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El maestre lo interrumpió con un gesto desabrido.

– Las reputaciones intachables no son vitalicias.

– Diego Alatriste es un buen soldado -aventuró desde atrás el capitán Bragado, que se avergonzaba de su propio silencio.

Don Pedro de la Daga lo acalló con otro gesto brusco.

– Cualquier buen soldado, y en mi tercio los hay a espuertas, daria un brazo por estar mañana en la puerta de Bolduque.

Diego Alatriste miró directamente a los ojos del maestre de campo. A poco su voz sonó lenta y fría, en un tono muy bajo, tan seca como la cuchillada que le bailaba en la punta de los dedos.

– Yo uso mis dos brazos para cumplir con lo que debo al rey, que es quien me paga… cuando me paga -hizo una pausa infinitamente larga-… En cuanto a mi honor y mi reputación, puede estarse usía muy desembarazado. Que de eso cuido yo, sin necesitar que nadie me ofrezca lances ni me dé lecciones.

El maestre de campo lo miraba como si pretendiera recordarlo el resto de su vida. Saltaba a la vista que repasaba de cabeza cuanto venía de oír, letra por letra, a la búsqueda de una palabra, un tono, un matiz que le permitiera cebar una soga en el árbol más próximo. Eso era tan obvio que, como al descuido, Alatriste llevó la mano, disimulándola con el sombrero, hacia la cadera izquierda, cerca del mango de su daga. Al primer indicio, pensaba con resignada flema, le meto la daga por la gola, echo mano a la herreruza y que Dios o el diablo provean.

– Que este hombre vuelva a las trincheras -dijo por fin jiñalasoga.

Sin duda, el recuerdo del reciente motín templaba la natural afición del maestre a servirse del esparto. Bragado e Idiáquez, a quienes no había pasado inadvertido el ademán de Diego Alatriste, parecieron relajarse con no poco alivio. Procurando que nada traicionase el alivio que también él sentia, Alatriste saludó con una respetuosa inclinación de cabeza, dio media vuelta y salió de la tienda, al aire libre, deteniéndose junto a las alabardas de los centinelas tudescos que podían estar en ese momento llevándolo muy lindamente camino de la horca. Quedóse allí un rato inmóvil, observando agradeciendo el sol que ya tocaba el horizonte tras los diques, y al que ahora tenía la seguridad de ver alzarse de nuevo al día siguiente. Luego se puso el sombrero y echó a andar hacia los parapetos que conducían al revellín del Cementerio.

Aquella noche el capitán Alatriste permaneció despierto hasta el alba, acostado bajo su capote y mirando las estrellas. No eran el desfavor del maestre de campo ni el miedo a la deshonra lo que lo mantenía en vela mientras sus camaradas roncaban alrededor; se le daba un ardite la versión que corriese por el tercio, pues Idiáquez y Bragado lo conocían bien e iban a referir el episodio cual era debido. Además, como le había dicho a don Pedro de la Daga, él contaba con medios propios para hacerse respetar, tanto entre sus iguales como entre quienes no lo eran.Lo que le negaba el sueño era otra cosa. Y a ese particular, se halló deseando que al menos uno de los entretenidos sobreviviera al día siguiente en la puerta de Bolduque. Con preferencia, el tal Carlos del Arco. Porque luego, se dijo sin apartar los ojos del firmamento, el tiempo pasa, la vida da muchas vueltas, y nunca sabe uno con qué viejos conocidos puede tropezarse en un callejón adecuado, tranquilo y oscuro, sin vecinos que asomen al oír ruido de espadas.

Al día siguiente, con los nuestros mirando desde sus trincheras y el enemigo desde las suyas y lo alto de las murallas, cinco hombres se adelantaron desde las líneas del rey nuestro señor, yendo al encuentro de otros cinco que salían por la puerta de Bolduque. Eran éstos, según rumor que corrió por el campo, tres holandeses, un escocés y un francés. En cuanto a los nuestros, el capitán Bragado había elegido como quinto de la partida al sotalférez Minaya, un soriano de treinta y pocos años, muy cabal y de fiar, con buenas piernas y mejor mano. Acudían unos y otros con dos pistolas al cinto y espada, sin daga; y decíase que los de enfrente dejaban esta última fuera del lance porque de todos era sabido el mucho peligro que en distancias cortas teníamos con esa arma blanca los españoles.

