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– ¿Qué ha dicho?

No contesté.

Aquella noche, de camino a casa desde la parada, llamé a Rosalind. Iba en contra de mis instintos más elementales hacerle eso, estaba decidido a dejarla tranquila hasta que estuviera lista para hablar, permitir que eligiera el momento en lugar de ponerla entre la espada y la pared; pero ella era todo lo que me quedaba.

Vino el miércoles por la mañana y bajé a buscarla a recepción, igual que la primera vez, hacía tantas semanas. Una parte de mí temió que cambiara de idea en el último instante y no apareciera, y el corazón me dio un brinco cuando la vi, sentada en una gran silla con la mejilla apoyada pensativamente en una mano y arrastrando una bufanda de color rosado. Era de agradecer ver a alguien joven y hermoso; hasta ese instante no me había dado cuenta de lo agotados, grises y hastiados que empezábamos a parecer todos. Aquella bufanda me pareció la primera nota de color que veía en muchos días.

– Rosalind -dije, y vi que el rostro se le iluminaba.

– ¡Detective Ryan!

– Acabo de recordar que deberías estar en clase, ¿no?

Me miró de soslayo con expresión de complicidad.

– Al profesor le caigo bien. No me meteré en un lío.

Sabía que era mi deber aleccionarla sobre las maldades del absentismo, pero no pude evitar reírme.

La puerta se abrió y llegó Cassie de afuera, guardándose el tabaco en el bolsillo de los vaqueros. Su mirada se cruzó con la mía y echó un vistazo a Rosalind; luego pasó rozándonos y subió la escalera.

Rosalind se mordió el labio y me miró, inquieta.

– A su compañera le molesta que yo esté aquí, ¿verdad?

– La verdad es que no es problema suyo -respondí-. Lo lamento.

– Oh, no pasa nada. -Consiguió sonreír un poco-. Nunca le he caído muy bien, ¿no?

– A la detective Maddox no le desagradas.

– No se preocupe, detective Ryan, en serio. Estoy acostumbrada. Hay muchas chicas a las que no les caigo bien. Mi madre dice… -agachó la cabeza, incómoda-, mi madre dice que es porque tienen celos, pero no veo por qué iban a tenerlos.

– Yo sí -contesté, y le devolví la sonrisa-. Pero no creo que sea el caso de la detective Maddox. Eso no ha tenido nada que ver contigo, ¿de acuerdo?

– ¿Se han peleado? -me preguntó con timidez, al cabo de un momento.

– Más o menos -dije-. Es una larga historia.

Le abrí la puerta y fuimos a los jardines pasando por los adoquines. Rosalind tenía el ceño fruncido en actitud reflexiva.

– Ojalá no le cayera tan mal. La verdad es que la admiro, ¿sabe? No debe de ser fácil ser una mujer detective.

– No es fácil ser detective y punto -respondí. No quería hablar de Cassie-. Nos las arreglamos.

– Sí, pero para las mujeres es distinto -observó con cierto reproche.

– ¿Por qué?

Era tan joven y se lo tomaba todo tan en serio, que supe que se ofendería si me reía.

– Pues, por ejemplo, la detective Maddox tendrá al menos treinta años, ¿verdad? Debe de querer casarse pronto y tener hijos y esas cosas. Las mujeres no pueden permitirse esperar como los hombres, ¿sabe? Y siendo detective debe de ser difícil mantener una relación seria, ¿no es así? Tiene que sentirse muy presionada.

Sentí en el estómago una feroz punzada de desazón.

– No creo que la detective Maddox tenga mucho instinto maternal -señalé.

Rosalind pareció contrariada; sus dientes pequeños y blancos asomaron detrás del labio superior.

– Quizá tenga razón -dijo con cautela-. Pero ¿sabe una cosa, detective Ryan? A veces, cuando estás cerca de alguien se te escapan cosas. Otras personas pueden verlas, pero tú no.

La desazón se intensificó. Una parte de mí deseó presionarla, averiguar qué era exactamente lo que había visto en Cassie que a mí se me escapaba; pero la última semana me había enseñado, de una forma bastante intensa, que hay cosas en esta vida que es mejor no saber.

– La vida personal de la detective Maddox no es asunto mío -dije-. Rosalind…

Pero ya se había lanzado por uno de los senderos cuidadosamente silvestres que rodean el césped, gritándome al alejarse:

– ¡Mire, detective Ryan! ¿No es precioso?

