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– ¡Ojo a la zurda! -alertó Bragado, echándose la jineta al hombro.

A nuestra izquierda, entre las turberas y los árboles cercanos, merodeaban caballos ligeros holandeses reconociendo el terreno. Sin esperar otras órdenes, Garrote, Llop y cuatro o cinco arcabuceros se adelantaron unos pasos, pusieron un poco de pólvora en los bacinetes, y apuntando con cuidado dieron una rociada a los herejes, que tiraron de las riendas y se retiraron sin ceremonia. Al otro lado del camino el enemigo ya estaba sobre el tercio de Soest, ofendiéndolo de cerca con descargas de arcabucería, y los valones respondían muy bien al fuego por el fuego. Desde donde me hallaba vi que una tropa numerosa de caballos corazas se acercaba con intención de darles una carga, y que las picas valonas se inclinaban como reluciente gavilla de fresno y acero, listas para recibirla.

– Ahí vienen -dijo Bragado.

El alférez Coto, que iba cubierto con un coselete y mangas de cota de malla -llevar la bandera lo exponía a tiros y toda suerte de golpes enemigos-, cogió el estandarte de manos de su sotalférez y fue a reunirse con las otras enseñas en el centro del tercio. De los árboles y los setos, recortados frente a nosotros por el contraluz de los primeros rayos horizontales de sol, los holandeses salían a cientos, recomponiendo sus filas al llegar al prado. Gritaban mucho para darse ánimos -iban con ellos no pocos ingleses, tan vociferantes en el reñir como en el beber-; y de ese modo, sin dejar de avanzar, se hilaban en buen orden a doscientos pasos, con sus arcabuceros sueltos tirándonos ya por delante, aún fuera de alcance. Ya dije a vuestras mercedes que, pese a ser plático en Flandes, aquélla era mi primera refriega general en campo abierto; y nunca hasta entonces había visto a los españoles esperando a pie firme una acometida. Lo más particular era el silencio en que aguardaban; la inmovilidad absoluta con que aquellas filas de hombres cetrinos, barbudos, venidos del país más indisciplinado de la tierra, veían acercarse al enemigo sin una voz, un estremecimiento, un gesto que no estuviera regulado por las ordenanzas del rey nuestro señor. Fue ese día, frente al molino Ruyter, cuando alcancé muy de veras por qué nuestra infantería fue, y aún había de ser durante cierto tiempo, la más temida de Europa: el tercio era, en combate, una máquina militar disciplinada, perfecta, en la que cada soldado conocía su oficio; y ésa era su fuerza y su orgullo. Para aquellos hombres, variopinta tropa hecha de hidalgos, aventureros, rufianes y escoria de las Españas, batirse honrosamente por la monarquía católica y por la verdadera religión confería a quien lo hiciera, incluso al más villano, una dignidad imposible de acreditar en otra parte:

Troqué por Flandes mi famosa tierra,

donde hermanos segundos, no heredados,

su vejación redimen en la guerra,

si mayorazgos no, siendo soldados.

…Como muy bien, y al hilo de este discurso, escribió el fecundo ingenio toledano fray Gabriel Téllez, por más famoso nombre Tirso de Molina. Que al socaire de la invencible reputación de los tercios, hasta el más ruin maltrapillo conocía ocasión de apellidarse hidalgo:

Mi linaje empieza en mí,

porque son mejores hombres

los que sus linajes hacen,

que aquellos que los deshacen

adquiriendo viles nombres.

En cuanto a los holandeses, ésos no gastaban tantos humos y se les daban un ardite los linajes; pero aquella mañana venían muy valientes y por derecho camino de Breda, resueltos a acortar distancias: algunos mosquetazos zumbaban ya al límite de su alcance, rodando sin fuerza las pelotas de plomo por la hierba. Vi a nuestro maestre don Pedro de la Daga, que bien rebozado de hierro milanés se tenía a caballo junto a las banderas, calarse la celada con una mano y alzar la bengala de mando en la otra. Al momento redobló el tambor mayor, y en seguida se le unieron las otras cajas del tercio. Aquel batir prolongóse interminable; y se diría que helaba la sangre, pues alrededor hízose un silencio mortal. Los mismos holandeses, cada vez más cercanos hasta el punto de que ya podíamos distinguir sus rostros, ropas y armas, calaron un instante y vacilaron, impresionados por el redoble que surgía de aquellas filas inmóviles que les estorbaban el camino. Luego, incitados por sus cabos y oficiales, reanudaron avance y vocerío. Se hallaban ya muy cerca, a sesenta o setenta pasos, con picas dispuestas y arcabucería a punto. Veíamos arder los cabos de sus mechas.

