– ¿Cómo se llama ella, Will? -La voz de Eduardo cortó tan abruptamente sus devaneos que se sobresaltó, recobró la compostura con dificultad.
– ¿Quién? -preguntó distraídamente, y Eduardo rió.
– Eso te pregunté, Will. Si no es una mujer la que tanto absorbe tus pensamientos, ¿de qué se trata?
Will sonrió, meneó la cabeza.
– ¿Y crees que cometería la tontería de revelarte el nombre? Quizá no pueda proteger mi bosque de los cazadores furtivos, pero no seré yo quien los conduzca hasta el venado.
Jorge estaba de pie detrás de la silla de Eduardo. Se aproximó al oír las risas, pues había aguardado un momento así, pensando que su hermano estaría dispuesto a escuchar su solicitud.
– Ned, ¿has pensado en el destino de las tierras de los Neville?
– Bien, sus fincas de Cumbria y Yorkshire pasarán a la corona… Siempre que ganemos, Jorge.
Will detectó un destello irónico en los ojos de Eduardo, y se preguntó si Jorge también lo habría visto. Parecía que no, a juzgar por su siguiente pregunta.
– ¿Qué hay del castillo de Warwick?
Eduardo arqueó la boca en un gesto burlón, pero Ricardo habló primero.
– El castillo forma parte de la herencia de la condesa de Warwick, así que regresa a su poder a la muerte de su esposo. El traidor fue Warwick, no ella. Como una esposa debe obediencia a su marido, no se la puede juzgar responsable por los crímenes de él. Sin duda sabes eso, Jorge.
Will miró a Ricardo con interés y cierto asombro. Ricardo había hablado con frialdad, y no miraba a Jorge con agrado. Jorge lo notó, y dijo con empecinamiento:
– Mi suegra no necesita que la defiendas, Dickon.
– Espero que no.
Eduardo había seguido este diálogo con creciente hilaridad.
– Dickon tiene razón, Jorge -se limitó a decir-. El castillo de Warwick es propiedad legítima de la condesa y no será confiscado.
Miró de soslayo a Ricardo con una sonrisa picara que sólo Will detectó.
– Además, Jorge, aun si las tierras de Beauchamp pertenecientes a la condesa estuvieran sujetas a confiscación, ¿no olvidas que tu cuñada, Ana Neville, es la legítima heredera de la mitad de ellas?
Jorge dio un respingo y rió brevemente.
– ¿Y tú olvidas, Ned, que Ana Neville es esposa de Lancaster? ¿O acaso esperas que él las reclame en nombre de ella?
Eduardo sonrió, se encogió de hombros.
– Eso me recuerda que quiero que se impartan órdenes para velar por la seguridad de Ana Neville una vez que hayamos sometido a Lancaster. Quiero que se tomen precauciones especiales. No toleraré que la traten mal, so pena de mi gran disgusto.
Jorge quedó gratamente sorprendido.
– Es muy decente de tu parte, Ned, y tranquilizará mucho a mi Isabel.
– Descuida, hermano Jorge. -Eduardo se volvió en el asiento para enfrentar a Ricardo-. Si lo olvido en los días venideros, ¿me harás el favor de recordarme a la muchacha Neville, Dickon? -preguntó solícitamente, y lanzó una risotada ante la mirada fulminante de su hermano.
Will observaba intrigado. No entendía el sentido de estas chanzas, pero sin duda significaban algo. Estudió a los tres hermanos sin llegar a ninguna conclusión. Era evidente que Eduardo se divertía, y que Ricardo no; parecía distante e irritado. Jorge fruncía el ceño con perplejidad. Will volvió a estudiar a Eduardo y se resignó a su curiosidad insatisfecha. Al parecer, éste era otro asunto personal que Eduardo compartía sólo con Ricardo. Sintió celos, y el ácido de la bilis en la boca. Ignoró ese gusto con un esfuerzo de voluntad y se volvió hacia Ricardo con resuelta bonhomía.
– Te criaste con la hija de Warwick, ¿verdad, Dickon? ¿En Middleham?
Era la pregunta más inocua que se le había ocurrido y parecía ideal para comunicar un interés cordial. Pero vio de inmediato que sus buenas intenciones no habían rendido fruto. Su pregunta resultó inexplicablemente divertida para Eduardo, e inexplicablemente irritante para Ricardo, que sin embargo respondió cortésmente que sí, que había estado en Middleham con Ana Neville.
