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Al llamarla la había pillado leyendo en la cama. El futón estaba desplegado y dispuesto con el edredón de retales y almohadas blancas; Cumbres borrascosas y su camiseta extragrande estaban tirados a los pies. Había pilas semiordenadas de material de trabajo -una foto de la marca de ligadura en el cuello de Katy se abalanzó sobre mí, persistiendo en el aire como un reflejo- repartidas por la mesa de centro y el sofá, mezcladas con la ropa de calle de Cassie: unos vaqueros finos y oscuros y un top de seda roja con adornos dorados. La rechoncha lamparita de noche daba al cuarto una luz acogedora.

– ¿Qué es lo último que has comido? -preguntó Cassie.

Me había olvidado los sándwiches, que seguramente seguirían en algún lugar del claro, así como mi saco de dormir y mi termo; tendría que ir a buscarlos por la mañana cuando recogiera mi coche. Me recorrió un escalofrío ante la idea de volver allí, incluso a la luz del día.

– No estoy seguro -respondí.

Cassie rebuscó en el armario y me pasó una botella de brandy y un vaso.

– Tómate un trago de esto mientras preparo algo de comer. ¿Huevos con tostadas?

A ninguno nos gusta el brandy -la botella estaba polvorienta y sin abrir; quizá fuera de alguna rifa de Navidad o algo parecido-, pero una pequeña y objetiva parte de mi mente estaba bastante segura de que Cassie tenía razón. Yo estaba sufriendo algún tipo de conmoción.

– Sí, estupendo -dije.

Me senté en el borde del futón, pues la idea de apartar todo aquello del sofá me pareció de una complejidad casi inconcebible, y me quedé mirando un rato la botella hasta que caí en la cuenta de que había que abrirla.

Me bebí un trago demasiado largo, tosí (Cassie alzó la vista y no dijo nada) y sentí cómo entraba, dejando un rastro de ardor a través de mis venas. La lengua me palpitaba; por lo visto me la había mordido en algún momento dado. Me serví otro trago y me lo tomé a sorbos, con más cuidado. Cassie se movía con destreza por la cocina, sacando hierbas de un armario con una mano y huevos del frigorífico con la otra y cerrando un cajón con un golpe de cadera. Había dejado música puesta: los Cowboy Junkies a volumen bajo, vagos y lentos y pegadizos; normalmente me gustan, pero esa noche no podía dejar de oír cosas ocultas detrás de la línea del bajo, susurros apresurados, llamadas, un sonido de tambor que no debía estar ahí.

– ¿Puedes apagar eso, por favor? -le pedí, cuando me sentí incapaz de soportarlo más.

Apartó la vista de la sartén para mirarme, con una cuchara de madera en la mano.

– Sí, claro -respondió al cabo de un momento. Apagó el estéreo, hizo saltar la tostada y apiló los huevos encima-. Toma.

El olor me hizo caer en la cuenta del hambre que tenía. Engullí la comida a enormes bocados sin apenas pararme a respirar; era pan con semillas y los huevos olían a hierbas y especias, y nunca nada me había sabido tan absolutamente delicioso. Cassie se sentó sobre el futón con las piernas cruzadas, observándome por encima de un trozo de tostada.

– ¿Más? -preguntó cuando terminé.

– No -dije. Había comido demasiado deprisa, sentía unos retortijones brutales en el estómago-. Gracias.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, en voz queda-. ¿Has recordado algo?

Me puse a llorar. Lloro con tan poca frecuencia -sólo una o dos veces desde que tenía trece años, creo, y ambas estaba tan borracho que no cuentan realmente- que tardé un instante en entender qué estaba pasando. Me pasé la mano por la cara y me quedé mirando los dedos mojados.

– No -respondí-. Nada que sirva de algo. Recuerdo toda esa tarde, recuerdo que fuimos al bosque y de lo que hablamos, y que oímos algo, no sé qué, y fuimos a averiguar qué era… Y entonces me ha entrado el pánico. Me ha entrado el puto pánico.

Se me quebró la voz.

– Eh -dijo Cassie. Se acercó enseguida desde el futón y me puso una mano en el hombro-. Ha sido un gran paso, cariño. La próxima vez recordarás el resto.

