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Ignoro cuánto seguí allí quieto, mirando el cadáver. Pero al cabo escuché pasos, y sin necesidad de volverme supe que el capitán Alatriste había permanecido todo el tiempo a mi lado. Sentí el olor familiar, áspero, a sudor, cuero y metal de sus ropas y avíos militares. Y luego, la voz.

– Un hombre sabe cuándo ha llegado al final… Ése lo sabía.

No respondí. Seguía contemplando el cuerpo degollado. Ahora la sangre formaba una inmensa mancha oscura bajo las piernas extendidas. Es increible, me dije, la cantidad de sangre que tenemos en el cuerpo: al menos dos o tres azumbres. Y lo fácil que resulta vaciarlos.

– Es cuanto podíamos hacer por él -añadió Alatriste.

Tampoco ahora respondí, y estuvo buen espacio sin decir nada más. Por fin lo oí moverse. Aún siguió un instante cerca de mí, como si dudara entre hablarme otra vez o no; cual si entre los dos quedasen infinidad de palabras no dichas, que si él salía de allí sin pronunciar ya no se dirían nunca. Pero permaneció callado; y al cabo, sus pasos empezaron a alejarse hacia el pasillo.

Fue entonces cuando me revolví. Sentía una cólera sorda y tranquila, que jamás había conocido hasta esa noche. Una cólera desesperada, amarga como los silencios del propio Alatriste.

– ¿Quiere decir vuestra merced, capitán, que acabamos de hacer una buena obra?… ¿Un buen servicio?

Nunca antes le había hablado en ese tono. Los pasos se detuvieron y la voz de Alatriste sonó extrañamente opaca. Imaginé sus ojos claros en la penumbra, mirando absortos el vacío.

– Cuando llegue el momento -dijo- ruega a Dios que alguien te lo haga a ti.

Así fue como ocurrió todo, la noche en que Sebastián Copons degolló al holandés herido y yo aparté de mi hombro la mano del capitán Alatriste. Y así fue también como franqueé, sin apenas darme cuenta, esa extraña línea de sombra que todo hombre lúcido termina cruzando tarde o temprano. Allí, solo y de pie ante el cadáver, empecé a mirar el mundo de modo muy diferente. Y vime en posesión de una verdad terrible, que hasta ese instante sólo había sabido intuir en la mirada glauca del capitán Alatriste: quien mata de lejos lo ignora todo sobre el acto de matar. Quien mata de lejos ninguna lección extrae de la vida ni de la muerte: ni arriesga, ni se mancha las manos de sangre, ni escucha la respiración del adversario, ni lee el espanto, el valor o la indiferencia en sus ojos. Quien mata de lejos no prueba su brazo ni su corazón ni su conciencia, ni crea fantasmas que luego acudirán de noche, puntuales a la cita, durante el resto de su vida. Quien mata de lejos es un bellaco que encomienda a otros la tarea sucia y terrible que le es propia. Quien mata de lejos es peor que los otros hombres, porque ignora la cólera, y el odio, y la venganza, y la pasión terrible de la carne y de la sangre en contacto con el acero; pero también ignora la piedad y el remordimiento. Por eso, quien mata de lejos no sabe lo que pierde.

VII. EL ASEDIO.

De Íñigo Balboa a don Francisco de Quevedo Villegas. A su atención en la Taberna del Turco. En la calle de Toledo, junto a la Puerta Cerrada de Madrid.

Querido don Francisco:

Escribo a vuestra merced por deseo del capitán Alatriste, para que veáis, dice, los progresos que hago en la escritura. Excusad por tanto las faltas. Os diré que sigo adelante con mis lecturas, en lo posíble, y aprovecho para practicar buena letra cuando tengo ocasión. En ratos de ocio, que en la vida del mochilero y en la del soldadoson tantos o más que los otros, aprendo del padre Salanueva las declinaciones y los verbos en latín. El padre Salanueva es capellán de nuestro tercio, y en palabras de los soldados dista muchas leguas de ser un santo varón; pero tiene cuentas pendientes con mi amo o le debe favores. El caso es que me trata con afición y dedica el tiempo que está sobrio (es de los que beben más que consagran) a mejorar mi educación con ayuda de unos Comentarios de César y libros religiosos como el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y hablando de libros, debo agradecer a vuestra merced el envío de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, segunda parte de El ingenioso hidalgo, que estoy leyendo con tanto gusto y aprovechamiento como la primera.

