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Eduardo siempre había disfrutado de ventajas que otros hombres no poseían en el combate: su gran talla, su enorme fuerza física. Ahora, montado en un caballo que estaba medio enloquecido por la sed de sangre, impulsado por una desesperación que desdeñaba toda cautela y toda piedad, era un aterrador instrumento de muerte, y hombres de incuestionable valentía huían de él mientras los caballeros de su séquito procuraban permanecer a su lado, seguidos por los infantes, que también optaron por resistir, pues el coraje demoniaco del comandante les inspiraba una lealtad primitiva y feroz.

Eduardo no era uno de esos hombres que se embriagaba con la pasión de la matanza; su cerebro permanecía despejado, lúcido. Sabía que había contenido una desbandada, que lo seguían muchos hombres dispuestos a luchar con denuedo para defender el centro. Pero también sabía que Somerset era un soldado demasiado astuto para haber lanzado un ataque tan audaz y ambicioso sólo con la vanguardia. Ese era el temor que lo impulsaba a una represalia tan salvaje. Esperaba el momento en que John Wenlock arremetería desde el frente, y dudaba que sus hombres pudieran resistir la embestida.

Y así, mientras cada vez más hombres se le sumaban, suficientes para contener el embate de Somerset, luchaba con el abandono feroz e implacable de un condenado, esperando el ataque de Wenlock.

La vanguardia yorkista se reorganizaba, y los hombres respondían con menguado entusiasmo a las órdenes de los acuciados capitanes de Ricardo. No les faltaba coraje, pero los habían diezmado. No sentían ninguna ansiedad por lanzar otro ataque contra las inalcanzables trincheras lancasterianas. A su modo de ver, no era una contienda pareja. Los que podían observar al joven comandante lo veían tan disconforme como ellos.

Desde su ojeada de la noche anterior, Ricardo recelaba del campo de batalla preparado por Lancaster. No le gustaba la configuración del terreno, ni el hecho de que quedaría muy aislado de las otras alas yorkistas, y menos aún le gustaba tener que llevar a sus hombres por un terreno tan escarpado e intransitable. Pero no tenía opción. Sólo quería atenerse a su resolución de no dejarlos morir en un vano intento de quebrar las defensas de Lancaster. Los haría retirar por segunda y tercera vez si veía que no llegarían a la línea de Somerset. Ya había hecho lo poco que podía hacer, pidiendo el respaldo de su artillería, y designando una cantidad inusitadamente numerosa de mensajeros para mantener abiertas las líneas de comunicación entre su mando y el ala de su hermano.

Ahora uno de esos mensajeros llegaba desde el este, a tal velocidad que de inmediato atrajo las miradas y silenció la conversación. Sólo un desquiciado cabalgaría a tal velocidad en ese terreno. O alguien que tuviera noticias tan urgentes que estaba dispuesto a arriesgarse a la quebradura de una pata o a una peligrosa caída.

Ricardo alzó la visera. Los hombres se volvían hacia el jinete. Era un jinete diestro, uno de los mejores que Ricardo había visto. Aun en esas circunstancias, una parte de su cerebro reparaba en ello, lo aprobaba. Tuvo el impulso de salirle al encuentro a la carrera; se contuvo y esperó, sabiendo que sus hombres vigilaban cada uno de sus movimientos: «Si un capitán titubea y deja traslucir temor e inseguridad, pierde a sus hombres en cuanto pierde el aplomo». Palabras de su primo Warwick, un consejo que le había dado años atrás en Middleham.

El caballo, un ruano empapado de sudor, tenía mataduras y rasguños, y la sangre se mezclaba con la transpiración que oscurecía el pelaje gris manchado. También había sangre en la cara del jinete; tenía las marcas del ramaje que había atravesado al galope, sin esquivar las ramas bajas, sin buscar una senda natural, agazapado sobre la cruz del caballo en un estilo heterodoxo impuesto por el instinto y la necesidad de velocidad. Nunca habría creído que estaba dispuesto a someter a su cabalgadura a semejante esfuerzo. Pero había llegado. Reconoció a Ricardo, frenó tan abruptamente que el caballo se irguió sobre las ancas, alzándose tanto que parecía que se desplomaría. Pero conservó el equilibrio, aterrizó como un gato y se meneó, súbitamente libre del peso del hombre.

