– Te dije que te calmaras y me lo dejaras a mí, y ahora te lo vuelvo a repetir. Lo tengo todo controlado.
– Y una mierda. No te atrevas a hablarme como si fuera tu em… tu em… tu empleado. Tú eres mi puto empleado. Yo te pagué. Joder, miles y miles y «Oh, vamos a necesitar otros cinco mil para esto, Terry, y unos miles para el nuevo concejal, Terry…». Como si los hubiera tirado por el retrete. Si fueras uno de mis empleados estarías despedido. En la calle. Así de fácil.
– He hecho todo aquello por lo que has pagado. Sólo se trata de un retraso inapreciable. Se arreglará. No va a cambiar nada. ¿Entiendes lo que te digo?
– Qué coño se va a arreglar. Estás jugando a dos bandas, cabrón. Cogiste mi dinero y te largaste. Ahora sólo tengo un puñado de tierra inútil y a la policía detrás de mí. ¿Cómo saben… cómo narices saben siquiera que esa tierra es mía? Yo confié en ti.
Hubo una breve pausa. Sam soltó el aire con una pequeña descarga y lo volvió a coger. Entonces, la voz profunda dijo de repente:
– ¿Desde qué teléfono me llamas?
– ¿Y a ti qué te importa? -respondió Andrews, malhumorado.
– ¿Sobre qué te ha preguntado la policía?
– Sobre… sobre una cría. -Andrews sofocó un eructo-. Esa a la que mataron allí. Su padre es el capullo del maldito requerimiento. Esos gilipollas piensan que tuve algo que ver.
– No uses el teléfono -respondió la voz profunda con frialdad-. No hables con la poli sin tu abogado. No te preocupes por el requerimiento y no vuelvas a llamarme ni una puta vez más.
Se oyó un clic cuando colgó.
– Vaya -dije al cabo de un momento-. Desde luego eso no era pizzas de sushi y corazones solitarios. Felicidades. -No lo admitirían en un juicio, pero bastaría para ejercer una presión considerable en Andrews. Intenté ser gracioso, aunque la parte autocompasiva que hay en mí pensaba en lo típico que era aquello; mientras mi investigación degeneraba en un repertorio sin parangón de desastres y callejones sin salida, la de Sam se proyectaba como si tal cosa adelante y hacia arriba, encadenando éxito tras éxito. Si me hubiera tocado a mí ir detrás de Andrews, seguramente se habría tirado las dos semanas sin llamar a nadie más siniestro que su anciana madre-. Esto es suficiente para que te quites a O'Kelly de encima.
Sam no contestó. Me volví para mirarle. Estaba tan pálido que parecía casi verde.
– ¿Qué? -pregunté, alarmado-. ¿Te encuentras bien?
– Estoy perfecto -dijo-. Sí.
Se inclinó hacia delante y apagó la grabadora. La mano le tembló un poco y vi un reflejo húmedo y enfermizo en su cara.
– Dios -exclamé-. No es verdad. -De repente se me ocurrió que la excitación de la victoria podía haberle provocado un infarto, un ataque o algo parecido, o que tenía alguna enfermedad extraña sin diagnosticar; la leyenda urbana de la brigada cuenta historias así, de detectives que persiguieron a un sospechoso superando obstáculos épicos y cayeron muertos en cuanto le echaron las esposas-. ¿Necesitas un médico?
– No -dijo, tajante-. No.
– Pues ¿qué diablos te pasa?
Casi al decirlo, la pieza encajó. En realidad me sorprende que no lo captara antes. El timbre de la voz, el acento, las peculiaridades de la inflexión… Yo ya lo había oído, cada día, cada noche; un poco suavizado, sin ese tono áspero, pero el parecido estaba ahí y era inequívoco.
– ¿Por casualidad era ése tu tío? -le pregunté.
Sam puso sus ojos en mí y luego en la puerta, aunque allí no había nadie.
– Sí -dijo, al cabo de un momento-. Lo es.
Su respiración era rápida y superficial.
– ¿Estás seguro?
– Le conozco la voz. Estoy seguro.
