Ignoro cómo ocurrió, pero sobrevivimos. Mis recuerdos de la ladera del reducto de Terheyden son confusos, igual que lo fue aquella acometida sin esperanza. Sé que aparecimos en lo alto del parapeto, que algunos se persignaron atropelladamente, y luego, como una jauría de perros salvajes, echamos todos a correr cuesta abajo gritando como locos, blandiendo dagas y espadas, cuando los primeros ingleses estaban a punto de coger del suelo la bandera. Se detuvieron en seco éstos, espantados por aquella aparición inesperada cuando daban por rota nuestra resistencia; y aún estaban así, mirando para arriba con las manos alargadas hacia el asta de la enseña, cuando les fuimos encima, degollándolos a mansalva. Caí sobre la bandera, apretándola entre mis brazos y resuelto a que nadie me quitara aquel trozo de lienzo si no era con la vida, y rodé con ella terraplén abajo, sobre los cuerpos del oficial muerto, y del alférez Chacón, y del buen Rivas, y sobre los ingleses que Alatriste y los demás iban tajando a medida que descendían la ladera, con tal ímpetu y ferocidad -la fuerza de los desesperados es no esperar salvación alguna- que los ingleses, espantados por la acometida, empezaron a flaquear mientras eran heridos, y a caer, y a tropezar unos con otros. Y luego uno volvió la espalda, y otros lo imitaron, y el capitán Alatriste, y Copons, y los Olivares, y Garrote y los otros, estaban rojos de sangre enemiga, ciegos de matar y de matar. E inesperadamente los ingleses echaron a correr, tal como lo cuento, echaron a correr por docenas, se fueron para atrás y los nuestros seguían hiriéndolos por las espaldas; y llegaron así junto al cadáver de don Pedro de la Daga y siguieron más allá, dejando el suelo convertido en una carnicería, en un rastro sanguinolento de ingleses acuchillados sobre los que yo, que tropezaba y rodaba con la bandera bien sujeta entre los brazos, los seguía aullando con todas mis fuerzas, gritando a voces mi desesperación, y mi rabia, y el coraje de la casta de los hombres y mujeres que me hicieron. Y vive Dios que yo había de conocer aún muchos lances y combates, alguno tan apretado como ése. Pero todavía me echo a llorar como el chiquillo que era cuando recuerdo aquello; cuando me veo a mí mismo con apenas quince años, abrazado al absurdo trozo de lienzo ajedrezado de azul y blanco, gritando y corriendo por la sangrienta ladera del reducto de Terheyden, el día que el capitán Alatriste buscó un buen lugar donde morir, y yo lo seguí a través de los ingleses, con sus camaradas, porque íbamos a caer todos de cualquier manera, y porque nos habría avergonzado dejarlo ir solo.
EPÍLOGO.
El resto es un cuadro, y es Historia. Lo era ya nueve años mas tarde, la mañana en que crucé la calle para entrar en el estudio de Diego Velázquez, ayuda del guardarropa del rey nuestro señor, en Madrid. Era un día invernal y gris todavía más desapacible que los de Flandes, el hielo de los charcos crujía bajo mis botas con espuelas, y pese al embozo de la capa y el chapeo bien calado, el aire frío me cortaba el rostro. Por eso agradecí la tibieza del corredor oscuro, y luego, en el amplio estudio, el fuego de la chimenea que ardía alegremente, junto a los ventanales que iluminaban lienzos colgados en la pared, dispuestos en caballetes o arrinconados sobre la tarima de madera que cubría el suelo. La habitación olía a pintura, mezclas, barnices y aguarrás; y también olía, y muy bien, el pucherete que junto a la chimenea, sobre un hornillo, calentaba caldo de ave con especias y vino.
– Sírvase vuestra merced, señor Balboa -dijo Diego Velázquez.
Un viaje a Italia, la vida en la Corte y el favor de nuestro rey don Felipe Cuarto le habían hecho perder buena parte de su acento sevillano desde el día en que lo vi por primera vez, cosa de once o doce años atrás, en el mentidero de San Felipe. Ahora limpiaba unos pinceles muy minuciosamente, con un paño limpio, alineándolos luego sobre la mesa. Estaba vestido con una ropilla negra salpicada de manchas de pintura, tenía el pelo en desorden y el bigote y la perilla sin arreglar. El pintor favorito de nuestro monarca nunca se aseaba hasta media mañana, cuando interrumpía su trabajo para hacer un descanso y calentarse el estómago después de haber trabajado unas horas desde la primera buena luz del día. Ninguno de sus íntimos osaba molestarlo antes de esa pausa de media mañana. Luego seguía un poco más hasta la tarde, cuando tomaba una colación. Después, si no lo requerían asuntos de su cargo en Palacio o compromisos de fuerza mayor, paseaba por San Felipe, la plaza Mayor o el Prado bajo, a menudo en compañía de don Francisco de Quevedo, Alonso Cano y otros amigos, discípulos y conocidos.
