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– Fue Jorge quien traicionó la confianza de nuestro padre. ¡Jorge, no Ricardo ni Ned! -replicó Ana, con igual apasionamiento.

Isabel estaba demasiado furiosa para analizar la emoción que ahora la impulsaba. Perversamente, había acudido en defensa de Jorge cuando ella misma lo maldecía unos instantes antes. Sólo sabía que la sacaba de quicio que Ana lanzara una acusación tan injusta y tan grave contra su esposo.

– ¡Qué hipócrita eres, Ana! ¿Y si Jorge hubiera sido leal a nuestro padre? Eso no significa que el resultado de Barnet habría sido diferente. Y aunque así fuera, ¿me estás diciendo que te habría gustado una derrota yorkista? ¿Estarías conforme si hubieran muerto Dickon y Ned en vez de nuestro padre? Vamos, Ana, dime cuánto te habrías alegrado -se burló, y su furia se disipó, se asentó como un peso húmedo en su interior ante el rostro demudado de la hermana. Desvió los ojos, combatiendo una involuntaria vergüenza. No tenía gracia lastimar a Ana. Era demasiado fácil-. Ay, Ana, ¿por qué siempre debemos reñir? Y justo en un momento como éste…

Suspiró, decidió pasar por alto la terquedad de Ana. Era muy posible que no volviera a verla. Se levantó, acarició a Ana para perdonarla.

– No lamentaría marcharme sin ver a madame la reina -dijo irónicamente-. Pero debo despedirme de Eduardo. Anoche se comportó con decencia, después de todo…

Ana se encogió de hombros.

– Como quieras -dijo con indiferencia, pero había tensado la boca y una sombra amenazadora surcaba sus ojos-. La vi en la vereda oeste de los claustros con el duque de Somerset. Pero no sé dónde está él. -Miró a Isabel. Añadió ponzoñosamente-: Tal vez aún esté acostado. Supongo que pasó la noche en vela, celebrando la noticia de la muerte de nuestro padre.

Isabel sintió un asomo de piedad que extinguió del todo su irritación.

– ¿Estarás bien, Ana? -Había querido tranquilizarla, pero le salió como una pregunta.

– No te preocupes por mí. Me dejarán en paz. No soy tan importante para ellos, por ahora. Estaré bien… de veras.

– Claro que sí -convino Isabel, sin convicción.

– Estaré bien -repitió Ana. Se apoyó en la mesa, escudriñó a Isabel-. Él no se tomará la molestia de lastimarme. Si por él fuera, no me dirigiría la palabra. Y supongo que ahora evitará mi lecho tal como evita mi compañía. Creo que no se arriesgará a dejarme encinta ahora que mi padre ha muerto -dijo impávidamente, y añadió con amargura-: Como ves, nuestro padre no murió en vano, a pesar de todo.

Isabel abrió la boca para prevenir a Ana; era peligroso expresar ciertas indiscreciones en voz alta. En cambio, dio un respingo de horror, pues Eduardo de Lancaster estaba en el umbral.

Ana vio su alarma, dio media vuelta. Al ver a su esposo, palideció. Aferró el borde de la mesa y empezó a retroceder mientras él se le acercaba, hasta que la pared de la cámara la detuvo.

Isabel observaba, fascinada, mientras su mente acelerada procuraba recordar si ella había dicho algo que Eduardo encontrara reprochable. Con alivio, decidió que sus palabras habían sido razonablemente circunspectas. ¿Por qué Ana no aprendía a refrenar la lengua? ¡Ahora se vería en problemas! El matrimonio de Isabel había tenido su buena cuota de tensiones y desavenencias, pero Jorge nunca la había mirado como Eduardo miraba a Ana. De pronto no era tan renuente a reunirse con Jorge en Londres. Al margen de lo que sintiera por él, nunca le había temido, y vio que su hermana temía a Eduardo.

Ana usaba una cadenilla de oro en el cuello, un viejo regalo de su padre; un delicado crucifijo de oro y ébano descansaba entre sus senos, apenas visible por encima del corpiño del vestido. Eduardo entrelazó los dedos en la cadenilla, y la tensó para atraerla, hasta que sus cuerpos se tocaron y ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara.

– Por una vez tienes razón, chèrie -dijo él fríamente-. En efecto, evitaré tu lecho… y con más placer del que jamás obtuve en él. Sólo agradezco que entre tus muchas faltas como esposa, también hayas sido estéril.