Por lamentable que pueda parecer, mi primera reacción consistió en unas ganas locas de reírme. Sam se había mostrado siempre tan rematadamente serio («Recto como un palo, chicos») y tan solemne como un soldado estadounidense soltando un discurso sobre la bandera en alguna película americana muy mala. En el momento me resultó entrañable -ese tipo de fe absoluta es una de esas cosas que, como la virginidad, sólo se puede perder una vez, y nunca antes había conocido a nadie que la conservara más allá de los treinta-, pero ahora me parecía que Sam se había pasado gran parte de su vida tirando felizmente por una pura y absurda cuestión de suerte, y me costaba experimentar mucha simpatía por el hecho de que al fin hubiera pisado una piel de plátano y salido disparado por los aires.
– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.
Movió la cabeza de un lado a otro como un loco bajo las luces fluorescentes. Seguro que lo pensó; estábamos los dos solos, un favor y un dedo en el botón de grabar y la llamada podría haber sido sobre ese partido de golf del domingo o cualquier cosa.
– ¿Me das el fin de semana? -dijo-. Le llevaré esto a O'Kelly el lunes. Sólo… ahora mismo no. No puedo pensar con claridad. Necesito el fin de semana.
– Claro -respondí-. ¿Piensas hablar con tu tío?
Sam alzó la vista hacia mí.
– Si lo hago empezará a borrar sus huellas, ¿no? Se deshará de las pruebas antes de que empiece la investigación.
– Supongo que sí.
– Y si no se lo cuento, si averigua que yo podría haberle avisado y no lo hice…
– Lo siento -dije.
Me pregunté fugazmente dónde diablos estaba Cassie.
– ¿Sabes qué es lo peor? -continuó Sam al cabo de un rato-. Si esta mañana me hubieras preguntado a quién recurriría si pasaba algo así y no sabía qué hacer, habría dicho que a Red.
No se me ocurrió qué contestarle. Miré sus rasgos francos y agradables y de pronto me sentí extrañamente desapegado de él y de toda la escena; fue una sensación vertiginosa, como si observara esos acontecimientos desarrollarse en una caja iluminada a cientos de metros debajo de mí. Permanecimos sentados un largo rato, hasta que O'Gorman abrió la puerta dando un golpe y se puso a gritar algo que tenía que ver con el rugby, y Sam se metió la cinta discretamente en el bolsillo, recogió sus cosas y se fue.
Aquella tarde, cuando descansé para fumarme un cigarro, Cassie me siguió afuera.
– ¿Tienes fuego? -preguntó.
Había adelgazado y tenía los pómulos más afilados, y me pregunté si le había ocurrido en el transcurso de toda la operación Vestal sin que me hubiera dado cuenta o sólo -y esta idea me causó cierto desasosiego- en los últimos días. Busqué mi mechero y se lo pasé.
Era una tarde fría y nublada en que las hojas muertas empezaban a acumularse contra las paredes; Cassie se puso de espaldas al viento para encenderse el cigarrillo. Se había maquillado -llevaba rímel y un manchón de algo rosa en cada mejilla-, pero su rostro, inclinado sobre la mano ahuecada, seguía resultando muy pálido, casi gris.
– ¿Qué pasa, Rob? -preguntó al enderezarse.
Fue como una patada en el estómago. Todos hemos mantenido esta conversación terrible, pero no sé de un solo hombre que piense que tiene alguna utilidad, ni de una sola ocasión en que haya dado un resultado positivo, y yo esperaba contra todo pronóstico que Cassie resultara ser una de las pocas mujeres capaces de dejarlo correr.
– No pasa nada -respondí.
– ¿Por qué estás raro conmigo?
Me encogí de hombros.
– Estoy hecho polvo, el caso es un galimatías y las últimas semanas me han agotado mentalmente. No es nada personal.
– Vamos, Rob. Sí que lo es. Te has comportado como si tuviera la lepra desde que…
Todo mi cuerpo se tensó. La voz de Cassie se extinguió.
– No es verdad -aseguré-. Sólo necesito un poco de espacio, ¿de acuerdo?
– Ni siquiera sé qué significa eso. Sólo sé que me estás volviendo loca, y no puedo hacer nada al respecto si no entiendo por qué.
Con el rabillo del ojo vi la determinación de su barbilla y supe que no iba a ser fácil escabullirse de ésa.