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Un pensamiento le congeló el aliento en los pulmones. Un hombre juzgado y sentenciado por traición era despanzurrado antes de la ejecución. Lo colgaban del cuello, conservándolo con vida, lo destripaban, lo castraban y le arrancaban las visceras y las quemaban ante sus ojos, y la muerte se demoraba hasta que el cuerpo ya no soportaba el dolor. ¿Era ésa la intención de York, el motivo del juicio? Un sudor frío le bajó por las costillas. No temía la muerte; en su actual angustia de alma y espíritu, hasta la acogería con gusto. Pero sufrir semejante muerte… No pudo contener un escalofrío, y esperó que nadie lo hubiera notado.

Le llamó la atención alguien que acababa de entrar en la sala, un joven agraciado de reluciente pelo rubio, ataviado con un jubón pardo de terciopelo con tajos en las mangas y forrado de satén esmeralda. En una pierna calzada de seda lucía con orgullo la prueba enjoyada de su pertenencia a una minoría selecta, los Caballeros de la Jarretera. Centellearon anillos en sus manos cuando se volvió para escuchar la ocurrencia de un compañero; se rió, mostrando dientes blancos, con obvia consciencia de su prestancia, del alboroto que causaba en la sala. Somerset comprendió que era el duque de Clarence y soltó un suspiro sibilante. Sintió un odio que sólo había experimentado una vez en la vida, cuando dos días atrás se había encontrado atrapado entre los hombres de Gloucester y York, y había tenido que presenciar la muerte de sus hombres porque Wenlock lo había traicionado.

– ¡Ese bastardo cobarde y arrogante! -escupió Audley-. ¿Acaso cree que es un honor haber causado la muerte de un muchacho?

Somerset sacudió la cabeza. El borbotón de odio languidecía. Volvió a sentirse entumecido, lo agradeció. Esta falta de sentimientos le permitiría afrontar el tajo con indiferencia y la muerte con desprecio, incluso la muerte que temía que York planeaba para él.

– ¿Crees que Clarence sabe algo sobre el honor, Humphrey? -preguntó fatigadamente-. A Clarence sólo le importa Clarence y, por motivos que no logro entender, parece disfrutar de su duplicidad.

Se puso rígido; por un momento creyó oír una voz femenina en la sala, hablando con acento francés: «Clarence será tonto, pero hasta ahora ha sido un tonto bastante afortunado». «Todo depende de vos», había dicho ella. Había confiado en él, y él había fallado. Nunca habría podido encararla, ni en esta vida ni en la otra, para decirle que su hijo había muerto.

Estalló una conmoción. Oyó el nombre de Gloucester y se volvió, con un destello de curiosidad. ¡Cielos, es tan joven! Ése fue su primer pensamiento, pues en las horas que habían transcurrido desde la muerte del príncipe, al fin había entendido lo que Margarita había tratado de decirle: cuan joven se es a los diecisiete.

Miró a Gloucester: ese muchacho, de edad similar al difunto príncipe, iba a condenarlo a muerte. Moreno, enérgico, menudo, guardaba poca semejanza con el gigante rubio y jovial que era Eduardo de York. Eduardo era la espada de York, el Sol en Esplendor; hasta Somerset concedía que Eduardo había realizado proezas en combate que él no hubiera creído si no las hubiera visto con sus propios ojos. Y Clarence… Clarence era un renegado que había faltado dos veces a su juramento, que había provocado la muerte de un muchacho, como decía Audley. Gloucester, en cambio, era una incógnita. Todo lo que Somerset sabía de él hablaba en su favor; había sido tenazmente leal al hermano, y su valentía era incuestionable. Por impulso, se movió hacia delante.

Hombres armados le cerraron el paso. Lo empujaron bruscamente, torciéndole el brazo detrás de la espalda. Ricardo lo vio, alzó la mano. Los captores de Somerset retrocedieron a regañadientes, lo dejaron a solas. Se miraron un instante, y luego Somerset se le acercó.

– Vuestra Gracia, ¿podéis concederme un momento?

