– Un hombre de hígados como vos… -repitió, fijos sus ojos en los del otro.
Al oírse tratar de vos por segunda vez, y además con tan fría guasa, el valenciano resopló furioso, miró hacia los del terraplén, dio un paso adelante y otro hacia un lado, y movió la espada de derecha a izquierda. Cuando no se aplicaba entre familiares, amigos o personas de muy diferente condición, el vos en lugar de uced o vuestra merced era fórmula poco cortés, que entre los siempre suspicaces españoles se tomaba muchas veces como insulto. Si consideramos que en Nápoles el conde de Lemos y don Juan de Zúñiga llegaron a meter mano a las toledanas, ellos y su séquito y hasta sus criados, y que ciento cincuenta aceros se desnudaron aquel día porque el uno llamó al otro señoría en vez de excelencia, y el otro al uno vuesamerced en vez de señoría, resulta fácil hacerse idea del asunto. Saltaba a la cara que el valenciano no sufría con agrado aquel voseo, y que, pese a su indecisión -era evidente que conocia de vista y de reputación al hombre que estaba frente a él-, eso no le dejaba más que batirse. El mero hecho de envainar la espada ante otro soldado que lo trataba de vos, y teniéndola como ya la tenía de modo tan fanfarrón en la mano, habría sido mucha afrenta para su reputación. Y pronunciada en castellano, la palabra reputación era entonces mucha palabra. No en balde los españoles peleamos siglo y medio en Europa arruinándonos por defender la verdadera religión y nuestra reputación; mientras que luteranos, calvinistas, anglicanos y otros condenados herejes, pese a especiar su olla con mucha Biblia y libertad de conciencia, lo hicieron en realidad para que sus comerciantes y sus compañías de Indias ganaran más dinero; y la reputación, si no gozaba de ventajas prácticas, los traía al fresco. Que siempre fue muy nuestro guiarse menos por el sentido práctico que por el orapronobis y el qué dirán. De modo que así le fue a Europa, y así nos fue a nosotros.
– Nadie os dio vela en este entierro -dijo el valenciano, ronco.
– Cierto -concedió Alatriste, como si hubiera considerado lo del entierro muy a fondo-. Pero pensé que todo un señor soldado como vos requería algo más parejo… Así que espero serviros yo.
Estaba en camisa, y los zurcidos de ésta, sus calzones remendados y las viejas botas sujetas bajo las rodillas con cuerdas de arcabuz, no disminuían un ápice su imponente apariencia. El agua del canal reflejó el brillo de su espada cuando la extrajo de la vaina.
– ¿Os place decirme vuestro nombre?
El valenciano, que se desabrochaba un justillo con tantos sietes y zurcidos como la camisa del capitán, hizo un gesto hosco con la cabeza. Sus ojos no se apartaban de la herreruza de su adversario.
– Me llaman García de Candau.
– Mucho gusto -Alatriste había llevado la mano zurda atrás, a su costado, y en ella relucía ahora también su daga vizcaína con guardas de gancho-. El mío…
– Sé cómo os llaman -lo interrumpió el otro-. Sois ese capitán de pastel que se da un título que no tiene.
En lo alto del terraplén, los soldados se miraron unos a otros. Al valenciano el vino le daba hígados, después de todo. Porque conociendo a Diego Alatriste, y pudiendo esperar librarse con una mojada de soslayo y unas semanas boca arriba, meterse en aquellas honduras era naipe fijo para irse por la posta. Así que todos quedamos expectantes, resueltos a no perder detalle.
Entonces ví que Diego Alatriste sonreía. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer aquella sonrisa: una mueca bajo el mostacho, fúnebre como un presagio, carnicera como la de un lobo cansado que una vez más se dispone a matar. Sin pasión y sin hambre. Por oficio.
Cuando retiraron al valenciano de la orilla, porque estaba con medio cuerpo en el agua, la sangre teñía de rojo, alrededor, el agua tranquila del canal. Todo se había hecho según las reglas de la esgrima y la decencia, puestos de firme a firme, dando el tajo y metiendo pies con aderezo de amagos de daga, hasta que la toledana del capitán Alatriste terminó entrando por donde solía. Así que al hacerse averiguaciones sobre esa muerte -entre barajas, pendencias y jiferazos contáronse otros tres despachados en la jornada, amén de media docena a los que apuñalaron de consideración- todos los testigos, soldados del rey nuestro señor y hombres de palabra, dijeron sin empacho que el valenciano había caído al canal, muy mamado, hiriéndose con su propia arma; de modo que el barrachel del tercio, bien aliviado para su coleto, dio por zanjado el negocio y cada mochuelo fuese a su olivo. Además, aquella misma noche se produjo el ataque holandés. Y el barrachel, y el maestre de campo, y los propios soldados, y el capitán Alatriste y yo mismo teníamos -vive Dios que sí- cosas más urgentes en que pensar.
V. LA FIEL INFANTERÍA.
El enemigo atacó en mitad de la noche, y los puestos de centinela perdida se convirtieron en eso, en perdidos por completo, acuchillados sin tiempo a decir esta boca es mía. Mauricio de Nassau había aprovechado las aguas revueltas del motín, e informado por sus espías vínose sobre Oudkerk desde el norte, intentando meter en Breda un socorro de holandeses e ingleses, con mucha copia de infantería y caballería que se adelantó haciendo gentil destrozo en nuestras avanzadas. El tercio de Cartagena y otro de infantería valona que acampaba en las cercanías, el del maestre don Carlos Soest, recibieron orden de situarse en el camino de los holandeses y retrasarlos hasta que nuestro general Spínola organizase el contraataque. De modo que en plena noche nos despertaron redobles de cajas, y píf anos, y gritos de tomar el arma. Y nadie que no haya vivido tales momentos puede imaginar la confusión y el desbarajuste: hachas encendidas iluminando carreras, empujones y sobresaltos, rostros serenos, graves o atemorizados, órdenes contradictorias, gritos de capitanes y sargentos disponiendo apresuradamente filas de soldados soñolientos, a medio vestir, que se colocan los arreos de guerra; todo ello entre el rataplán ensordecedor de tambores arriba y abajo del campamento a la población, gente asomada a las ventanas y a las murallas, tiendas abatidas, caballerías que relinchan y se alzan de manos contagiadas por la inminencia del combate. Y brillo de acero, y relucir de picas, morriones y coseletes. Y viejas banderas que son sacadas de sus fundas y se despliegan, cruces de Borgoña, barras de Aragón, cuarteles con castillos y leones y cadenas, a la luz rojiza de las antorchas y las fogatas.
La compañía del capitán Bragado se puso en marcha de las primeras, dejando a su espalda los fuegos del pueblo fortificado y el campamento, y adentrándose en la oscuridad a lo largo de un dique que bordeaba extensas marismas y turberas. Por la fila de soldados corría la palabra de que ibamos al molino Ruyter, cuyo paraje era paso obligado para el holandés en su camino a Breda, por ser lugar angosto y, a lo que decían, imposible de esguazar por otro sitio. Yo caminaba con los demás mochileros entre la compañía de Diego Alatriste, llevando su arcabuz y el de Sebastián Copons y muy cerca de ellos, pues también portaba provisión de pólvora y balas y parte de sus pertrechos; ejercicio constante que, dicho sea de paso, y gracias al dudoso privilegio de cargar como una mula, solíame fortalecer los miembros día tras día; que para un español -nosotros siempre hicimos, que remedio, rancho con las desgracias- nunca ha habido mal que por bien no venga. O viceversa:
Pues hermanos y señores,
ya sabéis sin que os lo diga