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Fue aquélla la primera vez que vi a don Ambrosio Spínola y Grimaldi, marqués de los Balbases, grande de España, capitán general del ejército de Flandes, y cuya imagen, armadura pavonada en negro claveteado de oro, bengala de general en la mano zurda, valona de puntas flamencas, banda roja y botas de ante, evitando cortésmente que ante él se incline el holandés vencido, habría de quedar para siempre en la Historia merced a los pinceles de Diego Velázquez; en el cuadro famoso del que hablaré en su momento, pues no en balde fui quien proporcionó al pintor, años más tarde, cuantos pormenores hubo menester. El caso es que cuando lo de Oudkerk y lo de Breda tenía nuestro general cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, y era delgado de cuerpo y de rostro, pálido y con barba y pelo gris. A su carácter astuto y firme no resultaba ajena la patria genovesa, que había dejado para servir por afición a nuestros reyes. Soldado paciente y afortunado, no tenía el carisma del hombre de hierro que fue el duque de Alba, ni las mañas de otros de sus antecesores; y sus enemigos en la Corte, que aumentaban con cada uno de sus éxitos -no podía ser de otro modo entre españoles-, lo acusaban a la vez de extranjero y ambicioso. Pero lo cierto es que había conseguido los más grandes triunfos militares para España en el Palatinado y en Flandes, puesto al servicio de aquella su fortuna personal, hipotecado los bienes de su familia para pagar a las tropas, e incluso perdido a su hermano Federico en un combate naval con los rebeldes holandeses. En la época su prestigio militar era inmenso; hasta el punto de que cuando preguntaron a Mauricio de Nassau, general en jefe enemigo, quién era el mejor soldado de la época, respondió: «Spínola es el segundo». Nuestro don Ambrosio era, además, hombre de hígados; y ello le había granjeado reputación entre la tropa, ya en las campañas anteriores a la tregua de los Doce Años. Diego Alatriste podía dar fe con sus propios recuerdos de cuando el socorro a la Esclusa y el asedio de Ostende: viéndose en este último tan arrimado al peligro el marqués en medio de la refriega, que los soldados, y el propio Alatriste entre ellos, abatieron picas y arcabuces, negándose a combatir hasta que su general no se pusiera a recaudo.

El día que don Ambrosio Spínola en persona liquidó el motín, muchos lo vimos salir de la tienda de campaña donde se habían llevado a cabo las negociaciones. Lo seguía su plana mayor y nuestro cabizbajo maestre de campo; mordiéndose éste las guías del mostacho, de furia, al no haber conseguido su propósito de ahorcar a uno de cada diez amotinados como escarmiento. Pero don Ambrosio, con su mano izquierda y su buen talante, había declarado resuelto el negocio. En ese momento, restablecida la disciplina formal del tercio, los oficiales y las banderas se reintegraban a sus compañías; y ante las mesas de los contadores -el dinero salía de las arcas personales de nuestro general- empezaban a formarse ávidas filas de soldados, mientras alrededor del campamento, cantineras, prostitutas, mercaderes, vivanderos y otra gentuza parásita, se prevenía a recibir su parte de aquel torrente de oro.

