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– No hay mucho que decir -respondí.

Asintió despacio, como aceptando mis palabras, y con dos dedos se acarició ligeramente el bigote. Callaba. Su perfil inmóvil parecía el de un águila morena, tranquila, descansando en lo alto de un risco. Observé las dos cicatrices de su cara -en una ceja y en la frente- y la del dorso de su mano izquierda, recuerdo de Gualterio Malatesta en el portillo de las Animas. Había más bajo sus ropas, hasta sumar ocho en total. Luego miré la empuñadura bruñida de la espada, sus botas remendadas y sujetas con cuerdas de arcabuz, los trapos que asomaban por los agujeros de las suelas, los zurcidos de su deshilachado capote de paño pardo. Tal vez, pensé, también él amó una vez. Quizás a su manera aún ama; y eso incluya a Caridad la Lebrijana, y a la flamenca rubia y silenciosa de Oudkerk.

Lo oí suspirar muy quedo, apenas un rumor expulsando aliento de los pulmones, e hizo amago de levantarse. Entonces le alargué la carta. La tomó sin decir palabra y me estuvo observando antes de leerla; pero ahora era yo quien miraba los lejanos muros de Breda, tan inexpresivo como él hacía un instante. Por el rabillo del ojo noté que la mano de la cicatriz subía de nuevo para acariciar con dos dedos el mostacho. Luego leyó en silencio. Al cabo, escuché el crujido del papel al doblarse, y tuve otra vez la carta en mis manos.

– Hay cosas… -dijo al cabo de un momento.

Luego calló, y creí que eso era todo. Lo que no habría sido extraño en hombre más dado a silencios que a palabras, como era su caso.

– Cosas -prosiguió por fin- que ellas saben desde que nacen… Aunque ni siquiera sepan que las saben.

Se interrumpió otra vez. Lo sentí removerse incómodo, buscando un modo de terminar aquello.

– Cosas que a los hombres nos lleva toda una vida aprender.

Después calló de nuevo, y ya no dijo nada más. Nada de ten cuidado, precávete de la sobrina de nuestro enemigo, ni otros comentarios de esperar en tales circunstancias; y que por mi parte, como él sabía sin duda, habría desoído en el acto con la arrogancia de mi insolente mocedad. Luego se estuvo todavía un poco mirando la ciudad a lo lejos, caló el chapeo y se puso en pie, acomodando el capote en sus hombros. Y yo me quedé viéndolo irse de regreso a las trincheras, mientras me preguntaba cuántas mujeres, y cuántas estocadas, y cuántos caminos, y cuántas muertes, ajenas y propias, debe conocer un hombre para que le queden en la boca esas palabras.

Fue a mediados de mayo cuando Enrique de Nassau, sucesor de Mauricio, quiso probar fortuna por última vez, acudiendo en socorro de Breda para dar con nuestros huevos fritos en la ceniza. Y plugo a la mala fortuna que en esas fechas, justo la víspera prevista por los holandeses para el ataque, nuestro maestre de campo y algunos oficiales de su plana mayor estuviesen girando una ronda de inspección por los diques del noroeste, a cuyo efecto la escuadra del capitán Alatriste, destacada esa semana en tal menester, oficiaba de escolta. Marchaba don Pedro de la Daga con el aparato que solía, él y media docena a caballo, con su bandera de maestre de tercio, seis tudescos con alabardas y una docena de soldados, entre los que se contaban Alatriste, Copons y los otros camaradas, a pie, arcabuces y mosquetes al hombro, abriendo y cerrando plaza a la comitiva. Yo iba con los últimos, cargado con mi mochila llena de provisiones y reservas de pólvora y balas, mirando el reflejo de la hilera de hombres y caballos en el agua quieta de los canales, que el sol enrojecía a medida que progresaba su declinar en el horizonte. Era un atardecer tranquilo, de cielo despejado y agradable temperatura; y nada parecía anunciar los acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse.

Había movimiento de tropas holandesas en el paraje, y don Pedro de la Daga tenía órdenes de nuestro general Spínola para echar un vistazo a las posiciones de los italianos junto al río Merck, en el angosto camino de los diques de Sevenberge y Strudenberge, a fin de comprobar si hacía falta reforzarlas con una bandera de españoles. La intención de Jiñalasoga era pernoctar en el cuartel de Terheyden con el sargento mayor del tercio de Campo Látaro, don Carlos Roma, y tomar al día siguiente las disposiciones necesarias. Llegamos así a los diques y al fuerte de Terheyden antes de la puesta de sol, y todo ejecutóse como venía dispuesto, alojándose nuestro maestre y los oficiales en tiendas previstas para ello, y asignándosenos a nosotros un pequeño reducto de empalizada y cestones, a cielo abierto, donde nos instalamos envueltos en nuestros capotes, tras cenar un magro bocado que los italianos, alegres y buenos camaradas, nos ofrecieron al llegar. El capitán Alatriste llegóse a la tienda del maestre a preguntar si a éste se le ofrecía algún servicio; y don Pedro de la Daga, con su grosería y desdén habitual, respondióle que para nada lo necesitaba, y que dispusiera a conveniencia. A su vuelta, como estábamos en lugar desconocido y entre los de Látaro había lo mismo gente de honra que otra poco de fiar, el capitán decidió que, con italianos o sin ellos, hiciésemos nuestra propia guardia. Así que designó a Mendieta para la prima, a uno de los Olivares para la segunda, y reservó para sí la de tercia. Quedóse Mendieta por tanto junto al fuego, el arcabuz cargado y la cuerda encendida, y los otros nos echamos a dormir como cada cual pudo arreglarse.

