que se ganan los honores
con grandísima fatiga.
El camino no era fácil en la oscuridad, pues había muy poca luna y casi siempre cubierta; de modo que a trechos algún soldado tropezaba, o se detenía la hilada y chocaban unos con otros, y entonces a lo largo del dique corrían los votos a tal y los pardieces igual que granizada de balas. Mi amo era, como de costumbre, una silueta silenciosa a la que yo seguía cual sombra de una sombra; y así íbamos haciendo andar mientras en mi cabeza y mi corazón se cruzaban encontrados sentimientos: de una parte, la cercanía de la acción en una naturaleza joven como la mía; de la otra el reparo a lo desconocido, agravado por aquella tiniebla y por la perspectiva de reñir en campo abierto con enemigo numeroso. Tal vez por eso habíame impresionado sobremanera cuando, aún en Oudkerk y recién formado el tercio a la luz de las antorchas, hasta los más descreídos habíanse sosegado un momento para hincar rodilla en tierra y descubrirse, mientras el capellán Salanueva recorría las filas dándonos una absolución general, por si las moscas. Que aunque el páter era un fraile hosco y estúpido al que se le trababan los latines en el vino, a fin de cuentas era lo único más o menos santo que teníamos a mano. Pues una cosa no quita la otra; y vistos en mal trance, nuestros soldados prefirieron siempre un ego te absolvo de mano pecadora que irse a pelo al otro barrio.
Hubo un detalle que me inquietó sobremanera, y por los comentarios alrededor también dio que pensar a los veteranos. Franqueando uno de los puentes cercanos al dique, vimos que algunos gastadores alumbrados con fanales aprestaban hachas y zapas para derribarlo a nuestra espalda, sin duda por cortar el paso al holandés en aquella parte; pero eso significaba también que ningún refuerzo ibamos a tener de ese lado, y que por ahí se nos hacía imposible un eventual sálvese quien pueda. Quedaban otros puentes, sin duda; pero calculen vuestras mercedes el efecto que eso hace cuando marchas a oscuras hacia el enemigo.
El caso es que con puente a nuestra espalda o sin él, llegamos al molino Ruyter antes del alba. Desde allí podíase oír el petardeo lejano de la escopetada que nuestros arcabuceros más avanzados sostenían escaramuzando con los holandeses. Ardía una fogata, y a su resplandor vi al molinero y su familia, mujer y cuatro hijos de poca edad, todos en camisa y espantados, desalojados de su vivienda y mirando impotentes cómo los soldados rompían puertas y ventanas, fortificabanel piso superior y amontonaban los pobres muebles para formar baluarte. Las llamas hacían relucir morriones y coseletes, lloraban los críos de terror ante aquellos hombres rudos vestidos de acero, y se llevaba el molinero las manos a la cabeza, viéndose arruinado y devastada su hacienda sin que nadie se conmoviera por ello; que en la guerra toda tragedia viene a ser rutina, y el corazón del soldado se endurece tanto en la desgracia ajena como en la propia. En cuanto al molino, nuestro maestre de campo lo había elegido como puesto de mando y observatorio, y veíamos a don Pedro de la Daga conferenciar en la puerta con el maestre de los valones, rodeados ambos de sus planas mayores y sus banderas. De vez en cuando volvíanse a mirar unos fuegos lejanos, distantes cosa de media legua, como de casares que ardían en la distancia, donde parecía concentrarse el grueso de los holandeses.
Aún se nos hizo avanzar un poco más, dejando atrás el molino; y las compañías se fueron desplegando en las tinieblas entre los setos y bajo los árboles, pisando hierba empapada que nos mojaba hasta las rodillas. La orden era no encender fuegos de leña y esperar, y de vez en cuando una escopetada cercana o una falsa alarma hacían agitarse las filas, con muchos quién vive y quién va y otras voces militares al uso; que el miedo y la vigilia son malos compañeros del reposo. Los de vanguardia tenían las cuerdas de los arcabuces encendidas, y en la oscuridad brillaban sus puntos rojos como luciérnagas. Los más veteranos se tumbaron en el suelo húmedo, resueltos a descansar antes del combate. Otros no querían o no podían, y se estaban muy en vela y alerta, escudriñando la noche, atentos al escopeteo esporádico de las avanzadillas que escaramuzaban cerca. Yo estuve todo el tiempo junto al capitán Alatriste, que con su escuadra fue a tenderse junto a un seto. Los seguí tanteando en la oscuridad, con la mala fortuna de arañarme cara y manos en las zarzas, y un par de veces oí la voz de mi amo llamándome para asegurarse de que estaba cerca. Por fin requirió él su arcabuz y Sebastián Copons el suyo, y me encargaron mantuviera una cuerda encendida de ambos cabos por si les fuere menester. Así que saqué de mi mochila eslabón y pedernal, y chisqueando al resguardo del seto hice lo que me mandaron y soplé bien la mecha, poniéndola en un palo que clavé en el suelo para que se mantuviera seca y encendida y todos pudieran proveerse de ella. Luego me acurruqué con los demás, intentando descansar de la caminata, y quise dormir un poco. Mas fue en vano. Hacía demasiado frío, la hierba húmeda calaba por abajo mis ropas, y por arriba el relente de la noche nos empapaba a todos muy a gusto de Belcebú. Sin apenas darme cuenta fui arrimándome al reparo del cuerpo de Diego Alatriste, que permanecía tumbado e inmóvil con su arcabuz entre las piernas. Sentí el olor de sus ropas sucias mezclado con el cuero y metal de sus arreos, y me pegué a él en busca de calor; cosa que no me estorbó, manteniéndose inmóvil al sentirme cerca. Y sólo más tarde, cuando dio en rayar el alba y yo empecé a tiritar, se ladeó un instante y cubrióme sin decir palabra con su viejo herreruelo de soldado.
