Eduardo de York resollaba, conformándose con presenciar los estertores de muerte de la vanguardia lancasteriana. Hasta sus inagotables reservas de energía se habían consumido; se había esforzado más allá de lo que habría sido el punto de ruptura de un hombre común, sabiendo que sólo él podía reagrupar a sus hombres desmoralizados, impedir la desbandada. Alguien le alcanzó una petaca de agua; la aceptó con gratitud, y al levantar la vista vio la montura de Ricardo. Su hermano alzó la visera, y ojos azules como la medianoche lo escrutaron.
– ¿Estás bien? -Eso fue todo, y era suficiente.
Eduardo asintió, sonrió, una sonrisa deformada por un músculo de la mejilla que palpitaba espasmódicamente por su cuenta. Su hermano no devolvió la sonrisa; sólo asintió con inexpresable alivio y no perdió más tiempo. Espoleó al caballo y lanzó su vanguardia contra los lancasterianos en fuga.
Eduardo arrojó la petaca a las manos más próximas, miró a sus fatigados capitanes. Todos tenían la misma expresión, la ñera satisfacción de hombres que habían estado en el infierno y habían regresado luchando a brazo partido, un regreso imposible.
– Dad la orden de reagruparse. Reunid a vuestros hombres. Y conseguidme otro caballo. Aún no hemos terminado.
Eduardo notó que su cuerpo exhausto revivía, sintió un borbotón de energía. El ardor, que se había reducido a un cálido parpadeo, volvía a consumirlo con su llama. Era contagioso, y lo vio reflejado en los demás rostros. La victoria impregnaba el aire, aún más fuerte que el hedor de la sangre.
– Ya -ordenó.
El príncipe Eduardo escuchó mientras John Wenlock explicaba por qué había retenido el centro y no había acudido en auxilio de Somerset. Hablaba de Gloucester, decía que Gloucester se había movido con demasiada celeridad, que no le había dado tiempo. Le parecía mejor mantener el centro en su posición, esperar a que los yorkistas fueran a ellos. Habría sido una locura desperdiciar la ventaja natural que tenían allí, el terreno escarpado que había detenido el ataque de la vanguardia yorkista. No podía haber salvado a Somerset, insistía; ya era demasiado tarde. Si se hubiera movido, habría sacrificado también el centro. Sin duda el príncipe lo entendía.
El príncipe no entendía nada. Las palabras de Wenlock le martillaban el cerebro exhausto; procuró infundirles sentido. Somerset había esperado que el centro acudiera en su ayuda. Aunque Wenlock tuviera razón, se había limitado a observar mientras los hombres de Somerset eran exterminados. Eso era lo único que entendía Eduardo; lo veía en la cara azorada de los hombres que los rodeaban. Y también veía la pregunta que nadie se atrevía a formular pero que estaba en los ojos de todos: ¿por qué el príncipe no había contravenido la orden de Wenlock? ¿Por qué se había quedado allí, mirando como un idiota mientras York y Gloucester diezmaban la vanguardia lancasteriana? ¿Cómo podía explicar esa parálisis de la voluntad, aun ante sí mismo?
– Pero debimos haber tomado alguna medida… hecho algo. -Quería creer a Wenlock. \Bon Dieu, cómo deseaba creerle! Él comandaba el centro, a la par de Wenlock. ¿También él le había fallado a Somerset? ¿Tendría que haber actuado cuando Wenlock no lo hizo?
– Era demasiado tarde, alteza. Sólo habríamos condenado a nuestros hombres. Somerset diría lo mismo, no habría querido que sacrificara esas vidas en un gesto vacío, que arriesgara vuestra seguridad por hombres ya derrotados.
– ¡Qué va! ¡Somerset no diría eso!-murmuró alguien, pero en voz tan alta como para que le oyeran, pues quería que le oyeran.
Wenlock escrutó a los hombres con ojos fríos; como no pudo o no quiso identificar al culpable, los silenció con la mirada, se volvió hacia el príncipe.
– Tenía que tomar una decisión táctica, alteza. Y no dudo que fue correcta. Milord Somerset no previo que York ocultaría hombres en aquella loma ni que Gloucester acudiría tan prestamente en su ayuda. Tuve que decidir qué era lo mejor para mis tropas.
Eduardo le clavó los ojos. Ese hombre había luchado por Lancaster en San Albano, por York en Towton.