Diego Alatriste estaba entre los que se movían alrededor de la tienda. Por eso, cuando don Ambrosio Spínola abandonó ésta, deteniéndose un instante para acostumbrar los ojos a la luz, el toque de corneta hizo que Alatriste y sus compañeros se acercaran a mirar de cerca al general. Por hábito de veteranos, la mayor parte había cepillado sus ropas remendadas, las armas estaban bruñidas, y hasta los sombreros lucían airosos pese a zurcidos y agujeros; pues los soldados que tenían a gala su condición celaban en demostrar que un motín no era menoscabo de gallardía en la milicia; de modo que dábase la paradoja de que pocas veces lucieron los del tercio de Cartagena como a la vista de su general al concluir lo de Oudkerk. Así pareció apreciarlo Spínola cuando, con Toisón de Oro reluciéndole en la gorguera, escoltado por sus arcabuceros selectos y seguido de plana mayor, maestre de campo, sargento mayor y capitanes, fue a pasear muy despaciosamente entre los numerosos grupos que le abrían calle y vitoreaban con entusiasmo por ser quien era, y sobre todo porque había ido a pagarles. También lo hacían para marcarle diferencias a don Pedro de la Daga, que caminaba tras su capitán general rumiando el despecho de no tener con qué cebar la soga, y también la filípica que, según contaban los avisados, habíale espetado don Ambrosio muy en privado y al detalle, amenazándolo con retirarle el mando si no cuidaba de sus soldados como de las niñas de sus ojos. Esto es lo que se decía, aunque dudo que lo de las niñas fuera verdad; pues resulta sabido que, simpáticos o tiranos, estúpidos o astutos, todos los generales y maestres de campo fueron siempre perros de la misma camada, a quienes sus soldados diéronseles un ardite, sólo buenos para abonar con sangre toisones y laureles. Pero aquel día los españoles, alegres por el buen término de su asonada, estaban dispuestos a aceptar cualquier rumor y cualquier cosa. Sonreía paternal don Ambrosio a diestro y siniestro, decía «señores soldados» e «hijos míos», saludaba gentil de vez en cuando con la bengala de tres palmos, y a veces, al reconocer el rostro de un oficial o un soldado viejo, le dedicaba unas corteses palabras. Hacia, en suma su oficio. Y vive Dios que lo hacía bien.

Cruzóse entonces con el capitán Alatriste, que entre sus camaradas se tenía aparte, viéndolo pasar. Cierto es que el grupo daba motivos para admirarlo, pues ya dije que la escuadra de mi amo era casi toda de soldados viejos, con mucho mostacho y cicatriz en la piel hecha a la intemperie como cuero de Córdoba; y por su aspecto, en especial cuando estaban como aquel día con todos los arreos, doce apóstoles en bandolera, espada y daga y arcabuz o mosquete en mano, nadie habría dudado que no existía holandés, ni turco, ni criatura del infierno que se les resistiera metidos en faena y con los tambores redoblando a degüello. El caso es que observó don Ambrosio al grupo, admirando su aspecto, e iba a sonreírles y seguir camino cuando reconoció a mi amo, refrenó el paso un momento, y le dijo, en su suave español rico en resonancias italianas:

– Pardiez, capitán Alatriste, ¿sois vos?… Creí que os habíais quedado para siempre en Fleurus.

Se destocó Alatriste, quedando con el chapeo en la mano zurda y la muñeca de la diestra descansando sobre la boca del arcabuz.

– Cerca estuve -respondió mesurado-; como me hace el honor de recordar vuecelencia. Pero no era mi hora.

El general observó con atención las cicatrices en el rostro curtido del veterano. Le había dirigido la palabra por vez primera veinte años atrás, durante el intento de socorro de la Esclusa; cuando, sorprendido por una carga de caballería, don Ambrosio túvose que refugiar en un cuadro formado por este y otros soldados. junto a ellos, olvidado de su rango, el ilustre genovés había tenido que pelear pie a tierra por su vida, a cuchilladas y escopetazos, durante una larga jornada. Ni él había olvidado aquello, ni Alatriste tampoco.

– Ya veo -dijo Spínola-. Y eso que, en los setos de Fleurus, don Gonzalo de Córdoba me contó que peleasteis como buenos.

– Dijo verdad don Gonzalo en lo de buenos. Casi todos los camaradas quedaron allí.

Spínola se rascó la perilla, como si acabase de recordar algo.

– ¿No os hice entonces sargento?

Alatriste negó despacio con la cabeza.

– No, Excelencia. Lo de sargento fue en el año dieciocho, porque vuecelencia me recordaba de La Esclusa.

– ¿Y cómo sois otra vez soldado?

– Perdí mi plaza un año después, por un duelo.

– ¿Cosa grave?

– Un alférez.

– ¿Muerto?

– Del todo.

Consideró la respuesta el general, cambiando luego una mirada con los oficiales que lo rodeaban. Fruncía ahora el ceño, e hizo ademán de seguir camino.

– Vive Dios -dijo- que me sorprende no os ahorcaran.

– Fue cuando el motín de Mastrique, Excelencia.