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– Los historiales médicos de Rosalind y Jessica están entrando por el fax de Bernadette. Dice que pasemos a buscarlos dentro de unos minutos, y que la próxima vez demos el fax de la sala de investigaciones. Y te toca a ti cocinar, pero sólo tengo pollo, o sea que si Sam y tú queréis otra cosa…

Su voz sonaba despreocupada, pero ocultaba una pregunta vaga y tentativa.

– La verdad es que no puedo cenar esta noche -aseguré-. Tengo que ir a un sitio.

– Ah, bueno. -Cassie se quitó la gorra y se pasó los dedos por el pelo-. ¿Una pinta, entonces, según cuándo acabemos?

– Esta noche no puedo. Lo siento.

– Rob -dijo, al cabo de un rato, pero yo no alcé la vista.

Por un segundo pensé que iba a continuar de todos modos, pero entonces se abrió la puerta y entró Sam, fresco y optimista después de su fin de semana saludable y rural, con un par de cintas en una mano y un fajo de papeles de fax en la otra. Nunca me había alegrado tanto de verle.

– Buenos días, chicos. Esto es para vosotros, con los saludos de Bernadette. ¿Qué tal el fin de semana?

– Bien -respondimos al unísono, y Cassie se dio la vuelta para colgar su chaqueta.

Cogí las hojas de Sam e intenté echarles un vistazo. Mi concentración era lamentable, la letra del médico de los Devlin era tan pésima que sólo podía ser una afectación y Cassie -la desacostumbrada paciencia con que esperaba a que yo acabase cada página, el instante de proximidad impuesta cuando se inclinaba a cogerla- me provocaba ansiedad. Necesitaba una fuerza de voluntad gigantesca para esclarecer incluso algunos hechos prominentes.

Por lo visto, Margaret se alarmaba con facilidad cuando Rosalind era un bebé -había múltiples visitas al médico por cualquier resfriado o tos-, pero en realidad ésta parecía ser la más sana de todos, sin enfermedades ni daños de importancia. Jessica estuvo tres días en una incubadora cuando Katy y ella nacieron; a los siete años se rompió el brazo al caerse de un columpio en el colegio, y su peso era más bajo de lo normal desde que tenía unos nueve. Ambas habían pasado la varicela. Ambas habían recibido todas las vacunas. A Rosalind le extrajeron una uña encarnada del pie el año anterior.

– Aquí no hay ningún indicio de abusos o de Münchausen por poderes -señaló Cassie al fin.

Sam había encontrado la grabadora; de fondo, Andrews le echaba un largo e indignado sermón a un agente inmobiliario. De no haber estado él, creo que la habría ignorado.

– Y tampoco hay nada que lo descarte -respondí, notando el nerviosismo en mi voz.

– ¿Cómo se pueden descartar los abusos de una forma definitiva? Como mucho, podemos decir que no hay pruebas de ello, y no las hay. Y creo que esto descarta lo del Münchausen. Ya dije que de todos modos Margaret no encaja en el perfil, y con esto… Lo esencial del Münchausen es que desemboca en un tratamiento médico. No es el caso de estas dos.

– O sea que esto no ha servido de nada -concluí. Aparté los historiales con demasiada fuerza y la mitad de las hojas cayeron revoloteando al suelo-. Sorpresa, sorpresa: este caso está jodido. Lo ha estado desde el principio. Lo mejor sería que lo arrojáramos al sótano ahora mismo y pasáramos a algo que tenga una mínima posibilidad, porque esto es una pérdida de tiempo para todo el mundo.

Las llamadas de Andrews tocaron a su fin y la grabadora siseó, débil pero persistentemente, hasta que Sam la paró. Cassie se agachó a un lado y empezó a recoger las hojas desparramadas. Nadie dijo nada en un buen rato.

Me pregunto qué pensaba Sam. Nunca decía una palabra, pero debió de adivinar que algo iba mal, no pudo pasarle por alto. De repente, las largas, alegres y juveniles veladas à trois cesaron, y el ambiente en la sala de investigaciones resultaba digno de Sartre. Es posible que Cassie le contara toda la historia en algún momento dado, que llorase en su hombro, aunque lo dudo; siempre tuvo demasiado orgullo. Pienso que tal vez siguió invitándole a cenar y le contó que yo tenía problemas con los asesinatos de niños -lo que era cierto, al fin y al cabo- y prefería dedicar las noches a relajarme; se lo explicaría de una forma tan natural y convincente que, aunque Sam no la creyera, sabría que no debía hacer preguntas.

