo del coche todo el rato-. Gracias.

– No hay de qué. Igualmente estaba despierta. -Estaba colorada y con los ojos brillantes por el viento de la conducción, y cuando me acerqué lo bastante pude percibir el aura de frío que desprendía. Se quitó la mochila de la espalda y sacó el casco que le sobraba-. Toma.

Dentro del casco no oía nada, sólo el zumbido constante de la moto y la sangre palpitando en mis oídos. El aire fluía a mi alrededor, oscuro y fresco como agua; los faros de los coches y las luces de neón dejaban estelas brillantes y perezosas. La caja torácica de Cassie era ligera y sólida entre mis manos y se movía cuando ella cambiaba de marcha o se inclinaba en una curva. Parecía que la moto flotara por encima de la carretera, y deseé que estuviéramos en una de esas autopistas interminables de Norteamérica donde puedes conducir y conducir toda la noche.