Yo había regresado el día anterior de tres jornadas de forrajeo -que me llevaron con una cuadrilla de mochileros casi hasta las orillas del Mosa- y ahora estaba entre la multitud con mi amigo Jaime Correas, de pie encima de los cestones de las trincheras sin riesgo momentáneo de recibir un mosquetazo. Había centenares de soldados mirando por todas partes, y se decía que el marqués de los Balbases, nuestro general Spínola, también observaba el desafío junto a don Pedro de la Daga y los otros capitanes principales y maestres de los demás tercios. En cuanto a Diego Alatriste, estaba en una de las primeras trincheras con Copons, Garrote y los otros de su escuadra, muy callado y muy quieto, sin apartar los ojos del lance. El sotalférez Minaya, sin duda puesto al corriente por nuestro capitán Bragado, había tenido un detalle de buen camarada: venir temprano a pedirle prestada a Alatriste una de sus pistolas, so pretexto de algún problema con las suyas, y ahora se encaminaba hacia los de enfrente con ella al cinto. Aquello decía mucho en favor de la hombría de bien de Minaya, y dejaba resuelto el asunto dentro de la bandera. Diré al hilo de esto que muchos años más tarde, después de Rocroi, cuando las vueltas y revueltas de la fortuna me llevaron a ser oficial de la guardia española del rey Felipe nuestro señor, tuve ocasión de favorecer a un joven recluta de apellido Minaya, Y lo hice sin el menor reparo, en recuerdo del día en que su padre tuvo la gentileza de salir a pelear a campo abierto bajo los muros de Breda, llevando al cinto la pistola del capitán Alatriste.

El caso es que allí estaban, aquella mañana de abril, con el sol tibio en lo alto y miles de ojos clavados en ellos, los cinco ante los cinco. Se encontraron en un pequeño prado que ascendía en declive hacia la puerta de Bolduque, a cosa de cien pasos, en tierra de nadie. No hubo preliminares, golpes de sombreros ni cortesías, sino que a medida que se acercaban unos a otros empezaron a darse pistoletazos y metieron mano a las espadas, mientras uno y otro campo, que hasta ese instante habían guardado un silencio mortal, estallaban en un clamor de gritos de ánimo a sus respectivos camaradas. Sé que de siempre la gente de buena voluntad ha predicado la paz y la palabra entre los hombres y condenado la violencia; y sé, mejor que muchos, lo que hace la guerra en el cuerpo y en el corazón del hombre. Mas, pese a todo eso, pese a mi facultad de raciocinio, pese al sentido común y a la lucidez que dan los años y la naturaleza, no puedo evitar un estremecimiento de admiración ante el coraje de los que son valientes. Y vive Dios que aquéllos lo eran. Cayó a los primeros tiros don Luis de Bobadilla, el segundo de los entretenidos, y llegaron los demás a las manos, cerrándose con mucho vigor y mucho encono. Llevóse uno de los holandeses un pistoletazo que le rompió el pescuezo, y otro de sus compañeros, el escocés, viose con el vientre pasado por la espada del soldado Pedro Martin, quien la perdió alli, y hallándose con las dos pistolas descargadas fue acuchillado en la garganta y en el pecho, yéndose al suelo encima del que acababa de matar. En cuanto a don Carlos del Arco, se dio tan buena maña con el francés que le había tocado en suerte que a poco, entre tajo y tajo, pudo pegarle un tiro en la cara; aunque el entretenido se retiró de la pelea dando traspiés con una bellaca cuchillada en un muslo. Minaya remató al francés con la pistola del capitán Alatriste e hirió malamente a otro holandés con la propia, librándose sin un rasguño; y Eguiluz, con la mano zurda estropeada de un balazo y la herreruza en la diestra, dio dos mojadas muy limpias al último enemigo, una en un brazo y otra en los ijares cuando el hereje, viéndose herido y solo, resolvió, como Antígono, no huir, sino ir en alcance de la utilidad que tenía a las espaldas. Luego los tres que quedaban en pie despojaron a los adversarios de sus armas y de las bandas, que llevaban anaranjadas como solían llevarlas los que sirven a los Estados; y aún habrían traído a nuestras líneas los cuerpos de Bobadilla y Martín si los holandeses, furiosos por el desenlace, no hubieran consolado la derrota con una granizada de balas. Fueron retirándose poco a poco los nuestros sin perder la compostura, con la desgracia de que un plomo de mosquete entróle a Eguiluz por los riñones, y aunque alcanzó las trincheras ayudado por sus compañeros, murió a los tres días de aquello. En cuanto a los siete cuerpos, permanecieron casi toda la jornada en campo abierto, hasta que al atardecer hubo una breve tregua y cada cual recuperó a los suyos.