Dejé capa, guantes y sombrero sobre un escabel y lleguéme al puchero, vertí un cazo en una jarra de barro vidriado y estuve calentándome con ella las manos mientras lo bebía a cortos sorbos.
– ¿Cómo va lo del palacio? – pregunté.
– Despacio.
Reímos un poco ambos con la vieja broma. Por aquel tiempo, Velázquez se enfrentaba a la grave tarea de acondicionar las salas de pintura del salón de reinos en el nuevo palacio del Buen Retiro. Tal y otras mercedes le habían sido concedidas directamente por el rey, y él estaba harto complacido con ellas. Pero eso, se lamentaba a veces, le quitaba espacio y sosiego para trabajar a gusto. Por ello acababa de ceder el cargo de ujier de cámara a Juan Bautista del Mazo, conformándose con la dignidad de ayuda del guardarropa real, sin ejercicio.
– ¿Qué tal está el capitán Alatriste? -inquirió el pintor.
– Bien. Os manda sus saludos… Ha ido a la calle de Francos con don Francisco de Quevedo y el capitán Contreras, a visitar a Lope en su casa.
– ¿Y cómo se encuentra el Fénix de los ingenios?
– Mal. La fuga de su hija Antoñita con Cristóbal Tenorio fue un golpe muy duro… Sigue sin reponerse.
– Tengo que encontrar un rato libre para ir a verlo… ¿Ha empeorado mucho?
– Todos temen que no pase de este invierno,
– Lástima.
Bebí un par de sorbos más. Aquel caldo quemaba, pero devolvía la vida.
– Parece que habrá guerra con Richelieu -comentó Velázquez.
– Eso dicen en las gradas de San Felipe.
Fui a dejar la jarra sobre una mesa, y de camino me detuve ante un cuadro terminado y puesto en un caballete, a falta sólo de la capa de barniz. Angélica de Alquézar estaba bellísima en el lienzo, vestida de raso blanco con alamares pasados de oro y perlas minúsculas, y una mantilla de encaje de Bruselas sobre los hombros; sabía que era de Bruselas porque se la había regalado yo. Sus ojos azules miraban con irónica fijeza, y parecían seguir todos mis movimientos por la habitación, como de hecho lo hacían a lo largo y ancho de mi vida. Encontrarla allí hízome sonreír para los adentros; hacía sólo unas horas que me había separado de ella, saliendo a la calle envuelto en mi capa al filo de la madrugada -la mano en la empuñadura de la espada por si me aguardaban afuera los sicarios de su tío-, y aún tenía en los dedos, en la boca y en la piel, el aroma delicioso de la suya. También llevaba en el cuerpo el ya cicatrizado recuerdo de su daga, y en el pensamiento sus palabras de amor y de odio, tan sinceras y mortales unas como otras.
– Os he conseguido -dije a Velázquez- el boceto de la espada del marqués de los Balbases… Un antiguo camarada que la vio muchas veces la recuerda bastante bien.
Volví la espalda al retrato de Angélica. Luego saqué el papel que llevaba doblado bajo la ropilla, y se lo ofrecí al pintor.
– Era de bronce y oro de martillo en la empuñadura. Ahí verá vuestra merced cómo iban las guardas.
Velázquez, que había dejado el trapo y los pinceles, contemplaba el boceto con aire satisfecho.
– En cuanto a las plumas de su chapeo -añadí- sin duda eran blancas.
– Excelente -dijo.
Puso el papel sobre la mesa y miró el cuadro. Estaba destinado a decorar el salón de reinos y era enorme, colocado sobre un bastidor especial sujeto a la pared, con una escalera para trabajar en su parte superior.
– Al final os hice caso -añadió, pensativo-. Lanzas en vez de banderas.
Yo mismo le había contado los detalles en largas conversaciones sostenidas durante los últimos meses, después que don Francisco de Quevedo le aconsejara documentar con mi concurso los pormenores de la escena. Para realizarla, Diego Velázquez había decidido prescindir de la furia de los combates, el choque de los aceros y otra materia de rigor en escenas comunes de batallas, procurando la seremidad y la grandeza. Quería, me dijo más de una vez, lograr una situación que fuese al tiempo magnánima y arrogante, y también pintada a la manera que él solía: con la realidad no como era, sino como la mostraba; expresando las cosas que decía conforme a la verdad, mas sin concluirlas, de modo que todo lo demás, el contexto y el espíritu sugeridos por la escena, fuesen trabajo del espectador.