– Pues sí -respondí-, pero ahora poca cosa puedes hacer al respecto.
– Podría vender la casa al precio que pagué por ella. A alguna pareja joven que de ninguna otra manera conseguirá un sitio donde vivir.
– ¿Por qué? -pregunté. Esa conversación estaba empezando a poder conmigo. Sam era como un concienzudo y apabullado san bernardo que se esforzaba animosamente por cumplir con su deber en medio de una ventisca que hacía del todo inútil cada uno de sus laboriosos pasos-. La autoinmolación es un bonito gesto, pero en general no se consigue demasiado.
– No conozco el dicho -dijo Sam, cansado-, pero capto la idea. Estás diciendo que debería dejarlo.
– Yo no sé lo que deberías hacer -respondí. Me inundó una oleada de cansancio y mareo. «Dios, vaya semana», pensé-. Seguramente soy el último a quien deberías preguntar. Pero es que no veo qué sentido tiene convertirte en mártir y abandonar tu casa y tu carrera cuando no le va a servir de nada a nadie. Tú no has hecho nada malo, ¿verdad?
Sam alzó la vista hacia mí.
– Verdad -contestó, con suavidad y amargura-. Yo no he hecho nada malo.
Cassie no era la única que estaba perdiendo peso. Hacía una semana larga que yo no ingería una comida como Dios manda, con grupos de alimentos y todo, y adquirí una vaga conciencia de que al afeitarme tenía que maniobrar con la maquinilla para entrar en los nuevos huequecitos de la línea de mi mandíbula; pero hasta que no me quité el traje esa noche no me di cuenta de que me colgaba de los huesos de la cadera y se me caía de los hombros. La mayoría de los detectives gana o pierde peso durante una gran investigación -Sam y O'Gorman empezaban a estar un poco gordos en la zona central, a causa de estar picando porquerías todo el día-, y yo soy lo bastante alto como para que a duras penas se me note, pero si aquel caso continuaba mucho más tendría que comprarme trajes nuevos o andar por ahí con pinta de Charlie Chaplin.
He aquí algo que ni siquiera Cassie sabe: cuando tenía doce años era un niño grandote. No uno de esos críos esféricos y sin facciones que aparecen caminando como patos en esas secciones de las noticias en las que se sermonea sobre la inferioridad moral de la juventud de hoy; en las fotos sólo se me ve macizo, algo rechoncho tal vez, alto para mi edad y espantosamente incómodo, pero yo me sentía monstruoso y perdido porque mi propio cuerpo me había traicionado. Había crecido a lo largo y a lo ancho hasta resultarme irreconocible, como una broma horrible con la que tenía que cargar cada instante de mi vida. No ayudaba que Peter y Jamie tuvieran exactamente el mismo aspecto de siempre: más largos de piernas y sin dientes de leche, pero todavía flacos y ligeros y aún más invencibles.
Mi fase rechoncha no duró mucho. De acuerdo con la tradición, la comida del internado era tan horrible que hasta a un niño que no estuviera afligido y con añoranza y creciendo deprisa le habría costado comer lo bastante como para ganar peso. Y el primer año apenas comí nada. Al principio el encargado me obligaba a que me quedara solo en la mesa, a veces durante horas, hasta que conseguía tragarme unos cuantos bocados y su objetivo, fuera el que fuese, se hubiera cumplido; con el tiempo me hice un experto en deslizar la comida al interior de una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo, para tirarla después. Pienso que el ayuno es una forma profundamente instintiva de implorar algo. Seguro que, de alguna manera tácita, creía que si comía lo bastante poco durante el tiempo suficiente Peter y Jamie volverían y todo sería normal otra vez. A principios del segundo curso ya era alto y delgado y todo codo, como se supone que hay que ser a los trece años.