Los holandeses se vinieron muy gentilmente sobre nosotros con la primera luz. Su caballería ligera dispersó nuestras avanzadillas de arcabuceros, y a poco los tuvimos encima en filas bien cerradas, intentando ganarnos el molino Ruyter y el camino que por Oudkerk llevaba a Breda. La bandera del capitán Bragado recibió orden de escuadronarse con las otras del tercio en un prado rodeado de setos y árboles, entre la marisma y el camino; y al otro lado de tal camino dispúsose la infantería valona de don Carlos Soest -toda de flamencos católicos y leales al rey nuestro señor-, de modo que entrambos tercios cubríamos la extensión de un cuarto de legua de anchura que era paso obligado para los holandeses. Y a fe que resultaba bizarra y de admirar la apariencia de aquellos dos tercios inmóviles en mitad de los prados, con sus banderas en el centro del bosque de picas y sus mangas de arcabuces y mosquetes cubriendo el frente y los flancos, mientras los suaves desniveles del terreno en los diques cercanos se iban cubriendo de enemigos en pleno avance. Aquel día íbamos a batirnos uno contra cinco; hubiérase dicho que Mauricio de Nassau vaciaba los Estados de gente para echárnosla toda encima.
– Por vida del rey, que va a ser bellaco lance -oí comentar al capitán Bragado.
– Al menos no traen la artillería -apuntó el alférez Coto.
– De momento.
Tenían los párpados entornados bajo las alas de los sombreros y miraban con ojo profesional, como el resto de los españoles, el relucir de picas, corazas y yelmos que iba anegando la extensión de terreno frente al tercio de Cartagena. La escuadra de Diego Alatriste estaba en vanguardia, arcabuces listos y mosquetes apoyados en sus horquillas, balas en boca y cuerdas encendidas por ambos extremos, formando una manga protectora sobre el ala izquierda del tercio escuadronado, ante las picas secas y los coseletes que se mantenían detrás, a un codo cada piquero de otro, ligeros y lanza al hombro los primeros y bien herrados los segundos de morrión, gola, peto y espaldar, con las picas de veinticinco palmos apoyadas en el suelo, esperando. Yo estaba a la distancia de una voz del capitán Alatriste, listo para socorrerlo a él y a sus camaradas con provisión de pólvora, plomos de una onza y agua cuando la hubieren menester. Alternaba mis miradas entre las cada vez más espesas filas de holandeses y la apariencia impasible de mi amo y los demás, cada uno quieto en su puesto, sin otra conversación que un apunte dicho en voz baja a los compañeros cercanos, una mirada plática allá o acá, una expresión absorta, una oración dicha entre dientes, un retorcer de mostachos o una lengua pasada por los labios secos, esperando. Excitado por la inminencia del combate, deseando ser útil, fuime hasta Alatriste por si quería refrescarse o algo se le ofrecía; pero apenas reparó en mí. El mocho de su arcabuz hallábase apoyado en el suelo y él tenía las manos sobre el cañón, la mecha humeante enrollada a la muñeca izquierda, y sus ojos claros observaban atentos el campo enemigo. Dábanle las alas del chapeo sombra en la cara, y llevaba el coleto de piel de búfalo bien ceñido bajo la pretina con los doce apóstoles, espada, vizcaína y frasco de pólvora cruzada sobre la descolorida banda roja. Su perfil aguileño subrayado por el enorme mostacho, la piel tostada del rostro y las mejillas hundidas, sin afeitar desde el dia anterior, lo hacían parecer más flaco que de costumbre.