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– ¡Oñate!… ¡Oñate! -grité con toda mi alma.

Un instante después, con crujido de astas, relinchos de monturas heridas y batir de aceros, los caballos corazas holandeses nos cayeron encima, y ya sólo Dios pudo reconocer a los suyos.

VI. EL DEGÜELLO.

A veces miro el cuadro, y recuerdo. Ni siquiera Diego Velázquez, pese a que le conté cuanto pude de todo aquello, fue capaz de reflejar en el lienzo -apenas se insinúa entre el fondo de humaredas y la bruma gris- el largo y mortal camino que todos hubimos de recorrer hasta componer tan majestuosa escena, ni las lanzasque se quedaron en el camino sin ver levantarse el sol de Breda. Yo mismo, años después, aún había de ver ensangrentados los hierros de esas mismas lanzas en carnicerías como Nordlingen o Rocroi; que fueron, respectivamente, último relumbrar del astro español y terrible ocaso para el ejército de Flandes. Y de esas batallas, como de aquela mañana ante el molino Ruyter, recuerdo sobre todo los sonidos: gritos de los hombres, palilleo de picas, estrépito del acero contra el acero, golpes de las armas rasgando ropas, entrando en la carne, rompiendo huesos. Una vez, mucho después, Angélica de Alquézar me preguntó en tono frívolo si había algo más siniestro que el ruido de un azadón enterrando una patata. Respondí sin vacilar que sí, que el chasquido de un acero hendiendo un cráneo; y la vi sonreír, mirándome fija y reflexiva con aquellos ojos azules que el diablo le concedió. Y luego alargó una mano y con los dedos me tocó los párpados que yo había tenido abiertos ante el horror, y la boca con la que tantas veces había gritado mi miedo y mi valor, y las manos que habían empuñado acero y derramado sangre. Y luego me besó con su boca amplia y cálida, y aún sonreía cuando lo hizo y cuando se apartó de mí. Y ahora que Angélica lleva muerta tanto como aquella España y aquel tiempo que narro, no puedo borrar de mi memoria esa sonrisa. La misma que aparecía en sus labios cada vez que hacía el mal, cada vez que ponía mi vida en peligro, o cada vez que besaba mis cicatrices. Alguna de las cuales, pardiez, como ya adelanté en otro sitio, hízome ella misma.

También recuerdo el orgullo. Entre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que raras veces la vida ofrece ocasíón de perderla con dignidad y con honra.

El caso es que busqué a mi amo. En medio de aquella furia, entre caballos desventrados que se pisoteaban las tripas, estocadas y pistoletazos, anduve de empujones a sobresaltos, daga en mano, llamando a gritos al capitán Alatriste. Por todas partes se mataba mucho y bien; mas nadie lo hacía ya por el rey, sino para no dar la existencia de barato. Las primeras filas de nuestro escuadrón eran una sarracina de españoles y holandeses que se acuchillaban con mucho encono abrazados unos a otros, y las bandas anaranjadas o rojas eran las únicas referencias a la hora de clavar hierro o apoyarse en el camarada hombro con hombro.

Ése fue mi primer combate de verdad, a la desesperada, contra todo aquel que se me antojaba enemigo. Yo había estado ya en malos lances, dado un pistoletazo a un hombre en Madrid, cruzado acero con Gualterio Malatesta, tomado por asalto la puerta de Oudkerk y escaramuzado un poco por todas partes, en Flandes; lo que para un mozo no resulta, voto a Dios, biografía baladí. Incluso momentos antes había rematado con mi daga al hereje malherido por el capitán Alatriste, y su sangre manchaba mi jubón. Pero nunca, hasta aquella carga holandesa, habíame visto como ahora me veía, sumido en tal locura, llegado al punto donde cuenta más el azar que el valor o la destreza. Dábanse todos buena maña en la pelea, bien trabados unos con otros, en tropel de hombres que pisoteaban muertos y heridos, acuchillándose muy en corto sobre la hierba ensangrentada, inútiles ya picas, arcabuces y casi las espadas, pues tajábase muy lindamente de daga y puñal, punteado todo ello por los tiros a bocajarro de pistola. Ignoro cómo pude mantenerme vivo a través de semejante escabechina; pero lo cierto es que, al cabo de unos instantes o de un siglo -hasta el tiempo había dejado de correr como era debido-, vime contuso, zarandeado y lleno a una de espanto y de coraje, junto al mismísimo capitán Alatriste y sus camaradas.