En cuanto a nuestra vida en Flandes, sabrá v.m. que ha experimentado algún cambio en los últimos tiempos. Con el invierno se acabó también el estar de guarnición a lo largo del canal Ooster. El tercio viejo de Cartagena se encuentra ahora bajo los mismos muros de Breda, participando en el asedio. Es vida dura, pues los holandeses están muy gentilmente fortificados, y todo es zapa y contrazapa, mina y contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se asemejan más a las de topos que a las de soldados. Eso causa incomodidades, suciedad tierra y piojos a más no poder. Es además trabajo muy expuesto por las salidas y ataques que hacen desde la plaza y el fuego constante de arcabucería. Las murallas de la villa no son de ladrillo sino de tierra. Eso dificulta hacer escarpa para el asalto con el batir de nuestra artillería. Se sustentan con quince baluartes bien protegidos y fosos con catorce revellines, tan bien concertado todo que murallas, baluartes, revellines, reparos y fosos se defienden unos a otros con tanta fortuna que cada aproximación de los nuestros es dificultosa y cuesta trabajos y vidas. Defiende la ciudad el holandés Justino de Nassau, pariente del otro Nassau. Y cuéntase que tiene dentro franceses y valones en la puerta de Ginneken, ingleses en la de Bolduque y flamencos y escoceses en la de Amberes. Todos ellos pláticos en cosas de la guerra, de manera que no es posible tomar la villa por asalto. De ahí la necesidad del cerco paciente que, con mucho esfuerzo y sacrificio, mantiene nuestro general don Ambrosio Spínola con quince tercios de naciones católicas. Son entre ellos los españoles, como suelen, el menor número, pero también los que se emplean siempre en las tareas de peligro que requieren gente plática y disciplinada.

Maravillaría a vuestra merced ver con sus ojos las obras de asedio y la invención con que éstas han sido hechas. Seguro que son asombro de la Europa entera, pues cada aldea y fuerte alrededor de la villa están unidas por trincheras y baluartes, para impedir las salidas de los sitiados y para evitar les venga socorro de afuera. En nuestro campo hay semanas enteras que se usan más el pico y la zapa que la pica y el arcabuz.

El país es llano, con prados y árboles, escaso de vino, con agua mala y doliente, y se ve muy ruín y desprovisto por la guerra, de modo que el bastimento escasea. Cuesta una medida de trigo ocho florines, cuando se la encuentra. Hasta la simiente de nabos está por las nubes. Los villanos y vivanderos de los pueblos cercanos no osan, si no es a hurtadillas, traer cosa alguna a nuestro campo. Algunos soldados españoles, que tienen en menos la reputación que el hambre, comen la carne de los caballos muertos, que es miserable alimento. Los mochileros salimos a forrajear a veces muy lejos y hasta en tierras enemigas, expuestos a la caballería hereje, que a veces nos coge a la gente derramada o nos acuchilla muy a su gusto. Yo mismo heme visto no pocas veces fiando mi salud a la velocidad de mis piernas. La carestía es grande, como digo, tanto en nuestras trincheros como dentro de la ciudad. Eso juega en nuestro beneficio y en el de la verdadera religión, pues franceses, ingleses escoceses y flamencos de los que guarnecen la villa, acostumbrados a vida de más deleite, sufren peor el hambre y las privaciones que los de nuestro campo, y en especial que los españoles. Que aquí es casi toda gente vieja muy hecha a sufir en España y a pelear fuera de ella, sin otro socorro que un mendrugo de pan duro y un poco de agua o vino para ir tirando.

En cuanto a nuestra salud, yo estoy bien. Mañana cumplo quince años y he crecido algunas pulgadas más. El capitán Alatriste sigue como siempre, con pocas carnes en el cuerpo y pocas palabras en la boca. Pero las privaciones no parecen afectarlo demasiado. Tal vez porque, como él dice (torciendo el bigote en una de esas muecas suyas que podrían tomarse por una sonrisa), anduvo escaso la mayor parte de su vida, y a todo se hace hábito el soldado, y en especial a la miseria. Ya sabés que es hombre poco dado a tomar la pluma y a escribir cartas. Pero me encarga os diga que agradece las vuestras. También me encarece os salude con todas su consideración y todo su afecto. También que transmitáis lo mismo a los amigos de la taberna del Turco y a la Lebrijana.