Si York no hubiera deducido la estratagema de Sodbury, si no hubiera logrado recorrer esa distancia inconcebible tras someter a su ejército a un esfuerzo sobrehumano, si… Somerset podía oír el rebote de esta palabra tras la frente angustiada de su reina. Conocía sus temores. Pero ahora que estaba acorralada, obligada a luchar, no daría cuartel, y pelearía con un salvajismo tal que el derramamiento de sangre de Sandal palidecería por comparación. Haría cualquier cosa por salvar a su hijo, y Somerset contaba con eso.
Volvió a mirar a los demás. No le gustaba Wenlock, ex amigo de Warwick, lamentaba tener que confiar su centro a un hombre que le parecía poco mejor que una ramera, que se prostituía por el mejor postor. Wenlock, que no era joven, estaba gris de fatiga. Devon también parecía cansado. Por la sangre de Cristo, todos estaban cansados, y él tanto como ellos. Alzó el jarro, lo vació. Posó la mirada en el príncipe Eduardo; hacía horas que el muchacho no probaba bocado.
– Deberíais comer, alteza -lo apremió, más por sentido del deber que esperando que Eduardo lo escuchara, pero Margarita se sumó al estribillo.
– Somerset tiene razón, bien-aimé. Un poco de ese pastel frío… Te sentirás mucho mejor.
– Me siento bien tal como estoy -repuso el príncipe-. No tengo hambre. No entiendo por qué eso es tan insólito, por qué siquiera merece un comentario.
Somerset lo miró intrigado, no dijo nada. Eduardo había permanecido inusitadamente callado todo el día, más apocado que nunca. Al pasar la noche, revelaba una creciente irritación. Somerset lamentó que de nada sirviera asegurarle al príncipe que era natural tener miedo en vísperas de la batalla, que todos los hombres lo sentían, que nadie llegaba al campo sin un nudo en el estómago, sin un sudor frío en la frente, los sobacos, la entrepierna. Pero prefirió no intentarlo. Eduardo nunca confesaría ese temor; no podía. Sólo podía sufrirlo. Bien, si aceptaban su plan, ayudaría a Eduardo a pensar en algo aparte de las muchas horas que faltaban para el alba.
– Aquí hace calor, madame. Quizá os despejéis si tomáis un poco de aire. Por favor. -Le extendió el brazo. Ella meneó la cabeza, pero él insistió-: Creo que el aire fresco os hará bien, madame.
Margarita iba a negarse, pero calló. Asintió, y él agradeció que lo hubiera entendido. Ella se inclinó, besó a su parco hijo en el rizo que le cruzaba la sien y cogió el brazo de Somerset.
Fuera de la tienda el aire estaba más fresco y el cielo estaba despejado, constelado de puntos luminosos y remotos. Al menos no habría una niebla que favoreciera a York, como en Barnet, pensó Somerset con alivio, escrutando la lejanía donde parpadeaban las fogatas yorkistas.
– ¿Por qué queríais verme a solas, Somerset?
– Porque tengo un plan, madame, un plan que nos permitirá obtener la victoria.
– ¿Qué os proponéis? -masculló ella-. ¿Enviar un asesino al campamento yorkista para que degüelle a York? Os aseguro que nada me complacería más.
– No, madame -dijo él pacientemente, y ella notó que hablaba con suma gravedad.
– ¿Qué, Somerset? -susurró.
– He pasado varias horas estudiando el campo de batalla, que tiene varios declives y mucha vegetación. Se me ocurrió una idea y envié exploradores para ver si tenía razón. Así era. Este campo tiene una visibilidad limitada, madame. La configuración del terreno impedirá que la vanguardia y el centro de York puedan verse entre sí.
– Decidme vuestro plan.
Él se lo contó, y ella guardó silencio.
– No sé -respondió al cabo-. Sería un gran riesgo, Somerset. Inmenso.
– No vacilasteis en correr riesgos en San Albano -le recordó él-, y así derrotasteis al Hacerreyes. Claro que nos expondríamos al peligro. ¡Pero podríamos ganar mucho con ello, madame! Lo he pensado concienzudamente. Puede funcionar. Tomaremos a York por sorpresa, lo juro por mi vida. Y antes de que pueda recobrarse… -Hizo un gesto cortante con la mano, rápido y gráfico.