– No -contesté-. No lo haré.

No sabía explicarlo, y aún no sé muy bien por qué estaba tan convencido. Aquello había sido mi mejor baza, mi única bala, y la había malgastado. Oculté la cara con las manos y sollocé como un niño.

No me rodeó con sus brazos ni trató de consolarme, y se lo agradecí. Se limitó a quedarse ahí en silencio, moviendo regularmente el pulgar sobre mi hombro mientras lloraba. No por esos tres niños, no puedo decir que sea así, sino por la distancia insalvable que mediaba entre ellos y yo; por los millones de kilómetros, y los planetas que se separaban a velocidad de vértigo. Por lo mucho que habíamos tenido que perder. Éramos tan poca cosa, estábamos tan imprudentemente seguros de que juntos podíamos desafiar todas las amenazas oscuras y complejas del universo adulto, que nos lanzamos hacia ellas de cabeza, riéndonos y alejándonos cada vez más.

– Lo siento -dije al fin.

Me enderecé y me sequé la cara con el dorso de la muñeca.

– ¿Qué?

– Haber hecho el idiota. No era mi intención.

Cassie se encogió de hombros.

– Estamos empatados. Ahora ya sabes cómo me siento cuando tengo esos sueños y tú me tienes que despertar.

– ¿Sí?

No se me había ocurrido.

– Sí. -Se colocó boca abajo en el futón, sacó un paquete de pañuelos del cajón de la mesita y me lo dio-. Suénate.

Conseguí esbozar una débil sonrisa y me soné la nariz.

– Gracias, Cass.

– ¿Cómo estás?

Me estremecí al respirar hondo y bostecé, súbita e irreprimiblemente.

– Mejor.

– ¿Crees que podrás dormir?

La tensión se iba liberando desde mis hombros y estaba exhausto, como jamás lo había estado en mi vida, aunque aún había pequeñas y veloces sombras que pasaban como flechas por mis párpados, y cada suspiro y crujido de la casa al asentarse me provocaba un sobresalto. Sabía que si Cassie apagaba la luz y me quedaba solo en el sofá, el aire se llenaría de cosas indescriptibles que me oprimirían chistando y parloteando.

– Supongo -contesté-. ¿Pasa algo si duermo aquí?

– Claro que no. Pero si roncas, vuelves al sofá.

Se sentó, pestañeando, y empezó a quitarse las horquillas,

– No roncaré -dije.

Me agaché para quitarme los zapatos y los calcetines, pero tanto el protocolo como el acto físico de desnudarme me parecieron demasiado difíciles para afrontarlos. Me metí debajo del edredón con la ropa puesta.

Cassie se quitó el jersey y se deslizó a mi lado, y sus rizos se alzaron en una profusión de remolinos. Sin pensarlo siquiera la rodeé con mis bazos, y ella arqueó la espalda contra mí.

– Buenas noches, cariño -le dije-. Gracias otra vez.

Me dio una palmada en el brazo y apagó la lámpara de la mesita.

– Buenas noches, bobo. Que duermas bien. Despiértame si tienes ganas.

Su pelo en mi rostro despedía un aroma dulce y verdoso, como hojas de té. Colocó la cabeza en la almohada y suspiró. La sentía cálida y compacta y pensé vagamente en marfil pulido y castañas lustrosas, en esa satisfacción pura y penetrante cuando algo encaja perfectamente en tu mano. No recordaba la última vez que había cogido a alguien así.

– ¿Estás despierta? -murmuré, al cabo de un buen rato.

– Sí -respondió Cassie.

Nos quedamos muy quietos. Sentí la atmósfera cambiar a nuestro alrededor, floreciendo y titilando como aire sobre una carretera abrasada. Mi corazón latía deprisa, o el suyo golpeaba contra mi pecho, no estoy seguro. Giré a Cassie en mis brazos y la besé, y al cabo de un momento ella me devolvió el beso.

Ya sé que he dicho que siempre elijo lo decepcionante por encima de lo irrevocable, y sí, quería decir que siempre he sido un cobarde, por supuesto, pero mentía. No siempre, hubo esa noche, hubo esa única vez.