Soldados y españoles: plumas, galas,
palabras, remoquetes, bernardinas,
arrogancias., bravatas y obras malas.
Ya dije en algún momento a vu estras mercedes que por tales fechas mi virtud, como otras cosas, llevósela Flandes. Y sobre ese particular terminé acudiendo aquel día con Jaime Correas a cierto carromato donde, al cobijo de una lona y unas tablas, cierto padre de mancebía, oficio piadoso donde los haya, aliviaba con tres o cuatro feligresas los varoniles pesares:
Hay seis o siete maneras
de mujeres pecadoras
que andan, Otón, a estas horas
por estas verdes riberas.
De una de tales maneras era cierta moza muy jarifa, linda de visaje, con razonable juventud y buen talle; y en ella habíamos invertido mi camarada y yo buena parte del botín obtenido cuando el saqueo de Oudkerk. Estábamos ayunos de sonante aquel día; pero la moza, una medio española y medio italiana que se hacía llamar Clara de Mendoza -nunca conocí a una daifa que no blasonara de Mendoza o de Guzmán aunque trajese estirpe de porqueros-, nos miraba con buenos ojos por alguna razón que se me escapa, de no ser la insolencia de nuestra juventud y la creencia, tal vez, de que quien hace un cliente mozo y agradecido guárdalo para toda la vida. Fuímonos a garbear por su rumbo, como digo, más a mirar que facultados de bolsa para el consumo; y la tal Mendoza, pese a que andaba ocupada en lances propios de su Oficio, tuvo asaduras para dedicarnos una palabra cariñosa y una sonrisa deslumbrante, aunque de boca no andara muy pareja la moza. Tomóselo a mal cierto soldado matasiete que en su trato andaba, valenciano, zaíno de bigotes y atraidorado de barba, muy poco paciente y muy jayán. Y a su váyanse enhoramala unió el hecho a la palabra, con una coz para mi camarada y una bofetada para mí, con lo que entrambos quedamos servidos a escote. Dolióme el mojicón más en la honra que en la cara; y mi juventud, que la vida casi militar había vuelto poco sufrida en materia de sinrazones, incluida la razón de aquella sinrazón que a mi razón se hacía, respondió cumplidamente: la mano diestra se me fue por su cuenta a la cintura en la que cargaba, atravesada por atrás de los riñones, mi buena daga de Toledo.
– Agradezca vuestra merced -dije- la desigualdad de personas que hay entre los dos.
No llegué a desembarazar, pero el gesto fue muy de uno nacido en Oñate. En cuanto a la desigualdad, lo cierto es que me refería a que yo era un mozalbete mochilero y él todo un señor soldado; pero el mílite se lo tomó por la tremenda, creyendo que cuestionaba su calidad. El caso es que la presencia de testigos picó al valiente; que además cargaba delantero, o sea, llevaba entre pecho y espalda varios cuartillos de lo fino que se le traslucían en el aliento. Así que, sin más preámbulos, todo fue acabar yo de decírselo y venirse él a mí como loco, metiendo mano a su durindana. Abrió campo la gente y nadie se interpuso, creyendo sin duda que yo empezaba a ser lo bastante mozo para sostener con hechos mis palabras; y mal rayo mande Dios a quienes en tal trance me dejaron, que bien cruel es la condición humana cuando hay espectáculo de por medio, y nadie entre los curiosos estimábase redentor de vocación. Y yo, que a esas alturas del negocio ya no podía envainar la lengua, no tuve otra que desenvainar también la daga a fin de poner las cosas parejas, o al menos procurar no terminar mi carrera soldadesca como pollo en espetón. La vida junto al capitán Alatriste y el ejercicio en Flandes me habían procurado ciertas mañas, y era mozo vigoroso y de razonable estatura; además la Mendoza estaba mirando. Así que retrocedí ante la punta de la espada sin perderle la cara al valenciano, que muy a sus anchas empezó a tirarme cuchilladas con los filos, de esas que no matan pero te dejan bien aviado. La huida me estaba vedada por el qué dirán, y afirmarme era imposible por lo desparejo de aceros. Habría querido tirarle la daga; pero guardaba mi cabeza tranquila, a pesar del agobio, y advertí que sería quedarme a oscuras si la erraba. Seguía viniéndome encima el otro con las del turco, y retrocedí yo sin dejar de saberme inferior en armas, en cuerpo, en pujanza y destreza, porque él usaba toledana, era de buen pulso estando sobrio, muy diestro, y yo un garzón con una daga a quien los hígados no iban a servirle de broquel. Eché cuentas de por lo menos una cabeza rota -la mía- como botín de aquella campaña.
– Ven aquí, bellaco -dijo el marrajo.
