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– Es vino dulce de Pedro Ximénez -añadió-. Acaba de llegarnos de Málaga.

Tragó saliva Alatriste, procurando no se le notara. Al mediodía, sus camaradas y él habían tenido pan con aceite de nabos y un poco de agua sucia como único yantar en las trincheras. justo por eso, suspiró, cada cual debía seguir siendo cada cual. Tan conveniente era tener a distancia a los superiores, como ellos, a su conveniencia, tenían a los inferiores.

– Con la licencia de usía -dijo tras meditarlo un poco-, beberé en otro momento.

Se había cuadrado ligeramente al hablar, procurando hacerlo con el respeto debido. Aun así el maestre enarcó una ceja y después de uninstante volvióle la espalda, desentendiéndose de él como si estuviera muy ocupado con los mapas de la mesa. Los entretenidos miraban a Alatriste de arriba abajo, con curiosidad. En cuanto a Carmelo Bragado, que se hallaba en segundo término junto al capitán Torralba, había acentuado un poco la sonrisa, mas ésta desapareció cuando el sargento mayor Idiáquez tomó la palabra. Ramiro Idiáquez era un veterano de mostacho gris y pelo blanco, que llevaba muy rapado. Su nariz tenía una cicatriz que parecía dividirla en la punta, recuerdo del asalto y saco de Calais al filo del siglo viejo, en tiempos de nuestro buen rey, el segundo Felipe.

– Hay un desafío -dijo con la brusquedad que usaba para dar órdenes y para todo lo demás-. Mañana por la mañana. Cinco contra cinco, en la puerta de Bolduque.

En esos años, tales lances iban de oficio. No satisfechos con los vulgares flujos y reflujos de la guerra, a veces los contendientes la llevaban al terreno personal, con bravuconerias y rodomontadas en las que se cifraba el honor de las naciones y las banderas. Incluso en tiempos del gran emperador Carlos, y para regocijo de la Europa entera, éste había desafiado a su enemigo Francisco I a combate singular; aunque el francés, tras mucho darle vueltas, declinó el ofrecimiento. De cualquier modo, la Historia terminó cobrándole gentil factura al gabacho, cuando en Pavía vio sus tropas deshechas, la flor de su nobleza aniquilada, y a él mismo en tierra, con la espada de Juan de Urbieta, vecino de Hernani, apoyada en su real gaznate.

Sobrevino un breve silencio. Alatriste permanecía impasible, en espera de que se dijese algo más. Y al cabo vino a decirlo uno de los entretenidos.

– Ayer salieron a pregonarlo, muy pagados de sí, dos caballeros holandeses de Breda… Por lo visto, uno de nuestros arcabuceros les mató a alguien conocido en las trincheras de la plaza. Pedían una hora en campo abierto, cinco contra cinco, a dos pistolas y espada. Por supuesto, se les recogió el guante.

– Por supuesto -repitió el segundo entretenido.

– Los del tercio italiano de Látaro piden estar en la ocasión; pero se ha decidido que todos los nuestros sean españoles.

– Cosa natural -apostilló el otro.

Mirólos muy despacioso Alatriste. El primero que había hablado debía de frisar los treinta años, vestía con ropas que delataban su calidad, y el tahalí de la toledana era de buen tafilete pasado de oro. Por alguna razón, pese a la guerra, se las arreglaba para llevar muy rizado el bigote. Era displicente y altanero. El otro, más ancho y más bajo, era también más joven, vestido un poco a la italiana con jubón corto de terciopelo acuchillado de raso y una rica valona de Bruselas. Ambos llevaban borlas doradas en la banda roja y botas de buen cuero con espuelas, muy distintas a las que Alatriste calzaba en ese momento, con los pies envueltos en trapos para que no le asomaran los dedos. Imaginó a aquellos dos gozando de la intimidad del maestre de campo, que a su vez afianzaría a través de ellos sus influencias en Bruselas y Madrid; riéndose unos a otros las gracias y los vuesamerced como perros de la misma traílla. Por lo demás, sólo conocía de oídas el nombre del primero, un burgalés llamado don Carlos del Arco, hijo de un marqués o hijo de algo. Lo había visto reñir un par de veces, y era opinado de valiente.

– Don Luis de Bobadilla y yo sumamos dos -prosiguió éste-. Y nos faltan tres hombres de hígados, a fin de andar parejos.