Entonces corrió una voz por el tercio; una voz desafiante y recia, repetida de hilada en hilada, creciendo en un clamor que terminó por ahogar el sonido de los parches:

– ¡España!… ¡España!… ¡Cierra España!

Aquel cierra era grito viejo, y siempre significó una sola cosa: guardaos, que ataca España. Al oírlo retuve el aliento, volviéndome a mirar a Diego Alatriste; mas no alcancé a saber si él también lo había voceado, o no. Al batir de los tambores, las primeras filas de españoles movíanse ahora hacia adelante; y él avanzaba con ellas, suspendido el arcabuz, codo a codo con los camaradas, Sebastián Copons a un lado y Mendieta al otro, muy juntos al capitán Bragado y sin dejar espacios entre sí. Marchaban todos al mismo ritmo lento, ordenados y soberbios como si desfilaran ante el propio rey. Los mismos hombres amotinados días antes por sus pagas iban ahora dientes prietos, mostachos enhiestos y cerradas barbas, andrajos cubiertos por cuero engrasado y armas relucientes, fijos los ojos en el enemigo, impávidos y terribles, dejando tras de sí la humareda de sus cuerdas encendidas. Corrí en pos para no perderlos de vista, entre las balas herejes que ya zurreaban en serio, pues sus arcabuceros y coseletes estaban muy cerca. Iba sin aliento, ensordecido por el estruendo de mi propia sangre, que batía venas y tímpanos como si las cajas redoblasen en mis entrañas.

La primera descarga cerrada de los holandeses nos llevó algún hombre, arrojando sobre nosotros una nube de humo negro. Cuando éste se disipó, vi al capitán Bragado con la jineta en alto, y a Alatriste y a sus camaradas detenerse con mucha calma, soplar las mechas, calar arcabuces y arrimarles la cara. Y de ese modo, a treinta pasos de los holandeses, el tercio viejo de Cartagena entró en fuego.

– ¡Cerrar filas!… ¡Cerrar filas!

El sol llevaba dos horas en el cielo y el tercio peleaba desde el amanecer. Las filas adelantadas de arcabuceros españoles habían mantenido su línea haciendo mucho daño a los holandeses hasta que, ofendidos de cerca por tiros, picas y escaramuzas de caballos ligeros, retrocedíendo sin perder cara al enemigo, habíanse vuelto sobre el tercio escuadronado; donde ahora formaban, junto a los piqueros, un muro infranqueable. A cada carga, a cada escopetada, los huecos dejados por los hombres que caían eran cubiertos por los que estaban en pie, y en cada ocasión los holandeses encontraban siempre, al llegar hasta nosotros, la barrera de picas que una y otra vez los hacía retroceder.

– ¡Ahí vienen otra vez!

Diríase que el diablo vomitaba herejes, pues era la tercera que nos daban carga. Sus lanzas se acercaban de nuevo, brillando entre la densa humareda. Nuestros oficiales estaban roncos de dar voces; y al capitán Bragado, que había perdido el sombrero en la refriega y tenía la cara tiznada de pólvora, la sangre holandesa no llegaba a cuajársele en la hoja de la espada.

– ¡Calad picas!

En la parte frontera del escuadrón, a menos de un pie uno del otro y bien guarnecidos con sus petos y morriones de cobre y acero, los coseletes arrimaron las largas picas al pecho, y tras hacerlas bascular sobre la mano zurda pusiéronlas horizontales con la derecha, prestos a cruzarlas con las del enemigo. Mientras, nuestros arcabuceros de los lados ofendían muy seriamente a los contrarios. Yo me hallaba entre ellos, bien arrimado a la escuadra de mi amo, procurando no estorbar a los hombres que cargaban y disparaban: a pulso los arcabuces, apoyados con la horquilla en tierra los más pesados mosquetes. Iba y venía socorriendo a éste con provisión de pólvora, al otro de balas, o alcanzándole a aquél la frasca de agua que llevaba yo atada con una cuerda en bandolera. La escopetada levantaba un humo que ofendía vista y olfato, y me hacía llorar; y las más veces debía guiarme casi a ciegas entre los que me reclamaban.