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– ¿Qué os parece? -me preguntó con suavidad.

Conocía yo de sobra que mi criterio artístico, poco de fiar en un soldado de veinticuatro años, se le daba una higa. Era otra cosa lo que demandaba, y lo entendí por la forma en que me observó casi con recelo, un poco a hurtadillas, amedida que mis ojos recorrían el cuadro.

– Fue así y no fue así -dije.

Arrepentíme de aquellas palabras apenas salieron de mis labios, pues temí incomodarlo. Pero se limitó a sonreir un poco.

– Bueno -dijo-. Ya sé que no hay ningún cerro de esa altura cerca de Breda, y que la perspectiva del fondo es un tanto forzada -dio unos pasos y se quedó mirando el cuadro con los brazos en jarras-. Pero la escena resulta, y es lo que importa.

– No me refería a eso -apunté.

– Sé a qué os referís.

Fue hasta la mano con que el holandés justino de Nassau tiende la llave a nuestro general Spínola -la llave todavía no era más que un esbozo y una mancha de color- y la frotó un poco con el pulgar. Después dio un paso atrás sin dejar de mirar el lienzo; observaba el lugar situado entre dos cabezas, bajo el caño horizontal del arcabuz que el soldado sin barba ni bigote sostiene al hombro: allí donde se insinúa, medio oculto tras los oficiales, el perfil aguileño del capitán Alatriste.

– Al fin y al cabo -dijo por fin- siempre se recordará así… Me refiero a después, cuando vos y yo y todos ellos estemos muertos.

Yo miraba los rostros de los maestres y capitanes del primer término, algunos faltos todaVía de los últimos retoques. Lo de menos era que, salvo justino de Nassau, el príncipe de Neoburgo, don Carlos Coloma y los marqueses de Espinar y de Leganés, amén del propio Spínola, el resto de las cabezas situadas en la escena principal no correspondiese a los personajes reales; que Velázquez retratara a su amigo el pintor Alonso Cano en el arcabucero holandés de la izquierda, y que hubiera utilizado unas facciones muy parecidas a las suyas propias para el oficial con botas altas que mira al espectador, a la derecha. O que el gesto caballeresco del pobre don Ambrosio Spínola -había muerto de pena y de vergüenza cuatro años antes, en Italia- fuese idéntico al que tuvo aquella mañana, pero el del general holandés quedara ejecutado por el artista atribuyéndole más humildad y sometimiento que los mostrados por el Nassau cuando rindió la ciudad en el cuartel de Balanzón… A lo que me refería era a que en esa composición serena, en aquel faltaría más, don Justino, no se incline vuestra merced, y en la contenida actitud de unos y otros oficiales, se ocultaba algo que yo había visto bien de cerca atrás, entre las lanzas: el orgullo insolente de los vencedores, y el despecho y el odio en los ojos de los vencidos; la saña con que nos habíamos acuchillado unos a otros, y aún íbamos a seguir haciéndolo, sin que bastasen las tumbas de que estaba lleno el paisaje del fondo, entre la bruma gris de los incendios. En cuanto a quiénes figuraban en primer término del cuadro y quiénes no, lo cierto era que nosotros, la fiel y sufrida infantería, los tercios viejos que habían hecho el trabajo sucio en las minas y en las caponeras, dando encamisadas en la oscuridad, rompiendo con fuego y hachazos el dique de Sevenberge, peleando en el molino Ruyter y junto al fuerte de Terheyden, con nuestros remiendos y nuestras armas gastadas, nuestras pústulas, nuestras enfermedades y nuestra miseria, no éramos sino la carne de cañón, el eterno decorado sobre el que la otra España, la oficial de los encajes y las reverencias, tomaba posesión de las llaves de Breda -al fin, como temíamos, ni siquiera se nos permitió saquear la ciudad- y posaba para la posteridad permitiéndose toda aquella pamplina: el lujo de mostrar espíritu magnánimo, oh, por favor, no se incline, don Justino. Estamos entre caballeros y en Flandes todavíano se ha puesto el sol.

– Será un gran cuadro -dije.