Su cabello danzaba al sol que caía entre las hojas, y a pesar de todo sonreí. La seguí por el sendero -de todos modos íbamos a necesitar intimidad para mantener esa conversación- y la alcancé en un apartado banquito coronado de ramas, con pájaros gorjeando en los arbustos que lo rodeaban.

– Sí -dije-, es precioso. ¿Te gustaría que hablásemos aquí?

Se acomodó en el banco y alzó la vista a los árboles con un suspiro leve y feliz.

– Nuestro jardín secreto.

Resultaba idílico, y odié la idea de echarlo a perder. Por un instante me permití fantasear con desechar el propósito de ese encuentro, charlar con ella sobre cómo le iba y el día tan bonito que hacía y luego mandarla a casa; con ser, durante unos minutos, un tío que estaba sentado al sol y hablaba con una chica bonita, nada más.

– Rosalind -comencé-, tengo que preguntarte algo. Va a ser muy difícil y me gustaría saber cómo hacértelo más fácil, pero no es así. No te lo preguntaría si tuviera otra opción. Necesito que me ayudes. ¿Lo intentarás?

Un destello de una vivida emoción planeó sobre su rostro, pero desapareció antes de que lograra precisarlo. Se agarró con las manos al riel del banco, afianzándose.

– Haré lo que pueda.

– Tu padre y tu madre… -dije manteniendo un tono de voz suave y uniforme-. ¿Alguno de ellos os ha hecho daño alguna vez a ti o a tus hermanas?

Rosalind lanzó un jadeo. Se llevó la mano a la boca y se me quedó mirando con ojos muy abiertos y asombrados, hasta que se dio cuenta de lo que había hecho, apartó la mano y volvió a cogerse con fuerza al riel.

– No -respondió, con una vocecita tirante y oprimida-. Por supuesto que no.

– Sé que debes de estar asustada. Yo puedo protegerte. Te lo prometo.

– No. -Sacudió la cabeza mientras se mordía el labio, y supe que estaba al borde de las lágrimas-. No.

Me acerqué a ella y puse mi mano sobre la suya. Desprendía un aroma como de flores y almizcle demasiado antiguo para ella.

– Rosalind, si algo va mal, tenemos que saberlo. Estás en peligro.

– Estaré bien.

– Jessica también lo está. Sé que cuidas de ella, pero no podrás seguir haciéndolo sola para siempre. Por favor, déjame ayudarte.

– Usted no lo entiende -murmuró. La mano le temblaba debajo de la mía-. No puedo, detective Ryan, no puedo.

Casi me partió el corazón. Aquella frágil e indómita chiquilla se encontraba en una situación que habría podido con cualquiera que le doblara la edad y aguantaba por los pelos, caminando por una cuerda floja y serpenteante sin nada más que su tenacidad, orgullo y negación. Era lo único que tenía, y precisamente yo estaba intentando quitárselo.

– Lo siento -me disculpé, repentina y horriblemente avergonzado de mí mismo-. Quizá llegue el momento en que estés preparada para hablarlo, y cuando eso ocurra seguiré estando aquí. Pero hasta entonces… no tendría que haberte presionado. Lo siento.

– Es muy bueno conmigo -susurró ella-. No puedo creer que haya sido tan bueno.

– Sólo me gustaría poder ayudarte -afirmé-. Y quisiera saber cómo.

– Yo… Yo no confío fácilmente en la gente, detective Ryan. Pero si confío en alguien, será en usted.

Nos quedamos sentados en silencio. La mano de Rosalind era suave al tacto, y no la apartó de la mía. Luego la giró, despacio, y enlazó sus dedos con los míos. Me estaba sonriendo, y era una sonrisa íntima y leve con un atisbo desafiante en las comisuras.

Contuve el aliento. Me atravesó como una corriente eléctrica el deseo intenso de inclinarme hacia ella, sostenerle la nuca con la palma de la mano y besarla. Las imágenes retozaron en mi mente -sábanas ásperas de hotel y sus rizos liberándose, botones bajo mis dedos y el rostro ojeroso de Cassie- y deseé a esa chica tan distinta a ninguna de las que había conocido, la deseé no a pesar de sus estados de humor y sus heridas secretas y sus tristes intentos de artificio sino debido a ellos, debido a todos ellos. Podía verme, minúsculo y encandilado y acercándome, reflejado en sus ojos.