Al hablar, el vino de su estómago le hizo dar un traspié; de modo que sin hacérmelo repetir dos veces fui a él, en efecto. Y como pude, con la agilidad de mis pocos años, esquivé su acero tapándome la cara con la zurda por si me la cortaba a medio camino, y le metí un muy lindo golpe de daga de derecha a izquierda y de abajo arriba que, de haber podido alargarlo una cuarta, habría dejado al rey sin un soldado y a Valencia.sin un hijo predilecto. Pero harto afortunado salí con salirme para atrás sin daño propio, habiéndole sólo rozado a mi adversario la ingle -que era adonde tiré la cuchillada-, arrancándole una agujeta y un «Cap de Deu!» que levantó risas entre los testigos y también algún aplauso que, a modo de parco consuelo, indicó que la concurrencia estaba de mi parte.
De cualquier modo, mi ataque había sido un error; pues todos habían visto que yo no era un pobrecillo indefenso, y ahora nadie terciaba, ni iba a terciar, y hasta el camarada Jaime Correas me jaleaba encantado con mi papel en la pendencia. Lo malo era que al valenciano el golpe de daga habíale borrado el vino de golpe, y ahora, con mucha firmeza, cerraba de nuevo dispuesto a darme un piquete morcillero con la punta, lo que ya eran palabras y estocadas mayores.
De modo que, horrorizado por irme sin confesión al otro barrio, pero sin otra que elegir para mi provecho, resolví jugármela por segunda y última vez, trabándome de cerca entre la espada del valenciano y su barriga, asirme allí como pudiera, y acuchillar y acuchillar hasta que él o yo saliéramos despachados con cartas para el diablo; con el que, a falta de absolución y santos óleos, ya ingeniaría yo las explicaciones pertinentes. Y es curioso: años más tarde, cuando leí a un francés eso de «el español, decidida la estocada que ha de dar, la ejecuta así lo hagan pedazos», pensé que nadie expresó mejor la decisión que yo tomé en aquel momento frente al valenciano. Pues retuve aliento, apreté los dientes, aguardé el final de uno de los mandobles que tiraba mi enemigo, y cuando la punta de su toledana describió el extremo del arco que estimé más alejado de mí, quise arrojarme sobre él con la daga por delante. Y bien lo hubiera hecho, pardiez, de no haberme agarrado de pronto por el pescuezo y por el brazo unas manos vigorosas, al tiempo que un cuerpo se interponía frente al enemigo. Y cuando alcé el rostro, sobrecogido, vi los ojos glaucos y fríos del capitán Alatriste.
– El mozo era poca cosa para un hombre de hígados como vos.
Se había desplazado un poco el escenario, y el negocio discurría ahora por otros cauces y con relativa discreción. Diego Alatriste y el valenciano estaban cosa de cincuenta pasos más allá, al pie del terraplén de un dique que los ocultaba de la vista del campamento. Sobre el dique, alto de ocho o diez codos, los camaradas de mi amo mantenían a distancia a los curiosos. Lo hacían como quien no quiere la cosa, formando una suerte de barrera que no dejaban franquear a nadie. Eran Llop, Rivas, Mendieta y algunos otros, incluido Sebastián Copons, cuyas manos de hierro me habían sujetado en la pendencia, y junto al que yo me encontraba ahora, asomando la cabeza para ver lo que ocurría abajo, en la orilla del canal. A mi alrededor, los camaradas de Alatriste disimulaban con bastante apariencia, mirando ora a un lado ora a otro, y disuadiendo con resueltas ojeadas, retorcer de bigotes y manos en los pomos de las espadas a quienes pretendían acercarse a echar un vistazo. Para que todo transcurriese en debida forma, habían hecho venir también a dos conocidos del valenciano, por si luego era necesaria fe de testigos sobre los pormenores del reñir.
– No querréis -añadió Alatriste- que os llamen Traganiños.
Lo dijo muy helado y con mucha zumba, y el valenciano masculló un pese a tal que todos pudimos oír desde lo alto del terraplén. No quedaba en él ni rastro de vapores de vino, y se pasaba la mano izquierda por la barba y el mostacho, muy descompuesto de talante, mientras sostenía la herreruza desenvainada en la diestra. A pesar de su aspecto amenazador, del juramento y de la hoja desnuda, en el sobrescrito se le veía que no estaba del todo inclinado a batirse; pues de otro modo ya se habría arrojado sobre el capitán, resuelto a madrugarle y llevárselo por delante. Había sido arrastrado hasta allí por la negra honrilla y por el estado poco airoso de su crédito tras la pendencia conmigo; pero echaba de vez en cuando ojeadas a lo alto del terraplén, como si aún confiara en que alguien terciase antes que todo fuere a más. De cualquier modo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a observar los movimientos de Diego Alatriste; que muy lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se había quitado el sombrero y ahora, siempre con movimientos despaciosos, alzaba por encima de la cabeza la bandolera con los doce apóstoles, la ponía junto al arcabuz en el suelo, a la orilla del canal, y luego empezaba a desabrocharse los pasadores del jubón, con la misma flema.