– Pero Somerset esperaba nuestra ayuda -dijo con un hilo de voz.
– Di por sentado que coincidíais conmigo, Vuestra Gracia -dijo Wenlock con voz de pedernal-. Después de todo, no pusisteis ningún reparo en su momento, ¿verdad?
Eduardo se sonrojó. Tuvo una borrosa visión de rostros sobresaltados, coléricos, perplejos. Un principio olvidado de la tradición militar afloró a la superficie de su mente, concerniente al peligro de permitir que los subalternos vieran una división entre sus comandantes. Abrió la boca, sin saber qué diría, y luego, como todos los demás, se volvió para mirar al jinete que subía por la cuesta hacia las líneas lancasterianas, en un galope frenético que hizo que todos temieran que el animal se desplomara, que se le quebrara una pata como una ramilla. Tropezó una vez, pero recobró el equilibrio, siguió adelante. Eduardo apenas lo reconocía como un caballo: espumarajos en el hocico, ojos vidriosos y desencajados de miedo, manchas de sangre que impedían distinguir si era blanco o gris. Tanto lo horrorizaba el caballo que tardó en mirar al jinete y reconocer, azorado, al duque de Somerset.
Somerset ofrecía un espectáculo tan tremebundo como su montura, empapado de sangre yorkista, gritando incoherencias como un demente. Nadie le entendía, pero expresaba un furor que ninguno de ellos había visto en un hombre cuerdo.
Eduardo se quedó petrificado en la silla. Wenlock también parecía incapaz de moverse, y miraba esa aparición ensangrentada y delirante como si dudara de sus sentidos.
– ¡Judas! ¡Hijo traicionero de una ramera yorkista! ¿Dónde estabas mientras masacraban a mis hombres?
Wenlock de pronto pareció reparar en la amenaza. Se llevó una mano a la espada, intentó hablar. No tuvo esa oportunidad. Somerset espoleó su enloquecido caballo y embistió a Wenlock; el otro caballo se tambaleó bajo el impacto y cayó de rodillas.
– ¡Por Jesús, es la última vez que haces el trabajo sucio de York!
Somerset sacó a relucir su hacha. La fuerza del tajo hendió el yelmo de Wenlock como pergamino; la hoja se clavó en el cráneo. Sesos, astillas de hueso y un tejido grisáceo volaron por el aire, salpicaron a un soldado. Wenlock no emitió ningún sonido; estaba muerto antes de tocar el suelo.
Somerset miró el cuerpo. Poco a poco recobró el aliento, dejó de resollar. Irguió la cabeza, miró en torno y se aplacó al ver el rostro de esos hombres. Pensaban que estaba loco; se notaba en su mutismo, en los ojos horrorizados que se desviaban, miraban hacia otra parte.
Sólo entonces reparó en la presencia del príncipe. Volvió su corcel jadeante hacia el muchacho.
– Alteza… -musitó, como si aprendiera a hablar tras años de silencio forzado.
El caballo de Eduardo se apartó del monstruo ensangrentado que montaba Somerset. Eduardo también pareció apartarse.
– Os aseguro que no estoy loco -rezongó Somerset, y soltó una carcajada que le hizo preguntarse si decía la verdad.
Nadie le respondió. Eduardo parecía tan incapaz de sostenerle la mirada como los demás. Durante un largo periodo que no podía medirse en minutos ni horas, Somerset permaneció inmóvil frente al príncipe, mirándolo sin ver, y oyendo sólo sus bufidos entrecortados. Entonces pasaron dos cosas.
– No fue culpa mía, Somerset -dijo Eduardo-. ¡Decid que no lo fue!
Al mismo tiempo, Somerset oyó que gritaban su nombre. Un jinete enfilaba hacia ellos; los hombres se apartaban para cederle el paso. Somerset se giró en la silla, reconoció a John, su hermano menor, que estaba con el ala de Devon.
– ¿Os habéis vuelto locos? -preguntó John, mirando la escena. Su expresión cambió-. ¡Cielos! Sí, os habéis vuelto locos. -Dejó de mirar el cadáver de Wenlock para encarar a Somerset-. ¡Edmundo, vuelve a tus cabales, en nombre de Cristo! Devon ha muerto y York nos ataca con su centro. ¡Santa María, apiádate de nosotros! ¿Os habéis quedado ciegos y mudos? ¡Por Dios, mirad!