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– Ahí viene Bragado -dijo Garrote.

El capitán Carmelo Bragado venía por la trinchera con la cabeza baja y sombrero en mano para no hacer bulto, buscando las desenfiladas de los arcabuceros enemigos apostados en el revellín. Aun así, como era un leonés fornido y resultaba difícil sustraer sus seis pies de altura a los ojos de los holandeses, un par de mosquetazos hicieron ziiiang, ziiiang, zurreando sobre el parapeto, en homenaje a su llegada.

– Mala pascua les dé Dios -gruñó Bragado, dejándose caer entre Copons y Alatriste.

Se abanicaba el rostro sudoroso con el sombrero en la mano diestra, apoyada la zurda en el puño de su toledana; pues la tenía descompuesta desde el combate del molino Ruyter, con los dedos anular y meñique desprovistos ahora de falanges. Al rato, lo mismo que antes había hecho Diego Alatriste, pegó la oreja a uno de los maderos clavados en la tierra y frunció el ceño.

– Esos topos herejes tienen prisa -dijo.

Luego se echó hacia atrás, rascándose el mostacho donde le goteaba el sudor de la nariz.

– Traigo dos malas noticias -añadió al rato.

Se quedó mirando la miseria de las trincheras, la suciedad acumulada por todas partes, el desastrado aspecto de los soldados. Fruncía la nariz ante el hedor de la mula muerta.

– … Aunque entre españoles -ironizó- tener sólo dos malas noticias siempre es buena noticia.

Volvió a callar un poco, dicho aquello, hasta que por fin hizo una mueca desagradable y se rascó la nariz.

– Anoche mataron a Ulloa.

Alguien renegó un voto a Dios y los otros no dijeron nada. Ulloa era un cabo de escuadra, soldado viejo, que había servido con ellos en buen camarada hasta conseguir sus escudos de ventaja. Según aclaró Bragado en pocas palabras, había salido a reconocer las trincheras holandesas con un sargento italiano, y sólo volvió el italiano.

– ¿Para quién había hecho testamento? -se interesó Garrote.

– Para mí -repuso Bragado-. Y un tercio en misas.

Durante un rato guardaron silencio, y ése fue todo el epitafio de Ulloa. Copons seguía con su siesta y Mendieta a la caza de piojos. Garrote, que había terminado de limpiar el mosquete, se acortaba las uñas royéndolas y escupiendo trozos tan negros como su alma.

– ¿Cómo va nuestra mina? -preguntó Alatriste.

Bragado hizo un gesto de desaliento.

– Va despacio. Los zapadores han encontrado tierra demasiado blanda, y además se filtra agua del río. Tienen que entibar mucho, y eso lleva tiempo… Se teme que los herejes desemboquen antes y nos vuelen a todos los huevos.

Oyéronse tiros al extremo de la trinchera, fuera de la vista; una buena escopetada que apenas duró un instante. Después todo volvió a quedar en calma. Alatriste miraba a su capitán, esperando que soltara de una vez la otra mala noticia. Bragado nunca los visitaba por el gusto de estírar las piernas.

– A vuestras mercedes -dijo al fin éste- les toca ir a las caponeras.

– Mierda de Cristo -blasfemó Garrote.

Las caponeras eran túneles estrechos, cavados por los zapadores, que discurrían cubiertos por mantas, maderas y cestones bajo las trincheras. Usábanse tanto para abortar los trabajos del enemigo como para profundizar en sus avanzadas desembocando en fosos, zanjas y reparos, donde se hacían estallar petardos y se ahumaba al adversario con azufre y paja mojada. Era un bellaco modo de reñir bajo tierra, a oscuras, en pasajes tan angostos que a menudo sólo podían moverse los hombres de úno en uno y arrastrándose, sofocados por el calor, la polvareda interior y los vahos del azufre, riñendo a la manera de topos ciegos con puñales y pistoletes. Las caponeras cercanas al revellin del Cementerio trazaban vueltas y revueltas en torno al túnel principal de los españoles y al muy próximo de los holandeses, intentando con ellas estorbar los unos a los otros, dándose por lo común derribar una pared a golpes de pico o con un petardo, y venir de boca con los zapadores del otro lado, en un revoltijo de puñaladas y pistoletazos a quemarropa, y también golpes de pala corta, que para ese menester se afilaban con piedras de amolar hasta dejar sus bordes como hojas de cuchillo.

– Ya es la hora -dijo Diego Alatriste.

Estaba agazapado en la entrada del túnel principal con su grupo, y el capitán Bragado los observaba desde algo más lejos, arrodillado en la zanja con el resto de la escuadra y una docena más de gente de su bandera, listo para echar una mano si se terciaba. En cuanto a Alatriste, lo acompañaban Mendieta, Copons, Garrote, el gallego Rivas y los dos hermanos Olivares. Manuel Rivas era un buen mozo rubio y de ojos azules, muy de fiar y muy valiente, que hablaba un pésimo castellano con fuerte acento del Finisterre. En cuanto a los Olivares, parecían gemelos, sin serlo. Tenían muy semejantes las facciones, con el rostro agitanado y el pelo y las barbas negras y tupidas en torno a unas narices gallardas, semíticas, que delataban a la legua a unos bisabuelos todavía reacios a comer tocino: cuestión que a sus camaradas dábaseles un ardite, pues en asuntos de limpieza de sangre nunca entraron los tercios, al considerar que quien la vertía peleando, harto hidalga y limpia la tenía. Los dos hermanos iban siempre juntos a todas partes, dormían espalda contra espalda, compartían hasta el último mendrugo de pan, y cuidaban uno del otro en la pelea.

– ¿Quién irá primero? -preguntó Alatriste.

Garrote se quedaba atrás, en apariencia muy ocupado en comprobar el filo de su daga. Con una mueca pálida, Rivas hizo ademán de adelantarse; pero Copons, como de costumbre parco en gestos y verbos, cogió unas pajuelas del suelo y las repartió entre sus camaradas. Fue Mendieta quien sacó la más corta. La estuvo mirando un rato y luego, sin decir nada, se ajustó la daga, dejó el sombrero y la espada en el suelo, cogió la pequeña pistola cebada que le tendía Alatriste y entró en el túnel llevando en la otra mano una pala corta muy afilada. Le fueron detrás Alatriste y Copons, tras desembarazarse también de espadas y sombreros y ajustarse bien los coletos de cuero, y siguieron los otros en hilada de a uno, con Bragado y los que se quedaban fuera viéndolos irse en silencio.