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– ¡No quarter!… ¡No quarter! -voceaban los hideputas.

Nuestra escopetada dio con varios de ellos en tierra, pero a esas alturas nada más podía hacerse por don Pedro de la Daga y sus oficiales. Uno de ellos, irreconocible por tener la cara abierta a tajos, intentó alejar a los ingleses para que escapase el maestre de campo; pero de justicia es decir que Jiñalasoga fue fiel a sí mismo hasta el finaclass="underline" zafándose con un manotazo del oficial que le tiraba del codo, incitándolo a subir la cuesta, perdió la espada en el cuerpo de un inglés, abrasó de un pistoletazo la cara de otro, y luego, sin agacharse ni hurtar el cuerpo, tan arrogante camino del infierno como lo había sido en vida, se dejó acuchillar hasta la muerte por una turba de ingleses, que habían reconocido su calidad y se disputaban sus despojos.

– ¡No quarter!… ¡No quarter!

Sólo quedaban dos supervivientes de los oficiales, que echaron a correr terraplén arriba aprovechando que los atacantes se cebaban en el maestre. Uno murió a los pocos pasos, horadado de parte a parte por una pica. El otro, el de la cara abierta a tajos, llegó dando traspiés hasta la bandera, se inclinó para recogerla, alzóse de nuevo, y aún pudo dar tres o cuatro pasos antes de caer acribillado a tiros de pistola y mosquetazos. Quedó de nuevo la enseña en tierra, pero arriba nadie se ocupó de ella porque todos estaban muy ocupados en dar buenas rociadas de arcabuz a los ingleses que empezaban a aventurarse cuesta arriba, dispuestos a añadir al cuerpo del maestre de campo el trofeo de la enseña. Yo mismo, sin dejar de repartir la pólvora y las balas cuya provisión menguaba peligrosamente, aproveché los intervalos para cargar y disparar una y otra vez, por entre los cestones, el arcabuz que había dejado Rivas. Lo cargaba con torpeza, pues era enorme en mis manos, y sus coces de mula me dislocaban el hombro. Aun así hice no menos de cinco o seis disparos. Atacaba la onza de plomo en la boca del caño, cebaba de pólvora la cazoleta con mucho cuidado, y luego calaba la cuerda en el serpentín, procurando tapar la cazoleta al soplar la mecha, como tantas veces había visto hacer al capitán y a los otros. Sólo tenía ojos para el combate y oídos para el tronar de la pólvora, cuya humareda negra y acre me ofendía ojos, narices y boca. La carta de Angélica de Alquézar yacía olvidada dentro del jubón, contra mi pecho.

– Si salgo de ésta -mascullaba Garrote, recargando con prisa el arcabuz- no vuelvo a Flandes ni por lumbre.

Proseguía mientras el combate en los muros del fuerte y sobre el dique que había debajo. Viendo huir a la gente del capitán Fenice, que murió en la puerta haciendo con mucho pundonor su deber, el sargento mayor don Carlos Roma, que era hombre de los que se visten por los pies, había tomado él mismo una rodela y una espada, y poniéndose delante de los fugitivos intentaba restaurar la pelea, consciente de que si podía frenar a los atacantes, al ser angosto el dique por el que llegaban era posible irlos empujando hacia atrás; pues al agolparse en éste sólo podrían pelear los primeros. Así, poco a poco, iba emparejándose el reñir por aquella parte; y los italianos, ahora rehechos y con renovado coraje en torno a su sargento mayor, batíanse ya con buena raza -que los de esa nación, si tienen ganas y motivos, saben hacerlo muy bien cuando quieren-, echando a los ingleses abajo desde el muro, y dando al traste con el ataque principal.

Por nuestro lado las cosas iban peor: un centenar de ingleses, muy arrimados, amenazaba ya alcanzar el terraplén, la enseña caída y los cestones del reducto, sólo estorbados por el mucho daño que nuestros arcabuces, escupiéndoles balas a menos de veinte pasos, hacíanles de continuo.

– ¡Se acaba la pólvora! -avisé con un grito.

Era cierto. Apenas quedaba para dos o tres descargas más de cada uno. Curro Garrote, blasfemando como un condenado a galeras, se agachó tras el parapeto, un brazo mal estropeado de un mosquetazo. Pablo Olivares se hizo cargo de la provisión de dos tiros que le quedaba al malagueño, y estuvo disparando hasta agotar esa y la suya propia. De los otros, Juan Cuesta, gijonés, llevaba un rato muerto entre los cestones, y pronto lo acompañó Antonio Sánchez, que era soldado viejo y de Tordesillas. Fulgencio Puche, de Murcia, se desplomó después con las manos en la cara y sangrando entre los dedos como un verraco. El resto disparó sus últimos tiros.

– Esto es cosa hecha -dijo Pablo Olivares.

Nos mirábamos unos a otros, indecisos, con los gritos de los ingleses sonando cada vez más cerca, en la ladera. Aquel griterío me producía un gran pavor, un infinito desconsuelo. Nos quedaba menos tiempo que el necesario para un credo, sin otra opción que ellos o las aguas del pantano. Algunos empezaron a sacar las espadas.

– La bandera -dijo Alatriste.

Varios lo miraron como si no entendieran sus palabras. Otros, Copons el primero, se incorporaron acercándose al capitán.

– Razón tiene -dijo Mendieta-. Mejor con bandera, pues.

Lo entendí. Mejor junto a la bandera, peleando en torno a ella, que allí arriba tras los cestones, como conejos. Entonces ya no sentí más el miedo, sino un cansancio muy hondo y muy viejo, y ganas de terminar con todo aquello. Quería cerrar los ojos y dormir durante una eternidad. Noté cómo se me erizaba la piel de los brazos cuando eché mano a mis riñones para desenfundar la daga. Mano y daga me temblaban, así que la apreté muy fuerte. Alatriste vio el gesto, y por una brevísima fracción de tiempo sus ojos claros relampaguearon en algo que era al mismo tiempo una disculpa y una sonrisa. Luego desnudó la toledana, se quitó el sombrero y el correaje con los doce apóstoles, y sin decir una palabra fue a encaramarse al parapeto.

– ¡España!… ¡Cierra España! -gritaron algunos, yéndole detrás.

– ¡Ni España ni leches! -masculló Garrote, levantándose renqueante con la espada en la mano sana-… ¡Mis cojones!… ¡Cierran mis cojones!