Rompía el alba cuando me despertaron ruidos extraños y gritos llamando al arma. Abrí los ojos a una mañana sucia y gris, y en ella vi moverse a mi alrededor a Alatriste y los otros, todos armados hasta los dientes, encendidas las mechas de los arcabuces, cebando cazoletas y atacando a toda prisa balas en los caños. En las cercanías remontaba una escopetada ensordecedora, y oíanse con gran confusión voces en lenguas de todas las naciones. Supimos luego que Enrique de Nassau había enviado por el estrecho dique a su mosquetería inglesa, que era gente escogida, y a doscientos coseletes, todos con armas fuertes, guiados por el coronel inglés Ver; y para sustentarlos seguían franceses y alemanes, todos hasta número de seis mil, precediendo a una retaguardia holandesa de artillería gruesa, carruajes y caballería. A pique del alba habían dado con gran ánimo los ingleses sobre el primer reducto italiano, guarnecido por un alférez y pocos soldados, echando de allí a algunos con granadas de fuego y degollando al resto. Luego, poniendo la arcabucería arrimada al reducto, ganaron con la misma felicidad y osadía la media luna que cubría la puerta del fuerte, trepando con manos y pies por el muro. Y ocurrió que los italianos que defendían las trincheras, viendo al enemigo tan adelante y ellos descubiertos por aquel lado, echaron la soga tras el caldero y las desampararon. Peleaban los ingleses con mucho esfuerzo y honra, sin que faltase nada a su valor, hasta el punto de que la compañía italiana del capitán Camilo Fenice, que acudía a sostener el fuerte, viéndose muy apretada volvió espaldas con no poca vergüenza; quizá por hacer verdad aquello que Tirso de Molina había dicho de ciertos soldados:

Echar catorce reniegos,

arrojar treinta porvidas,

acoger hembras perdidas,

sacar barato en los juegos;

y en batallas y rebatos,

cuando se topa conmigo,

enseñar al enemigo

la suela de mis zaPatos.

El caso era que, no con versos sino con muy arriscada prosa, habían llegado los ingleses también hasta las tiendas donde pernoctaban nuestro maestre de campo y sus oficiales; y viéronse todos ellos fuera y en camisa, armados como Dios les permitió, dando estocadas y pistoletazos entre los italianos que huían y los ingleses que llegaban. Desde el lugar donde estábamos nosotros, distante un centenar de pasos de las tiendas, vimos la desbandada italiana y el tropel de ingleses, punteado todo ello por los fogonazos de las armas que la luz grisácea del amanecer dejaba ver relampagueando por todas partes. El primer impulso de Diego Alatriste fue acudir con su escuadra a las tiendas; pero apenas puso el pie sobre el parapeto diose cuenta de que todo era en vano, pues los fugitivos pasaban corriendo el dique, y nadie huía por el nuestro porque tras éste no había salida: era una pequeña elevación de tierra con el agua de un pantano a la espalda. Sólo don Pedro de la Daga, sus oficiales y la escolta tudesca retrocedían hacia el reducto, batiéndose sin perder la cara al enemigo que les cortaba la retirada por donde corrían los otros, mientras el alférez Miguel Chacón intentaba poner a salvo la bandera. Al ver que el pequeño grupo quería alcanzar nuestro reducto, Alatriste alineó a los hombres tras los cestones y dispuso fuego continuo para protegerles la retirada, calando él mismo su arcabuz para dar un tiro tras otro. Yo estaba acuclíllado tras el parapeto, acudiendo a dar pólvora y balas cuando me las reclamaban. Veníasenos ya todo aquello encima, y remontaba el alférez Chacón la pequeña cuesta cuando un arcabuzazo entróle por la espalda, dando con él en tierra. Vimos su rostro barbudo, con canas de soldado viejo, crispado por el dolor al intentar alzarse de nuevo, buscando con dedos torpes el asta de la bandera que se le había escapado de las manos. Aún llegó a asirla, alzándose un poco con ella, pero otro tiro lo tumbó boca arriba. Quedó la enseña tirada en el terraplén, junto al cadáver del alférez que tan honradamente había hecho su obligación, cuando Rivas saltó desde los cestones a buscarla. Ya conté a vuestras mercedes que Rivas era del Finisterre, que es como decir de donde Cristo dio las siete voces; el último, pardiez, a quien uno imagina saliendo del parapeto en busca de una bandera que ni le va ni le viene. Pero con los gallegos nunca se sabe, y hay hombres que te dan esa clase de sorpresas. El caso es que allá fue el buen Rivas, como decía, y bajó seis o siete varas corriendo la cuesta antes de caer pasado de varios tiros, rodando terraplén abajo, casi hasta los pies de don Pedro de la Daga y sus oficiales que, desbordados por los atacantes, veíanse acuchillados allí sin misericordia. Los seis tudescos, como gente que hace su oficio sin echarle imaginación ni complicarse la vida cuando la tienen bien pagada, se hicieron matar como Dios manda, vendiendo cara la piel alrededor de su maestre de campo; que había tenido tiempo de coger la coraza y eso le permitía tenerse en pie, pese a que llevaba ya dos o tres ruines cuchilladas en el cuerpo. Seguían llegando ingleses, que gritaban seguros de la empresa, a los que la bandera tirada en mitad del terraplén azuzaba el valor, pues una bandera capturada era fama de quien la lograba y vergüenza de quien la perdía; y en aquélla, escaqueada de blanco y azul con banda roja, estaba -eso decían los usos de la época- la honra de España y del rey nuestro señor.