Capítulo 17
Por una vez me desperté yo primero. Era muy temprano, las calles aún estaban silenciosas y el cielo, turquesa con manchas del dorado más pálido -Cassie, como está muy por encima de los tejados y no tiene a nadie que la vea, casi nunca corre las cortinas-, era perfecto como un fotograma. Sólo había podido dormir una hora o dos. En algún lugar, un grupo de pájaros estalló en unos chillidos salvajes y quejumbrosos.
Bajo la luz débil y sobria el piso parecía abandonado y desolado: los platos y vasos de la noche anterior esparcidos sobre la mesita de centro, una corriente de aire mínima y fantasmagórica levantando las páginas de notas, mi jersey arrugado como una mancha oscura en el suelo y largas sombras deformadas inclinándose por todas partes. Sentí una punzada bajo el esternón, tan intensa y física que la atribuí a la sed. Había un vaso de agua en la mesita de noche, lo cogí y me lo bebí, pero aquel dolor hueco no disminuía.
Pensé que aquel movimiento podía despertar a Cassie, pero no se movió. Estaba profundamente dormida en el hueco de mi brazo, con los labios un poco abiertos y una mano mansamente curvada sobre la almohada. Le aparté el pelo de la frente y la desperté con un beso.
No nos levantamos hasta las tres. El cielo se había vuelto gris y denso, y un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando abandoné el calor del edredón.
– Me muero de hambre -dijo Cassie, abrochándose los vaqueros. Ese día estaba muy guapa, despeinada y con los labios realzados y los ojos serenos y misteriosos como los de un niño que sueña despierto, y no sé por qué ese esplendor (que desentonaba con la tarde sombría) me incomodó-. ¿Algo frito?
– No, gracias -contesté. Es nuestra rutina habitual de fin de semana cuando me quedo a dormir: un gran desayuno irlandés y un largo paseo por la playa, pero no podía enfrentarme ni a la insoportable idea de hablar de cualquier cosa que hubiera ocurrido la noche anterior ni a esa complicidad torpe a la hora de evitarlo. De pronto, el piso me resultó enano y claustrofóbico. Tenía cardenales y rasguños en sitios raros, como el estómago y el codo, y una herida muy fea en un muslo-. Tendría que ir a buscar mi coche.
Cassie se puso una camiseta por la cabeza.
– ¿Quieres que te lleve? -preguntó con tranquilidad, a través de la tela, pero yo había percibido el parpadeo rápido y asustado de sus ojos.
– Creo que cogeré el autobús -respondí. Encontré mis zapatos debajo del sofá-. No me vendrá mal un paseo, te llamo luego, ¿de acuerdo?
– Está bien -dijo ella jovialmente, pero supe que había sucedido algo entre nosotros, algo ajeno y remoto y peligroso.
Nos estrechamos con fuerza el uno al otro un momento, en la puerta de su piso.
Hice un intento poco entusiasta de esperar el autobús, pero al cabo de diez o quince minutos me dije que era demasiado trabajo… transbordo, los horarios de los domingos, podía pasarme todo el día. En realidad no me apetecía ir a ningún sitio que estuviera cerca de Knocknaree hasta que supiera que iba a estar lleno de arqueólogos energéticos y ruidosos; en cierto modo, me repelía imaginármelo hoy, desierto y silencioso bajo ese cielo gris de nubes bajas. Me hice con un vaso de café nauseabundo en una gasolinera y fui a casa andando. Monkstown está a siete u ocho kilómetros de Sandymount, pero no tenía ninguna prisa; Heather estaría en casa, con esa cosa verde y radiactiva en la cara y Sexo en Nueva York a todo trapo, esperando para contarme sus conquistas en la fiesta de solteros y haciéndome preguntas interesándose en dónde había estado, cómo me había manchado los vaqueros de barro y qué había hecho con el coche. Me sentía como si alguien hubiera lanzado una incesante serie de granadas al interior de mi cabeza.