Will cayó en la cuenta. No sabía por qué, pero el tema de la hija de Warwick parecía delicado. Le hizo otra pregunta, esta vez relativa a la campaña inminente, y Ricardo se apresuró a contestar con tal entusiasmo que Will comprendió que su sospecha era acertada: a Ricardo le incomodaba hablar de Ana Neville.
Estaba especulando sobre ello cuando posó los ojos en Jorge. Jorge miraba a su hermano menor con tal concentración que Will se puso a estudiar a Jorge.
Jorge aún fijaba la vista en Ricardo. Tenía los ojos más atractivos que Will había visto, un singular matiz del verde azulado más puro, con pestañas doradas que una mujer envidiaría. Estaban midiendo a Ricardo con extraña intensidad, con una fijeza alerta que evocaba a un gato oliendo una presa que no veía.
Will miró a Ricardo, que le señalaba a John Howard un cruce del Severn, sin reparar en el intenso escrutinio de su hermano. Pero Will vio que Eduardo era más observador que Ricardo. Eduardo también observaba a Jorge, y Will notó de inmediato que Eduardo le llevaba ventaja, pues él comprendía la índole de las sospechas de Jorge. Will no dudaba de ello. Eduardo ya no parecía divertirse y estudiaba a Jorge con ojos muy claros y fríos.
– ¿Ned? -Anthony Woodville habló por primera vez desde que se había iniciado el consejo; era muy discreto en presencia de Eduardo desde que habían reñido once días atrás en el castillo de Baynard-. ¿Qué piensas hacer con la francesa? Siempre, claro está, que derrotemos a Lancaster.
– Arrancarle los colmillos -masculló Eduardo-. Tengo una deuda con esa dama, Anthony, desde hace largo tiempo.
Ahora todos lo miraban.
– Por Dios, se ha derramado mucha sangre en nombre de ella, suficiente para enrojecer el Trent desde Nottingham hasta el mar -intervino John Howard, y más de uno de ellos asintió con hosca aprobación.
– ¿La mandarías al tajo, Ned? -preguntó Jorge, más curioso que vengativo.
– ¿A una mujer? ¡Santo Dios, Jorge! -rezongó Ricardo, y Jorge se volvió hacia él con una hostilidad que parecía excesiva, a pesar del tono impaciente de Ricardo.
– No hablaba contigo, hermano -dijo, tan incisivamente que Ricardo lo miró sorprendido.
– Él tiene razón, Jorge -terció Eduardo con voz mesurada y neutra, sin regañarlo-. No enviaría a una mujer al tajo. Ni siquiera a Margarita de Anjou. -Los miró a todos con una sonrisa totalmente despojada de humor-. Y creo que con el tiempo ella lamentará que yo no lo haya hecho.
Capítulo 31
Tewkesbury
Mayo de 1471
Eduardo se había topado con dificultades inesperadas para arrinconar a los lancasterianos. Aún pensaba que Margarita se dirigía a Gales, pero sus exploradores no lo habían verificado, y había procedido con indebida cautela después de partir de Windsor el día 24. Cinco días después sólo habían llegado a Cirencester, pues Eduardo temía que Margarita se le escabullera y regresara a Londres. Sus sospechas parecieron confirmarse el miércoles 1 de mayo, cuando sus exploradores le anunciaron que el ejército lancasteriano se dirigía a Bath. Marchó hacia el oeste para interceptarlo, y se detuvo brevemente en Malmesbury para esperar nuevos informes.
Las noticias que recibió no eran buenas. Margarita lo había desorientado con astutos rumores, y no se proponía enfrentarse a él en Bath. Había virado súbitamente hacia el oeste y había sido bien recibida en Bristol, que se hallaba en el camino del cruce del Severn.
Eduardo reaccionó con un raro estallido de cólera, maldiciendo a Margarita por el éxito de su estratagema, a sí mismo por haber mordido el anzuelo y a los ciudadanos de Bristol por abrirle las puertas a su enemiga. Pero pronto vio con mejores ojos a sus exploradores, pues el jueves por la mañana le dieron la mejor noticia que podía desear. Habían avistado la vanguardia de Margarita en Sodbury, diez millas al noreste de Bristol, y los preparativos para el combate eran inequívocos. Al parecer, ella estaba dispuesta a dar batalla. Eduardo sometió a sus hombres a una frenética actividad; el jueves al mediodía entraron en Sodbury y tomaron posiciones para esperar al ejército lancasteriano.