Por vida del rey que parecían lobos. Dentro del caos de las primeras filas, la escuadra de mi amo peleaba agrupada como un minúsculo cuadro, con los hombres de espaldas unos a otros; lanzando en torno golpes de espada y daga tan peligrosos que parecían dentelladas. Ellos no gritaban «España» o «Santiago» para darse ánimos, sino que se batían a diente prieto, reservando el aliento para despachar herejes; y a fe que hacíanlo a conciencia, pues tenían destripados buen golpe alrededor. Sebastián Copons seguía con su ensangrentado cachirulo en torno a la cabeza, Garrote y, Mendieta blandían medias picas para tener a raya a los holandeses, y Alatriste empuñaba en una mano la daga y en la otra la espada, enrojecidas una y otra hasta los gavilanes. Completaban el grupo los hermanos Olivares y el gallego Rivas. En cuanto a José Llop, estaba en el suelo, muerto. Tardé en reconocer al mallorquín porque un arcabuzazo le había llevado media cara.

Diego Alatriste parecía sumido en algo que estuviera más allá de todo aquello. Había tirado el sombrero y su pelo revuelto y sucio le caía sobre la frente y las orejas. Tenía las piernas abiertas, como sujetas con clavos al suelo, y toda su energía y su cólera concentradas en los ojos, que brillaban enrojecidos, peligrosos, en la cara tiznada de pólvora. Movía las armas con calculada eficacia, a impulsos mortales que parecían disparados por resortes ocultos de su cuerpo. Paraba aceros y moharras de picas, daba tajos, y aprovechaba cada pausa para bajar las manos y descansar un poco antes de pelear de nuevo, como avaro que administrase el caudal de su energía. Me fui arrimando a él, pero ni siquiera hizo ademán de reconocerme; parecía lejos de allí, cual si estuviera al cabo de un largo camino y pelease sin mirar atrás, en el umbral mismo del infierno.

Yo tenía la mano entumecida, de apretarla en torno a la empuñadura de mi daga. Al cabo, de pura torpeza, ésta cayó al suelo y me agaché a recogerla. Me alzaba cuando unos holandeses se nos vinieron encima gritando con toda su alma, zumbaron varios mosquetazos y una buena nube de picas paloteó sobre mí. Sentí que caían hombres a mi alrededor, y asiendo la daga quise levantarme del todo, convencido de que era llegada mi hora. Noté entonces un golpe en la cabeza, ésta me dio vueltas, y ante mis ojos se proyectaron innumerables puntitos luminosos. Me desvanecí a medias, aferrando mi daga y dispuesto a llevármela allí adonde fuera; todo me daba ya igual, salvo que me encontrasen sin ella en la mano. Luego pensé en mi madre y recé. Padre nuestro, musitaba atropelladamente. Gure Aita, repetía una y otra vez en castellano y en vascuence, aturdido, incapaz de recordar el resto de la oración. En ese momento alguien me agarró por el jubón y me arrastró sobre la hierba y los muertos y los heridos. Tiré dos débiles golpes de daga a ciegas, creyendo habérmelas con un enemigo, hasta que sentí un pescozón y luego otro que me hicieron tener la mano tranquila. De pronto vime depositado dentro de un pequeño círculo de piernas y botas manchadas de lodo, entre la hierba, oyendo sobre mi cabeza los golpes de las armas, cling, chac, ris-ras, clunc, chas: siniestro concierto de acero, ropa y carne rasgada, huesos que se partían con chasquidos, sonidos guturales de gargantas que exhalaban furia, dolor, miedo y agonía. Y al fondo, tras las filas que aún permanecían firmes en torno a nuestras banderas, el redoble orgulloso, impasible, del tambor que seguía batiendo por la vieja y pobre España.