Acababa de entregarle al capitán Alatriste un puñado de balas, que ya le escaseaban, y vi cómo ponía varias en la bolsa que llevaba colgada sobre el muslo derecho, se metía dos en la boca y echaba otra al caño del arcabuz,, la atacaba bien, y luego echaba polvorín al bacinete, soplaba la mecha enrollada en la mano izquierda, la calaba y se subía el arma a la cára para tomarle el punto al holandés más próximo. Hizo tales movimientos de modo mecánico, sin dejar de buscar al otro con la vista, y cuando salió el tiro vi que al hereje, un piquero con un morrión enorme, se le abría un boquete en el peto de hierro y caía atrás, oculto entre sus camaradas.
Ya se trababan picas con picas a nuestra derecha, y una buena hilada de coseletes herejes se desviaba también arremetiendo contra nosotros. Diego Alatriste acercó la boca al caño caliente del arcabuz, escupió dentro una bala, repitió con mucha flema los movimientos anteriores y disparó de nuevo. El rastro quemado de su propia pólvora le cubría de gris cara y mostacho, encaneciéndoselo. Sus ojos, rodeados ahora del tizne que acentuaba las arrugas, rojizos los lagrimales irritados por el humo, seguían con obstinada concentración el avance de las filas holandesas, y cuando fijaba un nuevo enemigo al que apuntar, lo miraba todo el tiempo cual si temiera perderlo; como si matarlo a él y no a otro fuese una cuestión personal. Tuve la impresión de que elegía con cuidado a sus presas.
– ¡Ahí están!… -voceó el capitán Bragado-. ¡Tened duro!… ¡Tened duro!
Para eso, para tener duro, le habían dado Dios y el rey a Bragado dos manos, una espada y un centenar de españoles. Y era tiempo de emplearlos a fondo, porque las picas holandesas se nos venían con mucha decisión encima. En el fragor de la escopetada oí jurar a Mendieta, con ese fervor que sólo somos capaces de emplear en nuestras blasfemias los vascongados, porque se le había partido la llave del arcabuz. Después un gorrión de plomo pasó a una pulgada de mi cara, zaaas, chac, y justo detrás de mí se vino abajo un soldado. A nuestra diestra el paisaje era un bosque de picas españolas y holandesas trabadas unas con otras; y como una ondulación erizada de acero, aquella línea se disponía también a golpearnos a nosotros con su extremo. Vi a Mendieta voltear el arcabuz y agarrarlo por el caño, para usarlo como maza. Todos descargaban apresurados los últimos escopetazos.
– ¡España!… ¡Santiago!… ¡España!
Tremolaban a nuestra espalda, detrás de las picas, las cruces de San Andrés acribilladas de balas. Los holandeses ya estaban allí mismo, alud de ojos espantados o terribles, rostros sangrantes, gritos, corazas, morriones, aceros; herejes grandes, rubios y muy valerosos que amagaban con picas y alabardas procurando clavárnoslas, o nos acometían espada en mano. Vi cómo Alatriste y Copons, hombro con hombro, tiraban los arcabuces al suelo y desenvainaban toledanas, afirmando bien los pies. También vi entrarse las picas holandesas por nuestras filas y sus moharras herir y mutilar, revolviéndose tintas en sangre; y a Diego Alatriste tirando tajosy cuchilladas entre las largas varas de fresno. Agarré una que pasóme cerca, y un español que estaba a mi lado le metió la herreruza por la garganta al holandés que la sostenía al otro extremo, hasta que la sangre, chorreando por el asta, me llegó a las manos. Cerraban ya las picas españolas en nuestro socorro, tendiéndose desde atrás para ofender a los holandeses por encima de nuestros hombros y en los huecos dejados por los muertos; todo era un laberinto de lanzas trabadas unas con otras, y entre ellas arreciaba la carnicería.
Fuíme hacia Alatriste, abriéndome paso a empujones entre los camaradas, y cuando un holandés se le entró por los filos de la espada y vino a dar a sus pies, trabándoselos con los brazos en un intento de derribarlo también, grité sin oír mi propia voz, desenvainé la daga y me llegué a él como un rayo, resuelto a defender a mi amo así me hicieran pedazos. Ofuscado por aquella locura caíle encima al hereje con una mano sobre su cara y apretándole la cabeza contra el suelo, mientras Alatriste se desembarazaba de él a patadas y volvía a pasarle el cuerpo con su espada un par de veces, desde arriba. Revolvíase el holandés sin terminar de irse por la posta. Era hombre vigoroso, ya hecho; sangraba como toro de Jarama bien picado, por narices y boca, y recuerdo el tacto pegajoso de su sangre, roja y sucia de pólvora y tierra en la cara blanca y llena de pecas, cubierta de cerdas rubias. Se debatía sin resignarse a morir, el hideputa, y yo me debatía con él. Teniéndolo siempre sujeto con la zurda, afirmé bien la daga de misericordia en la diestra y dile tres lindas puñaladas con mucho brío en las costillas; pero apechugaba tan de cerca que las tres resbalaron sobre el coleto de cuero que le protegía el torso. Sintió los golpes, pues vi sus ojos muy abiertos, y soltó al fin las piernas de mi amo para protegerse la cara, cual si temiera fuese a herirlo allí, al tiempo que exhalaba un gemido. Yo estaba ciego al mismo tiempo de pavor y de furia, descompuesto por aquel maldito que tan tozudamente se negaba a ser despachado. Entonces le puse la punta de la daga entre las presillas del coleto -«Nee… Srinden… Nee!», murmuraba el hereje- y apoyé con todo el peso de mi cuerpo; y en menos de un avemaría tuvo un último vómito de sangre, puso los ojos en blanco y quedóse tan quieto como si no hubiera vivido nunca.