No sé muy bien por qué era precisamente éste mi secreto mejor guardado. Creo que la verdad es la siguiente: siempre me he preguntado si fue el motivo por el que me quedé atrás aquel día en el bosque. Porque era gordo; porque no podía correr lo suficiente; porque, al ser grueso y torpe desde hacía poco, mi equilibrio se fue al garete y me dio miedo saltar del muro del castillo. A veces pienso en la línea fina y titilante que separa el rechazo de la salvación. A veces pienso en los antiguos dioses que exigían de sus sacrificios que fueran audaces e inmaculados, y me pregunto si aquél o aquello que se llevó a Peter y a Jamie decidió que yo no era lo bastante bueno.
Capítulo 19
Lo primero que hice la mañana de aquel martes fue coger por fin el autobús a Knocknaree para recoger mi coche. De haber podido, habría preferido no volver a pensar en ese sitio en toda mi vida, pero estaba harto de ir y volver del trabajo en vagones atiborrados y apestosos, y pronto me tocaba hacer una compra bestia en el supermercado, antes de que la cabeza de Heather sufriera una implosión.
Mi coche seguía en el área de descanso, más o menos en las mismas condiciones en que lo dejé, aunque la lluvia lo había cubierto de una capa de mugre y alguien había escrito con un dedo «DISPONIBLE TAMBIÉN EN BLANCO» en la ventanilla del copiloto. Me metí entre las casetas prefabricadas (en apariencia desiertas, salvo por Hunt, que estaba en el despacho sonándose la nariz de forma ruidosa) para llegar a la excavación y recuperar mi saco de dormir y mi termo.
El ambiente allí había cambiado; esta vez no hubo guerras de agua ni alegre griterío. El equipo trabajaba en un silencio lúgubre, encorvado como una cadena de presos, y mantenía un ritmo arduo y castigadoramente rápido. Repasé el calendario mentalmente; se trataba de su última semana y los de la autopista tenían que ponerse a trabajar el lunes si se levantaba el requerimiento. Vi a Mel dejar de darle al azadón y erguirse con una mueca y con una mano en la columna; estaba jadeando y la cabeza se le cayó hacia atrás como si no le quedaran fuerzas para sostenerla, pero al cabo de un momento hizo rodar los hombros, tomó aliento y volvió a sostener en alto el azadón. El cielo se cernía gris y pesado, amenazadoramente cerca. A lo lejos, en algún lugar de la urbanización, una alarma de coche lanzaba su histérico chillido sin que le hicieran caso.
El bosque, negro y huraño, no revelaba nada. Lo miré y me di cuenta de que no deseaba en absoluto meterme ahí. A estas alturas mi saco de dormir estaría empapado y tal vez colonizado por el moho o las hormigas o algo semejante, y de todos modos nunca lo utilizaba, así que no valía la pena la inmensidad de aquel primer paso en el silencio opulento y musgoso. A lo mejor uno de los arqueólogos o de los chicos del lugar lo encontrarían y se lo quedarían antes de que se pudriera.
Ya estaba llegando tarde al trabajo, pero la mera idea de ir me fatigó, así que pensé que qué más daban unos cuantos minutos más. Tomé una postura más o menos cómoda sobre un muro en ruinas y, con un pie alzado para apoyarme, me encendí un cigarrillo. Un tío bajo y fornido con el pelo oscuro y de estropajo -George Algo, lo recordaba vagamente de los interrogatorios- levantó la cabeza y me vio. Por lo visto, verme le dio una idea y clavó la paleta en el suelo, se puso en cuclillas y se sacó un paquete de tabaco aplastado de los vaqueros.
Mark estaba arrodillado encima de un talud de la altura de un muslo, escarbando un pedazo de tierra con una energía incesante y frenética, pero antes casi de que el tío moreno extrajera un cigarro él ya lo había calado y saltó del talud, con el pelo ondeando, para ir hacia él.
– ¡Eh, Macker! ¿Qué coño te crees que haces?
Macker dio un respingo con aire de culpabilidad.
– ¡Dios! -Se le cayó el paquete y lo rebuscó en la tierra-. Estoy fumando, ¿qué problema hay?
– Hazlo en la pausa del café, ya te lo he dicho.
– Pero ¿qué pasa? Puedo fumar y usar la paleta al mismo tiempo, se tardan cinco segundos en encender un…