Me imagino que los demás también lo advirtieron. Los detectives suelen ser bastante observadores, y el hecho de que los Gemelos Maravilla no se hablaran debió de ser noticia de portada. Seguro que en veinticuatro horas toda la brigada estuvo al corriente y que surgió un despliegue de morbosas explicaciones, entre las cuales, sin duda, estaría la verdad.

O tal vez no. A pesar de todo, permanecía un remanente de la vieja alianza, ese instinto animal y compartido de mantener su agonía en privado. En cierto modo eso es lo más desgarrador de todo. Siempre, hasta el final, nuestra vieja conexión estuvo ahí cuando la necesitábamos. Podíamos tirarnos horas atroces sin decirnos ni una palabra a menos que fuese inevitable, y en tal caso hacerlo sin entonación y con la mirada esquiva; pero en el instante en que O'Kelly amenazaba con llevarse a Sweeney y a O'Gorman reaccionábamos de golpe, y yo recitaba metódicamente una larga lista de motivos razonando la necesidad de contar con refuerzos, mientras Cassie me aseguraba que el comisario principal sabía lo que se hacía, y se encogía de hombros y confiaba en que los medios no lo descubrieran. Eso consumía toda mi energía. Cuando la puerta se cerraba y nos quedábamos solos de nuevo (o solos con Sam, que no contaba), esa chispa ejercitada se evaporaba y yo me giraba, inexpresivo, y le daba la espalda a su rostro blanco e incomprensivo, con la actitud mojigata y distante de un gato ofendido.

Realmente sentía, aunque no tengo muy claro el proceso por el que mi mente llegó a esta conclusión, que se había portado mal conmigo, de algún modo sutil pero imperdonable. Si me hubiera hecho daño la habría perdonado sin pensármelo dos veces, pero no podía perdonarle que la herida fuese ella.

Los resultados de las manchas de sangre de mis zapatillas y la gota del altar de piedra tenían que estar al llegar. A través de la bruma submarina por la que navegaba, ésa era una de las pocas cosas que permanecían claras en mi mente. Prácticamente todas las otras pistas se habían estrellado y consumido; aquello era lo único que me quedaba, y me aferraba a ello con lúgubre desesperación. Estaba seguro, con una certeza más allá de toda lógica, de que sólo necesitábamos una comparación de ADN; de que, si la conseguíamos, todo lo demás se colocaría en su sitio con la suave precisión de los copos de nieve en su caída, y el caso -ambos casos- se desplegaría ante mí, deslumbrante y perfecto.

Era vagamente consciente de que si eso ocurría necesitaríamos el ADN de Adam Ryan para contrastarlo, y de que era muy probable que el detective Ryan se desvaneciera para siempre en una bocanada de humo con aroma a escándalo. Sin embargo, por entonces no lo consideraba tan mala idea. Al contrario, había momentos en que lo contemplaba con una especie de alivio sordo. Parecía -puesto que sabía que no tenía las agallas ni la energía para sacarme a mí mismo de aquel lío espantoso- mi única salida, o al menos la más sencilla.

Sophie, admiradora de la pluriactividad, me llamó desde su coche:

– Han llamado los del ADN -comenzó-. Malas noticias.

– Hola -dije, enderezándome y haciendo girar la silla para quedar de espaldas a los demás-. ¿Qué pasa?

Procuré que mi voz sonara despreocupada, pero O'Gorman paró de silbar y oí cómo Cassie dejaba una hoja.

– Esas muestras de sangre no sirven, ni la de las zapatillas ni la que encontró Helen. -Tocó la bocina-. Madre mía. ¡Elige un carril, idiota, el que sea! El laboratorio lo ha intentado todo, pero están demasiado deterioradas para sacar el ADN. Lo siento, pero ya os lo advertí.

– Sí -dije, al cabo de un momento-. Es este tipo de caso. Gracias, Sophie.

Colgué y me quedé mirando el teléfono. Cassie, al otro lado de la mesa, preguntó, tanteando: