Выбрать главу

Nadie en el tercio puso en cuestión la honra del capitán Alatriste. La prueba es que una semana más tarde, cuando se decidió el ataque al dique de Sevenberge, él y su escuadra se hallaban entre los cuarenta y cuatro hombres escogidos para la tarea. Salieron de nuestras líneas al ponerse el sol, aprovechando la primera noche de niebla cerrada para ocultar su movimiento. Iban al mando los capitanes Bragado y Torralba, y todos llevaban las camisas puestas por fuera, sobre jubones y coletos, para reconocerse unos a otros en la oscuridad. Era éste uso corriente entre las tropas españolas, y de ahí proviene el nombre de encamisadas que dábase a tales acciones nocturnas. Se trataba de aprovechar la natural agresividad y la destreza de nuestra gente en combate cuerpo a cuerpo para, infiltrándose en campo hereje, dar a rebato sobre el enemigo, matar cuanto fuera posible, incendiar sus barracas y tiendas sólo en el momento de la retirada para no hacer luz, y luego largarse a toda prisa. Como se trataba siempre de tropas escogidas, participar en una encamisada se consideraba de mucha honra entre españoles, y a menudo pugnaban unos con otros por ser de la partida, teniendo a muy agria ofensa verse fuera de ella. Las reglas eran estrictas, y por lo común se ejecutaban disciplinadamente para ahorrar vidas propias en la confusión de la noche. De todas ellas, que menudearon en Flandes, fue famosa la de Mons: quinientos tudescos a sueldo de los orangistas muertos, ysu campamento hecho cenizas. O aquella otra en la que sólo medio centenar fue elegido para dar un golpe de mano nocturno, y a la hora de la partida llegaron de todas partes soldados espontáneos que pretendían incluirse en ella, por su cuenta; y al cabo, cuando se empezó a caminar, en vez del silencio acostumbrado todo era algarabía y discusiones en mitad de la noche, que más parecía razzia moruna que encamisada de españoles, con tres centenares de hombres apresurándose por el camino para llegar antes que los otros, y el enemigo despertándose sorprendido para ver venírsele encima una nube de energúmenos enloquecidos, vociferantes y en camisa, que lo mismo acuchillaban sin cuartel que se increpaban entre ellos, compitiendo por quién degollaba más y mejor.

En cuanto a Sevenberge, el plan de nuestro general Spínola era recorrer a la sorda, con mucho sigilo, las dos horas largas de camino hasta el dique, y luego dar de rebato sobre quienes lo custodiaban y arruinar la obra, rompiendo las esclusas a hachazos e incendiándolo todo. Decidióse que media docena de mochileros fuéramos de la partida, a fin de transportar los pertrechos necesarios para el fuego y la zapa. Así que aquella noche me vi caminando con la fila de españoles por la orilla derecha del Merck, donde la niebla era más espesa. En la brumosa oscuridad sólo se oía el ruido amortiguado de los pasos -calzábamos esparteñas o botas envueltas en trapos, y había pena de vida para quien hablara en voz alta, encendiese una cuerda o llevase cebados la pistola o el arcabuz- y las camisas blancas se movían como sudarios de fantasmas. Hacía tiempo que habíame visto forzado a vender mi hermoso estoque de Solinguen, pues los mochileros no podíamos llevar espada, y caminaba con sólo mi daga bien ceñida a la cintura; pero no iba, pardiez, falto de impedimenta: portaba a hombros una mochila con cargas de pólvora y azufre envueltas en petardos, guirnaldas de alquitrán para los incendios, y dos hachas bien afiladas para romper cabos y maderas de las esclusas.

También temblaba de frío pese al jubón de paño basto que me había puesto bajo la camisa, que sólo parecía blanca de noche y tenía más agujeros que una flauta. La niebla creaba un espacio irreal alrededor, mojándome el pelo y goteando por mi cara como si fuera lluvia fina o chirimiri de mi tierra, tornándolo todo resbaladizo y haciéndome andar con mucho tiento, pues un resbalón en la hierba húmeda significaba irme abajo, al agua fría del Merck, lastrado con sesenta libras de peso en el lomo. Por lo demás, la noche y el aire brumoso me permitían ver menos de lo que vería un lenguado frito: dos o tres difusas manchas blancas delante de mí y dos o tres semejantes detrás. La más próxima, a cuya zaga hacía yo diligente camino, era el capitán Alatriste. Su escuadra iba en vanguardia, precedida sólo por el capitán Bragado y dos guías valones del tercio de Soest, o de lo que quedaba de él, cuya misión, aparte guiarnos por ser gente plática en aquel paraje, consistía en engañar a los centinelas holandeses, acercándose lo bastante para degollarlos sin que diese tiempo a tocar al arma. Habíase elegido a ese efecto un camino que entraba en terreno enemigo tras discurrir entre grandes pantanos y turberas, con pasos muy estrechos que a menudo consistían en diques por los que sólo podían ir los hombres en hilada de uno.

Cambiamos de margen del río, cruzando una empalizada de pontones que nos llevó al dique que separaba la orilla izquierda de los pantanos. La mancha blanca del capitán Alatriste caminaba silenciosa, como de costumbre. Lo había visto equiparse despacio a la puesta de soclass="underline" coleto de búfalo bajo la camisa, y sobre ella la pretina con espada, daga y la pistola que le había devuelto el sotalférez Minaya, cuya cazoleta cubrió de sebo para protegerla del agua. También ajustóse al cinto un frasquito de pólvora y una bolsa con diez balas, pedernal de repuesto, yesca y eslabón, por lo que pudiera precisar. Antes de guardar la pólvora comprobó su color, ni muy negra ni muy parda, su grano, que era fino y duro, y se llevó un poco a la lengua para comprobar el salitre. Después le pidió a Copons la piedra de esmeril, y pasó un rato largo adecuando los dos filos de su daga. El grupo de vanguardia, que era el suyo, iba sin arcabuces ni mosquetes, pues ellos debían dar el primer asalto al arma blanca y asegurar a sus camaradas; y para semejante tarea convenía andar ligeros y mover las manos sin embarazo. El furriel de nuestra bandera había pedido mochileros jóvenes y dispuestos, y mi amigo Jaime Correas y yo nos presentamos voluntarios, recordándole que nos habíamos dado ya buena maña en el golpe de mano contra el rastrillo de Oudkerk. Cuando me vio cerca, con mi camisa por fuera, ceñida la daga de misericordia y listo para salir, el capitán Alatriste no dijo que le pareciera bien o que le pareciera mal. Se limitó a asentir con la cabeza, señalándome con un gesto una de las mochilas. Luego, a la luz brumosa de las fogatas, todos pusimos rodilla en tierra, rezóse el padrenuestro en un murmullo que recorrió las filas, nos santiguamos y echamos a andar hacia el noroeste.

La hilera se detuvo de pronto y los hombres se agacharon, pasándonos uno a otro en voz muy baja la palabra de reconocimiento, que sólo entonces acababa de desvelar en cabeza el capitán Bragado: Amberes. Todo había sido muy explicado antes de la partida, de modo que, sin necesidad de órdenes ni comentarios, una sucesión de camisas blancas fue pasando por mi lado, adelantándose a derecha e izquierda. Oí el chapoteo de los hombres que se movían ahora alejándose por ambos lados del dique, con el agua por la cintura, y el soldado que iba detrás tocóme el hombro, haciéndose cargo de la mochila. El rostro era una mancha oscura, y pude oír su respiración agitada al ceñirse las correas y seguir camino. Cuando volví a mirar al frente, la camisa del capitán Alatriste había desaparecido en la oscuridad y la niebla. Ahora las últimas sombras pasaban por mi lado, desvaneciéndose con amortiguados sonidos de acero que salía de las vainas y el suave cling-claLng de arcabuces y pistolas que por fin se cargaban y eran montadas. Avancé todavía unos pasos con ellas hasta que me dejaron atrás, y entonces me tumbé boca abajo en el borde del talud, sobre la hierba húmeda que sus pasos habían revuelto de barro. Alguien gateó por detrás hasta apostarse conmigo. Era Jaime Correas, y los dos nos quedamos allí, hablando en voz muy baja, mirando con ansiedad hacia adelante, a la oscuridad que se había tragado a los cuarenta y cuatro españoles que iban a intentar darles una mala noche a los herejes.

Transcurrió el tiempo de un par de rosarios. Mi camarada y yo estábamos ateridos de frío, y nos apretábamos el uno contra el otro para comunicarnos calor. No se oía nada salvo el discurrir de la corriente por el costado del dique que daba al río.