– En realidad sólo falta uno -corrigió el sargento mayor Idiáquez-. Para acompañar a estos caballeros he pensado ya en Pedro Martín, un bravo de la bandera del capitán Gómez Coloma. Y probablemente el cuarto será Eguiluz, de la gente de don Hernán Torralba.

– Buen cartel para darle una mala comida al Nassau -concluyó el entretenido.

Alatriste digería todo aquello en silencio. Conocía a Martín y a Eguiluz, ambos soldados viejos y muy de fiar a la hora de menear las manos con holandeses o con quien les pusieran delante. Ni uno ni otro harían mal tercio en la fiesta.

– Vos seréis el quinto -dijo don Carlos del Arco.

Inmóvil como estaba, con el sombrero en una mano y la otra en la empuñadura de su espada, Alatriste frunció el ceño. No le placía el tono con que aquel caballerete daba por sentada su concurrencia, en particular porque se trataba de un entretenido y no exactamente de un oficial; y tampoco le gustaban las borlas doradas de su banda roja, ni el aire petulante de quien tiene buena provisión de felipes de oro en el bolsillo y un padre marqués en Burgos. Tampoco le gustaba que su jefe natural, que era el capitán Bragado, estuviese allí sin decir esta boca es mía. Bragado era buen militar y sabía compaginar eso con la fina diplomacia, lo que resultaba conveniente para su carrera; pero a Diego Alatriste y Tenorio no le cuadraba recibir órdenes de pisaverdes arrogantes, por muy arriscados que se mostraran de hechos o de palabras, y por mucho que se bebieran en copas de cristal el vino de su maestre de campo. Eso hizo que la respuesta afirmativa que estaba a punto de dar se le demorase en la boca. Y el titubeo fue mal interpretado por Del Arco.

– Naturalmente -dijo éste, con un soplo de desdén- si veis la cuestión demasiado expuesta…

Dejó las palabras en el aire y miró alrededor, mientras su compañero esbozaba una sonrisa. Ignorando las ojeadas de advertencia que lanzaba desde atrás el capitán Bragado, Alatriste llevó la mano del pomo de la espada al mostacho, atusándoselo con mucha flema. Era un modo como otro cualquiera de contener la cólera que le subía del estómago al pecho, haciéndole batir despacio, muy acompasada, la sangre en la cabeza. Fijó sus ojos helados en un entretenido, y luego en el otro durante un tiempo larguísimo; tanto que el maestre de campo, que había permanecido todo el rato de espaldas cual si nada de aquello le concerniera, giróse a observarlo. Pero Alatriste ya estaba vuelto hacia Carmelo Bragado.

– Entiendo que se trata de una orden vuestra, mi capitán.

Bragado se llevó despacio la mano a la nuca, frotándosela sin responder, y luego miró al sargento mayor Idiáquez, que fulminaba a los dos entretenidos con ojos furiosos. Pero entonces tomó la palabra el propio don Pedro de la Daga:

– En cuestiones de honor no hay órdenes -dijo con grosero despecho-. Allá cada cual con su reputación y su vergüenza.

Palideció Alatriste al oír aquello, y su mano derecha volvió a bajar despacio hasta el puño de la toledana. La mirada que le dirigía Bragado rozó la súplica: asomar aunque fuere una pulgada de hoja significaba la horca. Pero él pensaba en algo más que una pulgada. De hecho, en ese momento calculaba con mucha frialdad de cuánto tiempo dispondría si le daba una cuchillada al maestre de campo y luego se revolvía rápido contra los entretenidos. Quizá tuviera tiempo de llevarse a uno de ellos por delante, con preferencia al tal Carlos del Arco, antes de que Idiáquez y Bragado lo mataran a él como a un perro.

El sargento mayor carraspeó, visiblemente molesto. Era el único que, por su grado y privilegios en el tercio, podía contradecir a Jiñalasoga. También conocía a Diego Alatriste desde que,veintitantos años atrás, en Amiens, siendo el uno muchacho y el otro mozo al que apenas espesaba el bigote, salieron juntos del revellín de Montrecurt con la compañía del capitán don Diego de Villalobos, y durante cuatro horas enclavaron la artillería enemiga y pasaron a cuchillo hasta al último de los ochocientos franceses que guarnecían las trincheras, a cambio de las vidas de setenta camaradas. Lo que no era mal balance de cuenta, pardiez, once por barba y me llevo treinta de barato, si no fallaba la aritmética.

– Con todo el respeto debido a usía -apuntó Idiáquez-, debo decir que Diego Alatriste es soldado viejo. Todos saben que su reputación es intachable. Estoy seguro de que…