Yo nunca había visto nada semejante. Al escuadronarse en batalla los leales del tercio, las cuatro compañías amotinadas terminaron juntándose a su vez; y también ellas adoptaron la formación de combate, piqueros en el centro y mangas de arcabuces a los ángulos, viéndose reordenar susfilas, en ausencia de oficiales, a cabos de escuadra e incluso a simples soldados. Con instinto natural de veteranos, los amotinados conocían de sobra que el desorden era su pérdida, y que, paradojas de la milicia, sólo la disciplina podía salvarlos de su indisciplina. Así que sin disminuirse un punto ejecutaron sus maniobras al uso que solían, hilándose muy uno por uno en sus puestos de combate; y pronto llegó hasta nosotros el olor de sus cuerdas de arcabuz encendidas, y las horquillas de mosquetes empezaron a afirmarse en tierra con las armas listas para hacer fuego.
Pero el maestre de campo quería sangre u obediencia. Los dos sentenciados ya colgaban de un árbol; así que, resuelto el negocio, la escolta de tudescos -grandes, rubios e insensibles como trozos de carne- rodeaba de nuevo alabardas en alto a don Pedro de la Daga. Dio nuevas órdenes éste, Volvieron a sonar cajas, corneta y pífanos, y siempre con su maldito puño derecho en la cadera, Jiñalasoga vio cómo las compañías leales se ponían en marcha avanzando contra los amotinados.
– ¡Tercio de Cartagena!… ¡Aaaal…to!
De pronto quedó todo en silencio. Compañías leales y rebeldes estaban en filas cerradas a unas treinta varas de distancia unas de otras, todas con las picas dispuestas y los arcabuces bala en caño. Las banderas salidas de las filas habíanse juntado en el centro de la formación, con los soldados fieles escoltándolas. Yo estaba entre ellos, pues me quise meter en la línea junto a mi amo; que ocupaba su puesto con la docena de hombres de la compañía que no estaban del otro lado, entre el sotalférez Minaya y Sebastián Copons. Sin arcabuz, con la espada en la vaina y los pulgares colgados del cinto, Diego Alatriste parecía hallarse allí sólo de visita, y nada en su actitud indicaba que estuviese dispuesto a acometer a sus antiguos compañeros.
– ¡Tercio de Cartagena!… ¡Alistaaaar… arcabuces!
Recorrió las filas el sonido metálico de los arcabuceros al preparar sus armas poniendo pólvora en la cazoleta y la cuerda encendida en la llave. Entre el humo grisáceo que despedian las mechas, veía yo desde mi lugar los rostros que teníamos enfrente: curtidos, barbudos, con cicatrices, ceños resueltos bajo las rotas alas de los sombreros y los morriones.
Al movimiento de nuestros arcabuces algunos hicieron lo mismo, y muchos coseletes de las primeras filas calaron sus picas. Pero oyéronse entre ellos gritos y protestas -«señores, señores, razón», se voceaba- y casi todos los arcabuces y picas rebeldes se alzaron de nuevo, dando a entender que no era su intención batir a compañeros. A este lado, todos nos volvimos a mirar al maestre de campo cuando su voz resono en la explanada:
– ¡Sargento mayor!… ¡Devuelva a esos hombres a la obediencia del rey!
El sargento mayor Idiáquez se adelantó bastón en mano e intimó a los rebeldes a deponer su actitud de inmediato. Era mero formulismo, e Idiáquez, un veterano que habíase amotinado él mismo no pocas veces en otros tiempos -sobre todo en el año 98 del siglo viejo, cuando la falta de pagas y la indisciplina nos hicieron perder media Flandes-, intervino breve y seco volviéndose a nuestras filas sin esperar respuesta. por su parte, ninguno de los que teníamos enfrente pareció dar más importancia al trámite que el propio sargento mayor, Y sólo se escucharon gritos aislados de «las pagas, las pagas». Tras lo cual, siempre muy erguido sobre la silla de montar e implacable bajo su coraza repujada, don Pedro de la Daga alzó una mano guarnecida de ante.
– ¡Calaaaad… arcabuces!
Los arcabuceros encararon sus armas, el dedo en el gatillo de la llave de mecha, y soplaron las cuerdas encendidas. Los mosquetes, más pesados, apoyábanse en las horquillas apuntando a los de enfrente, que empezaban a agitarse en sus filas; inquietos, pero sin resolverse en actitud hostil.
– ¡Orden de fuego!… ¡A mi voz!
Aquello resonó bien claro en la explanada, y aunque algunos hombres de las hiladas rebeldes retrocedieron, debo decir que casi todos permanecieron impertérritos en sus puestos, pese a las bocas amenazantes de los arcabuces leales. Yo miré a Diego Alatriste y vi que, como la mayor parte de los soldados, incluso quienes sostenían las armas y quienes enfrente aguardaban a pie firme la escopetada, miraba al sargento mayor Idiáquez; y los capitanes y sargentos de compañías también lo miraban, y éste miraba a su vez a usía el señor maestre de campo. Que no miraba a nadie, como si estuviera en un ejercicio que lo fastidiara mucho. Y ya alzaba la mano Jiñalasoga cuando todos vimos -o creímos ver, que es más propio- cómo ldiáquez hacía un levísimo ademán negativo con la cabeza: apenas un movimiento que ni siquiera podía considerarse como tal; un gesto inexistente, digo, y por tanto no reñido con la disciplina, de modo que más tarde, cuando se indagaron responsables, nadie pudo jurar haberlo visto. Y con ese gesto, justo en el instante en que don Pedro de la Daga daba la voz de «fuego», las ocho compañías leales abatieron sus picas, y los arcabuceros, como un solo hombre, dejaron sus armas en el suelo.
IV. DOS VETERANOS.
Fueron menester tres días de negociación, la mitad de las pagas atrasadas y la presencia de nuestro general don Ambrosio Spínola en persona para que los amotinados de Oudkerk volviéramos a la obediencia. Tres días en que la disciplina del tercio de Cartagena se mantuvo más a rajatabla que nunca, con los oficiales y banderas de todas las compañías recogidos en el pueblo y el tercio acampado extramuros; pues ya dije que nunca fueron más disciplinados los tercios que cuando se amotinaban. En esta ocasión incluso se reforzaron los puestos de centinela avanzados, para prevenir que los holandeses aprovechasen las circunstancias para venir sobre nosotros como gorrino al maíz. En cuanto a los soldados, un servicio de orden establecido por los representantes electos funcionó muy eficaz y sin miramientos, llegando al extremo de ajusticiar, esta vez sin que nadie protestara lo más mínimo, a cinco maltrapillos que quisieron saquear por su cuenta en el pueblo. Denunciados por los vecinos, un juicio sumarísimo de sus propios compañeros los hizo arcabucear junto a la tapia del cementerio, y allí hubo paz y después gloria. En realidad los sentenciados eran en principio sólo cuatro; pero diose la circunstancia de que a otros dos reos de delitos menores se los sentenció a cortárseles las orejas, y uno de ellos protestó con muchos porvidas y votos a tal, diciendo que un hidalgo y cristiano viejo como él, biznieto de Mendozas y de Guzmanes, antes prefería verse muerto que sufrir tal afrenta. De modo que el tribunal, que a diferencia de nuestro maestre de campo y al estar formado por soldados y camaradas era comprensivo en lo tocante a puntos de honra, decidió hacer merced de la oreja, cambiándosela al fulano por una bala de arcabuz; sin que le valiera al reo un último desdigo que le sobrevino -sin duda era hidalgo voluble- cuando se halló, con sus dos orejas intactas, ante la tapia del cementerio.