El jinete saltó de la silla y dio con la rodilla contra el suelo. Pero no se cayó. Estaba sin aliento y no podía hablar. No le salían las palabras, no por miedo sino porque le costaba respirar. Pero había conservado la cabeza, desde que había salido del bosque y se había topado con un centro yorkista que vacilaba ante el ataque sorpresivo de Somerset, y sin pausa volvió grupas, galopando hacia la vanguardia, sin pensar en lo que había visto, en lo que podía significar para York y para él, concentrándose en el único pensamiento que le impedía sucumbir al pánico: tenía que contárselo a Gloucester, ninguna otra cosa importaba, contárselo a Gloucester.

También ahora conservaba la cabeza; Ricardo tenía motivos para agradecerlo, y luego lo recordaría. Pues el mensajero no barbotó su mensaje. Era la mayor tentación de sus veinte años, pero sabía por instinto que podía provocar una estampida incontenible. Quiso hincarse pero se le aflojó la rodilla, y habría caído de bruces si Ricardo no lo hubiera aferrado. Apoyándose en el hermano del rey, reveló por qué había galopado como un demente en un caballo preciado, por un terreno que Ricardo mismo había llamado «la pesadilla del soldado».

Vio la cara de Ricardo, vio que le había transmitido sus temores. Ricardo murmuró un juramento y se alejó, pidiendo un caballo, gritando nombres que él no conocía, y él se desplomó en el suelo, pensando que no habría podido moverse de allí aunque Somerset mismo lo amenazara con la espada.

Los hombres de la vanguardia yorkista habrían podido ser presa del pánico. Aunque muchos eran veteranos que habían luchado por Ricardo en Barnet, otros saboreaban por primera vez el gusto agrio del combate, y estaban conmocionados porque no habían podido resistir el fuego de Somerset. Pero Ricardo no les dio tiempo. Estaban habituados a obedecer, a escuchar a los comandantes que ahora recorrían el campo llamándolos a filas. Más aún, cuando entendieron que debían acudir en auxilio del asediado centro, de pronto sintieron euforia, avidez. Pocos se habrían entusiasmado con otro ataque sangriento contra las trincheras lancasterianas; esto era diferente, más de su agrado, pues prometía condiciones más parejas y la palpitante satisfacción emocional de una misión de rescate. Los capitanes de Ricardo encontraron su tarea asombrosamente fácil, al punto de que abrigaron la esperanza de que podrían cumplir las exigencias de Ricardo, de que podrían ser más veloces que meros mortales.

Los lancasterianos tenían una doble ventaja con la posición elevada que ocupaban en la estribación de Gastón. No sólo el enemigo tenía que luchar cuesta arriba, sino que los lancasterianos tenían una mejor perspectiva del campo de batalla, sobre todo el hijo de Margarita, sentado en su montura tras las líneas del centro. Una cuesta herbosa le brindaba una visión panorámica. Podía ver la vanguardia yorkista y la colina boscosa que separaba la vanguardia del centro y por donde Somerset guiaría a sus hombres. Podía ver el ala encabezada por Eduardo de York, todo con asombrosa claridad.

Ese enemigo legendario que ahora cobraba vida ante sus ojos era real e irreal a la vez. Creyó reconocer a York y observó esa silueta distante con interés hipnótico hasta que uno de sus guardaespaldas lo desmintió, diciéndole que no podía ser York, quien sólo montaba caballos blancos, ya que ese caballero montaba un bayo. El príncipe sintió decepción pero también alivio, y luego empezó la batalla.

La vanguardia yorkista había avanzado inexorablemente, como la rompiente que había visto en las playas de Normandía, y luego fue diezmada por una feroz andanada de flechas, tan tupida que nublaba el cielo y ocultaba el sol. Los hombres que rodeaban al príncipe maldijeron cuando Gloucester ordenó la retirada; ansiaban que los yorkistas insistieran con ese ataque suicida, que se empalaran en la trinchera erizada de lanzas que separaba a ambos ejércitos. Nada de ello aún era real para el príncipe, ni los cuerpos abandonados mientras la vanguardia se replegaba, ni los vítores de los soldados lancasterianos, y menos los repiques que llegaban desde Santa María. Las campanas anunciaban la hora, llamando a los monjes para la misa de alborada mientras la batalla rugía a la vista de los muros de la abadía.