Era sincero. Sería un gran cuadro y el mundo, tal vez, recordase a nuestra infeliz España embellecida a través de ese lienzo donde no era difícil intuir el soplo de la inmortalidad, salido de la paleta del más grande pintor que los tiempos vieron nunca. Pero la realidad, mis verdaderos recuerdos, estaban en el segundo plano de la escena; allí donde sin poder remediarlo se me iba la mirada, más allá de la composición central que me importaba un gentil carajo: en la vieja bandera ajedrezada de azul y blanco, tenida al hombro por un portaenseña de pelo hirsuto y mostacho, que bien podía ser el alférez Chacón, a quien vi morir intentando salvar ese mismo lienzo en la ladera del reducto de Terheyden. En los arcabuceros -Rivas, Llop y los otros que no volvieron a España ni a ningún otro sitio- vueltos de espaldas a la escena principal, o en el bosque de lanzas disciplinadas, anónimas en la pintura, a las que yo podía sin embargo, una por una, poner nombres de camaradas vivos y muertos que las habían paseado por Europa, sosteniéndolas con el sudor y con la sangre, para hacer muy cumplida verdad aquello de:

Y siempre a punto de guerra

combatieron, siempre grandes,

en Alemania y en Flandes,

en Francia y en Inglaterra.

Y se posternó la tierra

estremecida a su paso;

y simples soldados rasos,

en portentosa campaña,

llevaron el sol de España

desde el Oriente al Ocaso.

A ellos, españoles de lenguas y tierras diferentes entre sí, pero solidarios en la ambición, la soberbia y el sufrimiento, y no a los figurones retratados en primer término del lienzo, era a quien el holandés entregaba su maldita llave. A aquella tropa sin nombre ni rostro, que el pintor dejaba sólo entrever en la falda de una colina que nunca existió; donde a las diez de la mañana del día 5 de junio del año veinticinco del siglo, reinando en España nuestro rey don Felipe Cuarto, yo presencié la rendición de Breda junto al capitán Alatriste, Sebastián Copons, Curro Garrote y los demás supervivientes de su diezmada escuadra. Y nueve años después, en Madrid, de pie ante el cuadro pintado por Diego Velázquez, me parecía de nuevo escuchar el tambor mientras veía moverse despacio, entre los fuertes y trincheras humeantes en la distancia, frente a Breda, los viejos escuadrones impasibles, las picas y las banderas de la que fue última y mejor infantería del mundo: españoles odiados, crueles, arrogantes, sólo disciplinados bajo el fuego, que todo lo sufrían en cualquier asalto, pero no sufrían que les hablaran alto.

Madrid, agosto de 1998.

NOTA DEL EDITOR SOBRE LA PRESENCIA DEL CAPITÁN ALATRISTE EN LA RENDICIÓN DE BREDA, DE DIEGO VELÁZQUEZ

Durante mucho tiempo se ha debatido la supuesta presencia del capitán Diego Alatriste y Tenorio en el lienzo sobre La rendición de Breda. Frente al testimonio de Íñigo Balboa, que fue testigo de la composición del cuadro y afirma sin vacilar en dos ocasiones (página 13 de El capitán Alatriste y página 243 de El sol de Breda) que el capitán está representado en el lienzo de Velázquez, los estudios de las cabezas del lado derecho, que permitieron identificar como auténtica la de Spínola y probables las de Carlos Coloma, los marqueses de Leganés y de Espinar y el príncipe de Neoburgo -según análisis de los profesores Justi, Allende Salazar, Sánchez Cantón y Temboury Álvarez-, descartan que alguna de las otras cabezas anónimas corresponda a los rasgos físicos que íñigo Balboa atribuye al capitán.

El alférez que sostiene sobre el hombro la bandera no puede ser Diego Alatriste, y el mosquetero sin barba ni bigote del último término, tampoco. Descartados asimismo el caballero pálido y descubierto que se halla bajo la bandera y junto al caballo, y el oficial corpulento y destocado, de complexión fuerte, que aparece bajo el cañón horizontal del arcabuz -en quien el profesor Sergio Zamorano, de la universidad de Sevilla, cree identificar al capitán Carmelo Bragado-, algunos estudiosos defendieron la posibilidad de que Alatriste estuviera representado en el oficial que hay detrás del caballo, mirando al espectador en el extremo derecho de la escena; personaje que otros expertos, como Temboury, estiman autorretrato del propio Velázquez, que equilibraría así la supuesta aparición de su amigo Alonso Cano al extremo izquierdo, como arcabucero holandés.