– ¡España!… ¡Se retiran!… ¡España!
Retrocedían las maltrechas filas de holandeses, pisoteando cadáveres de sus camaradas y dejando la hierba bien sazonada de muertos. Unos pocos españoles bisoños hacían amago de perseguirlos, pero la mayor parte de los soldados se mantuvieron donde estaban: los del tercio de Cartagena eran casi todos soldados viejos; demasiado como para correr desbaratando las filas, a riesgo de caer en un ataque de flanco o una emboscada. Yo sentí que la mano de Alatriste me agarraba por el cuello del jubón, dándome vuelta para ver si estaba ileso, y al levantar el rostro hallé sus iris glaucos. Luego, sin un gesto de más ni una palabra, me apartó del holandés fiambre echándome hacia atrás. El brazo con que sostenía su espada parecióme cansado, exhausto, cuando lo alzó para envainarla después de limpiar la hoja en el coleto del muerto. Tenía sangre en la cara, en las manos y en la ropa; pero ninguna era suya. Miré alrededor. Sebastián Copons, que buscaba su arcabuz entre un montón de cadáveres españoles y holandeses, sí sangraba de la propia por una brecha abierta en la sien.
– Cagüenlostia -decía aturdido el aragonés, tocándose dos pulgadas de cuero cabelludo que le colgaban sobre la oreja izquierda.
Se levantaba el tasajo con el pulgar y el índice ennegrecidos de sangre y pólvora, sin saber muy bien qué hacer con aquello. De modo que Alatriste sacó un lienzo limpio de la faltriquera, y, tras ponerle como pudo la piel en su sitio, anudóselo en torno a la cabeza.
– Casi me avían esos gabachos, Diego.
– Será otro día.
Copons se encogió de hombros.
– Será.
Me incorporé tambaleante, mientras los soldados rehacían las hiladas, empujando afuera los cadáveres holandeses. Algunos aprovecharon para registrarlos muy por encima, despojándolos de cuanto botín les encontraban. Vi a Garrote usar la vizcaína sin el menor empacho para cortar dedos, embolsándose anillos, y a Mendieta procurarse un arcabuz nuevo.
– ¡Cerrad filas! -bramó el capitán Bragado.
Los escuadrones holandeses volvían a formarse con tropas de refresco a cien pasos, y entre ellos brillaban los petos de su caballería. Así que nuestros soldados dejaron el despojo para luego y se alinearon de nuevo tocándose con los codos, mientras los heridos gateaban hacia atrás, saliéndose como podían de la línea. Fue necesario apartar también los muertos españoles para restablecer en su sitio la formación: el tercio no había retrocedido un palmo de terreno.
De ese modo pasamos entretenidos la mañana y nos entramos en el mediodía, aguantando cargas holandesas a pie quedo, apellidando Santiago y España cuando se nos venían muy encima, retirando a nuestros muertos y vendando sobre el terreno nuestras heridas hasta que los herejes, ciertos de que aquella muralla de hombres impasibles no pensaba moverse de su sitio en toda la jornada, empezaron a cargarnos con menos entusiasmo. Yo había agotado mi provisión de pólvora y balas, y pasaba el tiempo registrando cadáveres por hacer requisa. Algunas veces, aprovechando que los holandeses estaban más lejos entre asalto y asalto, adelantábame buen trecho a campo raso para proveerme en los despojos de sus propios arcabuceros, y varias hube de regresar corriendo como una liebre, con sus mosquetazos zurreándome las orejas. También agoté el agua con que socorría a mi amo y a sus camaradas -la guerra da una sed de mil diablos- e hice no pocos viajes al canal que teníamos a la espalda; un camino poco grato, pues estaba sembrado de todos nuestros heridos y moribundos que habíanse retirado, y aquello era desfilar por un muy triste escenario, horribles heridas, mutilaciones, muñones sangrantes, lamentos en todas las lenguas de España, estertores de agonía, plegarias, blasfemias, y latines del capellán Salanueva, que iba y venía con la mano cansada de repartir extremaunciones que, agotados los óleos, daba con saliva. Que los menguados que hablan de la gloria de la guerra y las batallas deberían recordar las palabras del marqués de Pescara: «Que Dios me dé cien años de guerra y no un día de batalla», o darse paseos como el que yo me di aquella mañana para conocer la verdadera trastienda, la tramoya del espectáculo de las banderas, las trompetas, y los discursos inventados por bellacos y valentones de retaguardia; esos que salen de perfil en las monedas y en las estatuas sin haber oído jamás zumbar una bala, ni visto morir a los camaradas, ni mancharon nunca sus manos con sangre de un enemigo, ni corrieron nunca peligro de que les volaran los aparejos de un escopetazo en las ingles.