– No entiendo por qué habla sobre la palabra de Dios, en esta explicación, don Juan. ¿Qué tiene que ver la palabra de Dios con lo que usted está tratando de explicar?
– ¡Todo! Parece ser que en nuestra mente el universo entero es como la palabra de Dios: absoluto e inmutable. Esta es la forma en que nos conducimos. En las profundidades de nuestra mente existe un dispositivo de control que no nos permite detenernos a examinar que la palabra de Dios, tal como la aceptamos y creemos que es, pertenece a un mundo muerto. Por otro lado, un mundo vivo está en flujo constante. Se mueve; cambia; se contradice.
"Los pases mágicos de los chamanes son mágicos porque al practicarlos, el cuerpo se da cuenta de que en lugar de ser una línea invariable de afinidades, es una corriente, un flujo. Y si todo en el universo es un flujo, una corriente, esa corriente puede detenerse. Se puede colocar un dique para detener o desviar su flujo".
Las palabras de don Juan produjeron una singular reacción en mí. Me sentí extrañamente amenazado, pero la amenaza no era en sí una amenaza a mi persona, era, más bien, una amenaza a algo que estaba superpuesto en mí. Por primera vez, tuve la clara sensación de que don Juan estaba exacerbando, deliberadamente, una parte en mí que parecía ser yo, pero que realmente no lo era.
Después de estar sumergido un momento en tal contradicción, me sentí totalmente confundido y me escuché hablar sin ninguna volición. Me escuché decir, -pero, don Juan, ¿está usted diciéndome que cada vez que hace crujir sus coyunturas, o cada vez que lo imito, estoy realmente cambiando algo en mí?
– Ah, algo en ti, que no es realmente tú, está enojado ahora -me contestó don Juan riéndose.
Experimenté otro momento de intensa contradicción interna. Algo en mí estaba sumamente enojado y, sin embargo, no podría haber sido yo. Don Juan me sacudió de los hombros con fuerza. Sentí cómo se sacudía mi cuello, moviéndose para adelante y para atrás, con la fuerza de su agarre. Esta maniobra me calmó de inmediato. Entonces, me hizo sentar en un pequeño muro de contención hecho de ladrillo. Invariablemente, había hileras de hormigas trepándose a este muro y, de hecho, nunca me gustaba sentarme ahí. Mi ropa se llenaba de ellas a1.instante. Siempre estaba demasiado consciente cuando las hormigas se me subían pero, esta vez, no obstante, la hormigas interrumpieron su hilera en el momento en que me senté. Vi cómo se arremolinaban a los lados de mí cuerpo, como si estuvieran ofuscadas, inseguras. Sentí gran curiosidad por saber si se desviarían hacia adelante o hacia atrás de mí. Quería ver qué ruta tomarían, pero las palabras de don Juan llamaron mi atención y me olvidé por completo de ellas.
– No te preocupes por las hormigas -dijo don Juan, leyendo mis pensamientos-. En este momento estás cargado de una energía insólita, producto de tus dilemas internos. A las hormigas les pareces impenetrable y peligroso y se arremolinarán junto a ti, a ambos lados de tu cuerpo, hasta que tu energía vuelva a la normalidad, o hasta que te levantes y te marches. Y, ahora, contestando la pregunta que tenías en mente en forma de una respuesta maliciosa, sí, verdaderamente estamos alterando la estructura básica de nuestro ser. Le estamos poniendo un dique al flujo que nos enseñaron a considerar como una sarta de cosas inalterables.
Con un tono de voz halagador, que no parecía ser mío, le pedí a don Juan que me diera un ejemplo de lo que significaba poner un dique a este flujo del cual hablaba. Le dije que lo quería visualizar en mi mente.
– ¿En tu mente? Es mejor que aprendas a llamar las cosas por su verdadero nombre. Eso que tú llamas mente no es tu mente. Los chamanes están convencidos de que nuestra mente es algo ajeno que ha sido colocado en cada uno de nosotros. Acéptalo por el momento, sin más explicaciones acerca de quiénes la pusieron en nosotros, o cómo la pusieron.
