Pero tenía dieciocho años y aún podía acabar siendo mi testigo principal, era más vulnerable de lo que volvería a serlo en toda su vida y me idolatraba. Lo último que le faltaba era padecer mi tendencia a arruinar todo cuanto tocaba. Me mordí con fuerza el interior de la mejilla y retiré mi mano de la suya.
– Rosalind -dije.
Su rostro se cerró en banda.
– Tengo que irme -dijo con frialdad.
– No quiero hacerte daño. Es lo último que necesitas.
– Bueno, pues lo ha hecho.
Se colgó el bolso del hombro, sin mirarme. Su boca dibujaba una línea tensa.
– Rosalind, espera, por favor…
Busqué su mano, pero ella se zafó.
– Pensé que yo le importaba. Es evidente que me equivocaba. Sólo ha dejado que lo creyera para ver si sabía algo de Katy. Sólo quería sacar algo de mí, igual que todo el mundo.
– Eso no es cierto -comencé a decir, pero ya se había ido, alejándose por el sendero con pasos furiosos y breves, y comprendí que no serviría de nada ir tras ella.
Los pájaros de los arbustos se dispersaron a su paso con un brusco redoble de alas.
La cabeza me daba vueltas. Le di unos minutos para que se calmara y luego la llamé al móvil, pero no contestó. Le dejé un balbuciente mensaje de disculpa en el contestador; después colgué y me desplomé en el banco.
– Mierda -exclamé en voz alta para los arbustos vacíos.
Creo que es importante reiterar que, por más que dijera en su momento, durante la mayor parte de la operación Vestal mi estado de ánimo distaba mucho de ser el habitual. Tal vez no sirva de excusa, pero es un hecho. Cuando me metí en ese bosque, por ejemplo, lo hice sin apenas haber dormido ni comido y con una acumulación considerable de tensión y de vodka, y pienso que debería subrayar que es muy probable que los acontecimientos subsiguientes fueran un sueño o algún tipo de extraña alucinación. No tengo modo de saberlo, y tampoco se me ocurre una respuesta especialmente reconfortante.
Al menos, desde aquella noche había empezado a dormir otra vez, y con una dedicación tal que, de hecho, me ponía nervioso. Cada noche, cuando llegaba tambaleándome a casa del trabajo, casi andaba dormido. Caía sobre la cama como atraído por un potente imán y me encontraba en la misma posición, aún vestido, cuando el despertador me arrancaba del sueño doce o trece horas después. Una vez me olvidé de ponerlo y me desperté a las dos de la tarde, con la séptima llamada de una huraña Bernadette.
Los recuerdos y otros efectos secundarios más pintorescos también cesaron; se apagaron tan brusca y repentinamente como una bombilla fundida. Cabría pensar que fue un alivio, y en ese momento lo fue; en lo que a mí respectaba, cualquier cosa que tuviera una mínima relación con Knocknaree era la peor de las noticias posibles, y estaba mucho mejor sin ello. Debería habérmelo imaginado hacía tiempo, pensaba, y no podía creer que hubiera sido tan estúpido para ignorar todo lo que sabía y volver a corretear por ese bosque. Jamás en mi vida había estado tan furioso conmigo mismo. No fue hasta mucho después, con el caso concluido y el polvo acumulándose en sus restos, cuando palpé con cuidado los límites de mi memoria y apareció vacía; no fue hasta entonces cuando empecé a pensar que podía tratarse no de una liberación sino de una gran oportunidad perdida, de una pérdida irrevocable y devastadora.
Capítulo 18
Sam y yo fuimos los primeros en llegar a la sala de investigaciones el viernes por la mañana. Yo particularmente quería repasar lo más pronto posible las llamadas de la línea abierta para ver si encontraba una excusa y me pasaba el día fuera. Llovía a cántaros; Cassie estaría en alguna parte maldiciendo y tratando de encender la Vespa a patadas.