Ricardo titubeó antes de asentir. En sus ojos cautos no había simpatía, pero tampoco hostilidad. Esperó que Somerset hablara, sin alentarlo.

– ¿Habéis recibido noticias de la reina?

– La reina está en Westminster.

Somerset maldijo su idiotez; tendría que haberse dado cuenta. Iba a volverse sobre los talones, pero Ricardo pareció reconocer que había sido innecesariamente cruel.

– Supongo que os referís a Margarita de Anjou -dijo-. No, aún no hemos recibido noticias.

Aún afectado por la reprimenda anterior, Somerset quería alejarse. Pero la necesidad de saber era demasiado grande.

– ¿Qué será de ella cuando la encuentren?

Ricardo apretó los labios.

– York no guerrea contra mujeres -dijo-. Será confinada, pero no será maltratada. Si ése es vuestro temor, podéis tranquilizaros.

Somerset quería creerle, pero ya no le resultaba fácil creer a nadie.

– ¿Tengo vuestra palabra, milord?

El muchacho entornó los ojos.

– Entiendo que la palabra de York no vale nada para vos -dijo con malicia.

Somerset casi sonrió.

– Aceptaría la palabra de Gloucester -respondió sin inmutarse, y le causó gracia ver que Ricardo no podía ocultar su conflicto interior, la lucha entre el afán de ser justo y su rechazo natural, su desconfianza.

– La tenéis -dijo al fin, casi en un rezongo.

– Gracias, mi señor de Gloucester. -Somerset sintió un alivio que lo sorprendió. En verdad no había creído que Eduardo de York se vengara de Margarita. El alarde de Ricardo contenía verdad además de orgullo; no pensaba que York fuera hombre de derramar la sangre de una mujer. Aun así, sabía que York odiaba a Margarita y lo tranquilizaba la renuente promesa hecha por su hermano favorito.

Ricardo pareció entender que la conversación había concluido. Iba a alejarse cuando Somerset expresó su otra aprensión, sabiendo el riesgo que corría pero sin preocuparse por la posible ofensa. Había una grata libertad, pensó con feroz ironía, en no tener nada que perder.

– ¿Qué se hará con mi príncipe?

Vio de inmediato que había causado impacto.

– Su Gracia el rey ha ordenado que se le otorgue cristiana sepultura en la abadía de Santa María Virgen. -Los ojos de Ricardo eran grises, totalmente fríos-. York no deshonra a los muertos -dijo, retando a Somerset con la mirada.

Somerset había pensado que había perdido todo sentimiento, pero descubrió que aún podían contrariarlo.

– Yo no estuve en el castillo de Sandal, milord.

Y se enfadó consigo mismo por haber sentido la necesidad de expresar esa negación. Pero en verdad él no había aprobado lo que se había hecho con los cuerpos de los yorkistas muertos, las burlonas indignidades a que habían sometido los cadáveres, la decapitación de hombres que habían muerto honorablemente en combate. Siempre le había parecido un acto cruel e innecesario por el que Lancaster había pagado un alto precio. Algo de esto debió de vérsele en la cara, pues Ricardo se abstuvo de replicarle, de recordarle que, aunque él no hubiera estado en Sandal, su hermano Enrique sí había estado.

Por un instante se midieron con la mirada, hasta que Somerset reaccionó.

– Os agradezco que me dediquéis estos minutos, Vuestra Gracia -dijo, invocando un resabio de cortesía.

– De ríen -murmuró Ricardo, y si había ironía en la voz, también había algo que no estaba en el inicio de la conversación.

Ricardo echó a andar. Fue entonces cuando Somerset se acordó.

– Esperad, milord… Hay algo más. Os quiero pedir un favor.

– No puedo prometeros nada, milord Somerset -dijo Ricardo, con voz súbitamente glacial.

Somerset sacudió la cabeza.

– No lo entendéis, milord -dijo, con voz burlona, orgullosa, transida de fatiga-. No lo pido para mí.

La suspicacia se disipó de los ojos de Ricardo, pero no del todo.