– ¡Eduardo! -exclamó Isabel, tan ásperamente que todos se sobresaltaron, incluso ella. Pero había visto la expresión de Ana y tenía miedo de lo que ella pudiera decir. Sabía que su recatada hermana no era agresiva, que evitaba el conflicto; Ana rara vez se encolerizaba, y nunca tenía los berrinches a que ella era propensa. Pero Ana podía ser tozuda y ante una provocación podía reaccionar con la franqueza más temeraria.

Ana tenía un aire de obcecación; había odio además de miedo en su rostro, e Isabel temía que su hermana sucumbiera a uno de esos imprudentes estallidos de sinceridad compulsiva. Pues si lo hacía…

Una vez Eduardo la había sorprendido al decirle que no aprobaba la aplicación de castigos corporales a la esposa. Las autoridades seglares y espirituales reconocían que el esposo tenía derecho a escarmentar a una esposa desobediente e Isabel creía que él compartiría ese criterio. Consideraba que su cuñado no era alguien que renunciaría voluntariamente a ninguna prerrogativa. Pero en esa conversación él había sido muy enfático. Isabel lo recordó ahora, pero no estaba dis-puesta a confiar en las inclinaciones filosóficas de su cuñado; más valía no poner a prueba ciertas convicciones.

– Édouard… ¿me buscabas? -concluyó. Dadas las circunstancias, no se le ocurría nada mejor.

Pero fue suficiente. Él soltó la cadenilla de Ana, retrocedió y atinó a responder con una semblanza de cortesía.

– Vine a despedirme… y a desearte bonne chance.

– ¿Buena suerte? -repitió ella, y sonrió turbadamente-. ¿Acaso crees que tendré dificultades para llegar a Londres?

– No. Creo que necesitarás suerte después de llegar a Londres.

Isabel sintió resentimiento, pero no mucho, pues había una gran verdad en lo que él decía. Le sonrió amablemente, pero él le daba la espalda y volvía a mirar a la callada Ana.

– ¿Te deseo bonne chance a ti también? -preguntó socarronamente.

Ana tragó saliva, se dispuso a hablar pero se amedrentó cuando él tendió la mano como para tocarle la mejilla. Se quedó muy tiesa, pero ladeó la cabeza y él rió, sin el menor rastro de alegría.

Se acercó a Isabel, se llevó su mano a los labios.

– ¿Tienes suficientes hombres armados para tu escolta?

Isabel asintió, sorprendida.

– ¿Estás segura, chèrie? De lo contrario, me encargaré de que tengas los hombres que necesitas.

Ella no lo había esperado; era una generosidad gratuita que sin duda habría enfurecido a Margarita. Sonrió.

– Merci, mon beau-frère. No es necesario, Édouard, pero te lo agradezco.

Él también sonrió, se encogió de hombros.

– De rien, belle-soeur. -Volvió a mirar a Ana-. Qué pena que no vayas con ella, chèrie.

Al cerrarse la puerta, Isabel intentó acercarse a Ana, pero titubeó. La expresión de su hermana le decía que su abrazo no sería bien recibido.

Vio una marca tenue en el cuello de Ana, la mordedura de la cadenilla, y vio con qué rapidez subían y bajaban los senos de su hermana. Esperó lo que consideró un intervalo discreto, dándole tiempo para recobrarse.

– Ana, debo irme. Se hace tarde, ya es casi mediodía.

Ana alzó las pestañas. Isabel nunca le había visto los ojos tan oscuros, un pardo de medianoche, casi negro, pero no había lágrimas en ellos, y eso conmovió a Isabel casi tanto como el uso de «Bella», pues recordó que Ana siempre rompía a llorar por una mascota extraviada, una reprimenda injusta, una balada de amor no correspondido.

Estrechó a Ana con fuerza.

– Dios te guarde, Bella.

– Cuídate, hermana. En nombre de Nuestra Señora, cuídate.

– Me cuidaré. Ahora debo decirle a Véronique que se irá contigo. Aún no lo sabe… -Dejó de hablar, cobró aliento-. Luego regresaré a la capilla de la Virgen. -Y sin más expresión de la que Eduardo había mostrado unos instantes antes, añadió-: Quiero encender una vela para York.