Sentí otra oleada de la misma sensación amenazante que había tenido antes. Esta vez la sentí con más claridad. Esta oleada no provenía de mí y, sin embargo, estaba prendida a mí. Don Juan estaba haciéndome algo misteriosamente positivo y, al mismo tiempo, terriblemente negativo. Sentí como si estuviera tratando de cortar una delgada telilla que parecía estar pegada a mí. Me miraba sin parpadear, sus ojos estaban fijos en los míos.
Desvió la mirada y comenzó a hablar sin mirarme más. -Te daré un ejemplo -dijo-. En mi caso, a mi edad, debería padecer de presión arterial alta. Si fuera a ver a un médico, éste, al verme, asumiría que debo ser un indio viejo, plagado de incertidumbres, frustraciones y con una mala dieta; todo esto, naturalmente, da por resultado la predecible y presupuesta condición de presión arterial alta: un corolario aceptable para personas de mi edad.
"No tengo ningún problema de presión alta, no porque sea más fuerte que el hombre común y corriente, o debido a mi marco genético, sino porque los pases mágicos han hecho que mi cuerpo rompa con patrones de comportamiento que dan como resultado presión arterial elevada. Puedo decir, con toda certeza, que cada vez que hago crujir mis coyunturas, después de ejecutar los pases mágicos, estoy bloqueando el flujo de expectativas y comportamiento que a mi edad, normalmente, da por resultado presión alta.
"Otro ejemplo que puedo darte es la agilidad de mis rodillas. ¿No te has dado cuenta de que soy mucho más ágil que tú? Cuando se trata de mover las rodillas ¡soy un niño! Con mis pases mágicos pongo un dique a la corriente del comportamiento y a la parte física que hace que las rodillas de la gente, tanto de hombres como de mujeres, se vuelvan rígidas con la edad".
Uno de los sentimientos más molestos que había experimentado jamás, era el hecho de que don Juan, aunque podría haber sido mi abuelo, era infinitamente más joven que yo. En comparación, yo era rígido, obstinado, repetitivo. Estaba senil. Él, por -otro lado, era vigoroso, inventivo, ágil, hábil; en pocas palabras, poseía algo que yo, aunque era más joven, no poseía: juventud. Se deleitaba diciéndome repetidamente que la juventud no era de ninguna forma un factor que pudiera prevenir la senilidad.
Después de una explosión de energía, que pareció estallar en mi interior, admití abiertamente mi disgusto. -¿Cómo es posible?, don Juan -dije-, ¿que usted pueda ser más joven que yo?
– He vencido a mi mente -dijo-, abriendo grandemente los ojos, en señal de azoramiento. -No tengo una mente que me diga que me llegó la hora de ser viejo. No honro acuerdos en los que no participé. Recuerda esto: para los chamanes no es un refrán decir que ellos no honran acuerdos en los que no participaron. Padecer los achaques de la vejez es uno de esos acuerdos.
Nos quedamos callados por un largo rato. Pensé que don Juan parecía estar esperando ver qué efecto tenían en mí sus palabras. Lo que yo creía era mi unidad psicológica interna se desgarró aún más con una respuesta claramente contradictoria que provenía de mí. Por un lado, repudiaba con todas mis fuerzas los disparates que don Juan estaba verbalizando; sin embargo, por otro, no podía evitar darme cuenta de lo certeros que eran sus comentarios. Don Juan era viejo, y, no obstante, no era en absoluto viejo. Era años más joven que yo. Estaba libre de pensamientos engorrosos y de patrones de hábitos. Recorría a voluntad mundos increíbles. Él era libre, mientras que yo era prisionero de innumerables patrones y hábitos, de consideraciones mezquinas y frívolas acerca de mí mismo; las cuales, sentí por primera vez en esa ocasión, que no eran ni siquiera mías.
Finalmente, rompí el silencio después de recuperar un ápice de control sobre mis consideraciones contradictorias. -¿Cómo se inventaron esos pases mágicos, don Juan? -pregunté.
– Nadie los inventó -dijo con severidad-. Pensar que fueron inventados implica instantáneamente la intervención de la mente, y éste no es el caso con esos pases mágicos. A través de sus prácticas de ensoñación, los chamanes de tiempos antiguos descubrieron que al moverse de cierta forma, el flujo de sus pensamientos y acciones se detenía.