– Sí -dijo ella lentamente-. Sí, podría funcionar. No sé, Somerset, no sé. Si se tratara de mí, sólo de mí, diría que sí, correría el albur, y al demonio con el riesgo. Pero no se trata sólo de mí. -Le acarició la mejilla, apartó la mano-. Sois un hombre valiente, un amigo leal, y os aprecio, Edmundo, de veras. Pero creo que será mejor que discutamos esto con los demás, con Wenlock, Devon, con mi Édouard. Si ellos lo aprueban…
Hablaba con inusitada indecisión; él intuyó que ella resistía su inclinación natural, que era aceptar el plan, tomar la medida audaz que les brindaría la mayor ganancia. El Señor nos libre de los estrechos límites de la maternidad, pensó agriamente. Pero no tenía intención de someter su plan al juicio de los demás. No confiaba en Wenlock, Devon era demasiado conservador, Eduardo demasiado inexperto. Sólo ella tenía la imaginación, la audacia instintiva para aceptarlo, para entender que el riesgo mèrecía la pena.
– Madame, respaldadme en esto y quizá el príncipe Édouard no deba participar en la batalla. Podría terminar rápidamente, antes de que todo nuestro centro entre en combate. -Sintió cierta vergüenza por esto, pero no demasiada. A esas alturas, le habría dicho cualquier cosa con tal de obtener su asentimiento.
Ella se alejó, miró las fogatas yorkistas. Se volvió.
– Muy bien, nos atendremos a vuestro plan, Somerset. Está en vuestras manos. -Él mostró los dientes en una sonrisa jubilosa, pero ella añadió con voz pétrea, sin permitirle saborear el triunfo-: Con una condición. Quiero que mantengáis a Édouard lejos del combate. Quiero que esté a caballo y custodiado en todo momento, y no quiero que se enzarce en la lucha.
– No puedo prometer semejante cosa -suspiró Somerset, con mu-cho tacto-. Sabéis que no puedo. Daría la vida por protegerlo; todos lo haríamos. Pero no puedo prohibirle nada, madame. Nadie puede. Él cree que tiene edad para el mando. Su orgullo lo exige. Sabe que York aún no había cumplido los diecinueve cuando ganó Towton. Peor aún, sabe que Gloucester sólo tiene dieciocho. No puedo prohibírselo, madame. El centro estará en realidad al mando de Wenlock, no del príncipe. Y creo que él aceptará permanecer montado durante la batalla. -Por un instante tuvo una imagen del rostro blanco y enfurruñado del príncipe-. Más aún, estoy seguro de ello. Pero no aceptará más. Y más no puedo hacer.
Margarita asintió y Somerset vio que no había esperado otra respuesta.
– No, supongo que no -dijo con voz seca. Se encogió de hombros, eludió su mirada-. Bien, pues, será mejor que informemos a los demás de lo que planeamos para mañana, milord.
Dejó que él le cogiera las manos; estaban heladas, yertas.
– Todo depende de vos, Somerset -susurró-. Todo: la vanguardia, la batalla, el destino de Lancaster. -Cobró aliento entrecortadamente-. La vida de mi hijo.
Capítulo 32
Tewkesbury
Mayo de 1471
La oscuridad se disipaba y estrías doradas surcaban el cielo cuando Francis entró en la tienda de Ricardo. Rob Percy ya estaba en el interior, sentado en un baúl y royendo de mala gana una loncha de carne seca. Ricardo daba la espalda a la entrada de la tienda. Escuchaba al sacerdote que pronto pediría la bendición de Dios para la causa yorkista; también escuchaba a un heraldo que llevaba la insignia de John Howard, y detrás rondaba un correo con el Jabalí de Gloucester blasonado en el pecho del tabardo. Francis se acercó a Rob, que le dejó espacio en el cofre, ofreciéndole otra loncha de carne. A Francis se le revolvió el estómago de sólo verla; negó con la cabeza.
Tras haber atendido al sacerdote y al hombre de Howard, Ricardo despachó a su correo, murmurándole unas frases destinadas a su hermano. Se volvió, sonrió al ver a Francis, que le devolvió la sonrisa, aunque la expresión de su amigo no lo había tranquilizado. Ricardo parecía exhausto, como si sólo lo sostuviera su fuerza de voluntad.