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Aprovechaba yo mis idas y venidas al canal para echar vistazos al camino que venía del molino Ruyter y de Oudkerk, por si llegaba el socorro, pero siempre encontraba el camino vacío. Eso me permitía también abarcar la extensión del campo de batalla, con los holandeses enfrente y los dos tercios cerrándoles el paso a ambos lados del camino, el español a mi izquierda y el de Soest a la diestra. Todo era infinidad de destellos de acero, fogonazos de mosquetería, humo de pólvora y banderas entre tupidos bosques de picas. Hacían muy bien su deber nuestros camaradas valones, pero lo cierto es que llevaban la peor parte, estrechados muy de cerca por la arcabucería hereje y agrias cargas de caballos corazas. Cada vez, después de rechazar un nuevo asalto, se levantaban menos picas en el escuadrón; y aunque los de Soest eran gente de mucha honra y vergüenza, empezaban a debilitarse sin remedio. El mal lance era que si ellos se iban abajo, los holandeses podían adelantarse por su terreno para ganar espaldas al tercio de Cartagena, flanqueándolo y estorbándolo mucho, y el molino Ruyter y el camino a Oudkerk y Breda estarían perdidos. Regresé a mi tercio con esa inquietud en el ánimo, y no me alentó pasar junto a nuestro maestre de campo, que con sus oficiales y entretenidos estaba a caballo en el centro del escuadrón. Un golpe de mosquete holandés se le había demorado en la coraza por venir cansado de lejos, haciéndole muy linda abolladura en el peto repujado milanés; pero amén de eso nuestro coronel parecía con buena salud, a diferencia de su corneta mayor, a quien habían matado de un tiro en la boca y ahora estaba en el suelo, a los pies de los caballos, sin que a nadie se le diera una higa. Vi que don Pedro de la Daga y su plana mayor observaban, ceños fruncidos, las castigadas filas de los valones. Hasta yo mismo, en mi bisoñez, comprendía que si se venían abajo los de Soest, los españoles, sin caballería que nos abrigase no tendríamos otra que retroceder hacia el molino Ruyter para no ser flanqueados; con el ruin efecto que ver al tercio retirarse podía acarrear en tal lance. Que una cosa es el respeto y temor del enemigo cuando topa con un muro de hombres resueltos, y otra ver que éstos buscan menos reñir que su salud, aunque lo hagan despacio y sin perder las maneras. Y más en un tiempo en que los españoles teníamos tanta fama de crueldad en los asaltos como de orgullo e impavidez a la hora de morir, sin que hasta entonces casi nadie nos hubiese visto la color de las espaldas ni en pintura; con lo que valían parejas nuestras picas y nuestra reputación.

El sol se acercaba a su cenit cuando los valones, tras haber servido a su rey y a la verdadera religión con mucha decencia, se vinieron abajo. Una carga de caballos y la presión de la infantería holandesa terminó por deshilar sus filas, y desde este lado del camino vimos cómo, pese a los esfuerzos de sus oficiales, una parte se desmandaba hacia el molino Ruyter y otra, la más entera, se nos venía encima buscando resguardarse en nuestro cuadro. Con ellos venía su maestre don Carlos Soest, hecho un eccehomo, sin almete y con los dos vrazos rotos por tiros de arcabuz, rodeado de oficiales que intentaban salvar las banderas. Casi nos desbarataron al venirse encima con tanto desorden; mas lo peor fue que tras ellos, a sus alcances, llegaban también los caballos y la infantería holandesa dispuestos a rematar faena del mismo tajo. Por ventura nuestra venían con el impulso del otro asalto, muy a la deshilada, probando suerte a ver si nos descomponíamos solos en la confusión. Pero ya dije que los del tercio de Cartagena eran soldados pláticos y se habían visto en otras; así que, sin apenas órdenes, tras dejar pasar a un número razonable de valones, las filas de nuestro flanco derecho se cerraron como si fueran de hierro, y arcabuces y mosquetes largaron una pavorosa escopetada que despachó, dos al precio de uno, buen golpe de rezagados del tercio de Soest y de holandeses que venían hiriéndolos por detrás.

– ¡Calad picas a la derecha!

Sin apresurarse, con la sangre fría de su disciplina legendaria, las filas de coseletes de nuestro flanco giraron para dar cara a los holandeses. Luego apoyaron las contras de las picas en el suelo, afirmándolas con un pie, y dirigieron las cuchillas al frente sujetando el asta con la zurda, al tiempo que desenvainaban la espada con la diestra. Listos para desjarretar los caballos que se les venían encima.

– ¡Santiago!… ¡España y Santiago!

Los holandeses se detuvieron como si diesen en un muro. El choque a la derecha del cuadro fue tan brutal que las largas astas se quebraron en pedazos clavadas en los caballos, trabadas con las enemigas, en una madeja de lanzas, espadas, dagas, cuchilladas y culatazos.

– ¡Calad picas al frente!

Los herejes nos cargaban también por delante, saliendo otra vez de los bosques, ahora con la caballería avanzada y los coseletes detrás. Nuestros arcabuceros hicieron de nuevo su oficio con flema de infantería vieja, calando y tirando en buen orden, sin pedir pólvora ni balas a voces y sin descomponerse en absoluto; y vi que entre ellos Diego Alatriste soplaba la mecha, encaraba y hacía el punto para disparar muy en sazón. La escopetada dio con buen trozo de holandeses en tierra; pero el grueso aún llegó entero y sobrado, de modo que nuestras mangas de arcabuces, y yo con ellas, tuvieron que refugiarse entre las picas. En la confusión perdí de vista a mi amo, y sólo pude ver a Sebastián Copons, cuyo vendaje en la cabeza reforzaba su aspecto aragonés, meter mano con resolución a la espada. Algunos españoles descompuestos tornilleaban yéndose hacia atrás por entre los compañeros; que no siempre Iberia parió leones. Pero la mayoría aguantó firme. Las balas chascaban dando en carne a mi alrededor. Un piquero me salpicó de sangre y cayóme encima invocando en portugués a la Madre de Deus. Me zafé de él, aparté su lanza que me trababa las piernas, y vime zarandeado por el flujo y reflujo de las filas de hombres, entre sus ropas mugrientas y ásperas, el olor a sudor, a pólvora quemada y a sangre.

– ¡Aguantad!… ¡España!… ¡España!

A nuestra espalda, tras las filas apretadas que protegían las banderas, el tambor redoblaba imperturbable. Chascaban más balas y caían más hombres, y cada vez se cerraban las filas sobre los huecos, y yo tropezaba con los cuerpos rudos armados de hierro a mi alrededor. Apenas veía nada de lo que pasaba delante, y empinábame sobre las puntas de los pies para mirar por encima de los hombros cubiertos de coletos y correajes, sobre los ajados sombreros, el acero de corazas y morriones, arcabuces, mosquetes, relucir de picas, alabardas y espadas. Me sofocaban el calor y la humareda de pólvora. Se me iba sin remedio la cabeza, y con los últimos restos de lucidez eché mano atrás, y desenvainé la daga.