– El boletín del día -anunció Sam, agitando un par de cintas en el aire-. Anoche estuvo parlanchín: seis llamadas, o sea que roguemos a Dios…
Ya llevábamos una semana pinchándole los teléfonos a Andrews, y los resultados eran tan patéticos que O'Kelly empezaba a emitir unos gruñidos volcánicos de muy mal agüero. Durante el día Andrews hacía con su móvil gran cantidad de llamadas apresuradas y aderezadas con testosterona; por las noches encargaba comida gourmet de precios desorbitados («comida para llevar para caprichosos», lo llamaba Sam con desaprobación). Una vez llamó a uno de esos teléfonos eróticos que se anuncian por la tele a última hora de la noche; por lo visto le gustaba que lo atizaran, y «Ponme el culo rojo, Celestine» se convirtió de inmediato en un latiguillo habitual de la brigada.
Me quité el abrigo y me senté.
– Tócala, Sam -dije.
Mi sentido del humor, al igual que todo lo demás, había degenerado mucho en las últimas semanas. Sam me lanzó una mirada y metió una de las cintas en nuestra pequeña y obsoleta grabadora.
A las 20.17, según el registro del ordenador, Andrews encargó lasaña con salmón ahumado, pesto y salsa de tomates secados al sol.
– Dios santo -dije, consternado.
Sam se rió.
– Para nuestro chico, sólo lo mejor.
A las 20.23 llamó a su cuñado para concertar un partido de golf para el domingo por la tarde, y agregó unos cuantos chistes varoniles. A las 20.41 llamó al restaurante otra vez y le gritó al que cogía los encargos por qué su cena aún no había llegado. Empezaba a sonar achispado. Siguió un lapso de silencio; al parecer, la Lasaña de los Huevos había llegado finalmente a su destino.
A las 00.08 llamó a un número de Londres:
– Su ex mujer -explicó Sam.
Se encontraba en la fase sensiblera y quería hablar sobre qué había ido mal.
– Dejarte marchar fue el mayor error de toda mi vida, Dolores -le aseguró, con la voz preñada de lágrimas-. Aunque claro, tal vez hice lo correcto. Eres una mujer estupenda, ¿lo sabes? Demasiado buena para mí. Cien veces demasiado buena. Puede que incluso hasta mil. ¿Verdad que tengo razón, Dolores? ¿No crees que hice lo correcto?
– No lo sé, Terry -contestó Dolores en tono cansino-. Dímelo tú.
Estaba haciendo otra cosa al mismo tiempo, enjuagando platos o tal vez vaciando un lavavajillas; se oía el tintineo de la porcelana de fondo. Finalmente, cuando Andrews empezó a llorar en serio, ella colgó. Dos minutos después la llamó de nuevo, gruñéndole:
– Tú a mi no me cuelgas, ¿me has oído, zorra? Te cuelgo yo a ti -y cortó.
– Todo un caballero -dije.
– Gilipollas -comentó Sam. Se desplomó en su silla, echó la cabeza hacia atrás y se cubrió el rostro con las manos-. Menudo gilipollas. Sólo me queda una semana, ¿qué demonios voy a hacer si todo se limita a pizzas de sushi y corazones solitarios?
La cinta hizo otro clic.
– ¿Diga? -contestó una voz grave de hombre, espesa de sueño.
– ¿Quién es? -quise saber.
– Móvil desconocido -respondió Sam a través de sus manos-. Las dos menos cuarto.
– Oye, tú, pedazo de mierda -dijo Andrews en la cinta.
Estaba muy borracho. Sam se irguió.
Hubo una breve pausa. Luego la voz profunda dijo:
– ¿No te dije que no volvieras a llamarme?
– ¡Eh! -exclamé.
Sam emitió un ruidito inarticulado. Sacó el brazo con ademán de agarrar la grabadora, pero se contuvo y se limitó a acercarla más a nosotros. Agachamos las cabezas, a la escucha. Sam contenía el aliento.
– Me importa un rábano lo que me dijeras. -Andrews iba subiendo la voz-. Ya me has dicho más que suficiente. Dijiste que a estas alturas ya estaría todo arreglado, ¿te acuerdas? Y en cambio todo son requerimientos judiciales, maldita sea…