Desde luego, sabía que acababa de cometer al menos uno de los mayores errores de mi vida. Me había acostado con la persona equivocada otras veces, pero nunca había hecho nada de un grado tan monumental de estupidez. La reacción estándar después de que ocurra algo así es empezar una «relación» oficial o bien cortar toda comunicación -había intentado ambas cosas en el pasado, con niveles de éxito diversos-, pero difícilmente podía dejar de hablarle a mi compañera, y en cuanto a empezar una relación romántica… Además de que iba contra las normas, ni siquiera me las arreglaba para comer o dormir o comprar lejía, atacaba a los sospechosos y me quedaba en blanco en el estrado y tenían que rescatarme de yacimientos arqueológicos en mitad de la noche; la mera idea de intentar ser el novio de alguien, con todas las responsabilidades y complicaciones que eso conlleva, me daba ganas de hacerme un ovillo y gimotear.
Estaba tan cansado que era como si mis pies, al dar en el pavimento, fueran de otra persona. El viento me escupía una lluvia fina en la cara y pensé, con una sensación angustiosa y creciente de desastre, en todas las cosas que ya no podría hacer: pasarme toda la noche emborrachándome con Cassie, hablarle de chicas a las que conociera, dormir en su sofá… Ya no había forma de volver a verla nunca más como Cassie y punto, una colega más aunque mucho más agradable a la vista; ya no, ahora que la había visto como la había visto. Todos los lugares soleados y familiares de nuestro paisaje compartido se habían convertido en oscuros campos de minas, preñados de matices e implicaciones peligrosas. La recordé hacía sólo unos días, buscando mi mechero en el bolsillo de mi abrigo cuando estábamos sentados en los jardines del Castillo; ni siquiera había interrumpido su frase para hacerlo y a mí me había encantado ese gesto, me encantó su naturalidad segura y refleja, darlo por descontado.
Sé que sonará increíble, ya que todo el mundo se lo esperaba, desde mis padres hasta el cretino de Quigley, pero yo no lo había visto venir. Qué engreídos, Dios mío: fuimos tan supremamente arrogantes que nos creímos exentos de la regla más antigua conocida por el hombre. Juro que me acosté con la inocencia de un niño. Cassie inclinó la cabeza para quitarse las horquillas y puso caras raras cuando se le engancharon; yo metí mis calcetines dentro de los zapatos, como hago siempre, para que ella no tropezara con ellos por la mañana. Habrá quien piense que nuestra ingenuidad era deliberada, pero si hay que creer una sola de las cosas que digo, que sea ésta: ninguno de los dos lo sabía.
Cuando llegué a Monkstown seguía sin ánimos de ir a casa. Continué andando hasta Dun Laoghaire y me senté en un muro al final del embarcadero, y observé a parejas vestidas de tweed encontrándose con gritos simiescos de placer para su paseo de domingo por la tarde, hasta que oscureció y el viento empezó a penetrarme en el abrigo y un agente de patrulla me miró con aire de sospecha. Se me ocurrió llamar a Charlie, no sé por qué, pero no tenía su número en el móvil y, en todo caso, no tenía muy claro qué quería decirle.
Esa noche dormí como si me hubieran dado una paliza. Cuando entré a trabajar a la mañana siguiente aún estaba aturdido y con cara de sueño, y la sala de investigaciones parecía extraña, distinta en pequeños y solapados aspectos que no sabía concretar, como si me hubiera colado por alguna grieta en una realidad alternativa y hostil. Cassie había dejado el archivo del viejo caso diseminado por todo su rincón de la mesa. Me senté e intenté trabajar, pero no podía concentrarme; cuando llegaba al final de cada frase, ya me había olvidado del principio y tenía que volver a empezar.
Cassie llegó con las mejillas encendidas por el viento y con los rizos encrespados como crisantemos debajo de una boina escocesa.
– Hola -me saludó-. ¿Cómo estás?
Me alborotó el pelo al pasar por detrás de mí y no pude evitar retroceder. Sentí que ella paralizaba la mano un instante antes de seguir adelante.
– Bien -dije.
Colgó la mochila del respaldo de su silla. Vi con el rabillo del ojo que me estaba mirando; mantuve la cabeza gacha.