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– Aun así, no puedo hacer promesas -dijo. Pero escuchaba.

– Dijisteis que York no maltrata a las mujeres. Bien, hay una joven que merece vuestra bondad, la hija menor de Warwick, que estaba casada con mi príncipe. Ella no tuvo ninguna participación en las intrigas de su padre, y espero que vuestro hermano de York tenga la generosidad de ser piadoso con ella.

Al principio pensó que había cometido un error, que no le había hecho ningún favor a Ana Neville. Ricardo dio un respingo, eso era inequívoco; pero en el fugaz instante en que bajó sus defensas, Somerset vio algo más en su rostro, una emoción indefinible de sorprendente intensidad. Se preguntó si habría hecho mejor en no mencionar a la muchacha, en no interceder por ella, pues se había topado con una reacción que no esperaba. No sabía qué sentía Gloucester por la hija de Warwick, pero sin duda no era indiferencia.

– Sé que ella y vos fuisteis compañeros de infancia. Sin duda no es preciso que defienda su causa ante vos -desafió. Mientras hablaba, recordó la súbita tensión con que Ana Neville había preguntado si Ricardo no había sido malherido en Barnet. Una sospecha le hizo olvidar su defensa de Ana Neville para observar a Ricardo. El muchacho había recobrado la compostura.

– No, milord, no es preciso que defendáis su causa ante mí -dijo.

Eso fue todo, pero era suficiente. Somerset vio que su extraña sospecha se basaba en una verdad.

– Maldición -murmuró, sin saber cómo encarar esta revelación.

Ricardo lo miraba con intensidad.

– El rey Eduardo no tiene intención de deshonrar a hombres valientes -dijo lentamente, midiendo sus palabras con la meticulosidad de alguien que construye un puente verbal tan frágil que la colocación imprudente de una sola palabra daría por tierra con toda la estructura-. Él no busca venganza.

La tensión de Somerset se aflojó en un audible suspiro. Comprendió. Ricardo le decía que él y sus camaradas no afrontarían los horrores de la muerte de un traidor. Supo que el alivio debía notársele en la cara; en ese momento, ya no le importaba.

– Bien, pues -dijo, tratando de hablar con voz firme, y añadió, tratando de parecer irónico y distante-. ¿Continuamos con el juicio? -Estiró la boca en una sonrisa tensa-. Fiat justitia, ruat coelum. Hágase justicia, aunque el cielo se derrumbe.

Vio un destello en los ojos de Ricardo. Era imposible descifrarlo, y desapareció tan pronto que hasta dudó de haberlo visto.

Somerset reparó en el silencio antinatural que reinaba en la sala, notando que todos los miraban, especulando ávidamente sobre lo que decían el lord más poderoso de Lancaster y el joven que debía juzgarlo. Le alegró que Ricardo hablara en voz tan baja, y que él lo hubiera imitado, impidiendo que los demás satisficieran su curiosidad. Miró en derredor con ojos duros y desdeñosos, pensando que eran como cuervos atraídos por el hedor de la carroña. Posó la mirada en el cabello radiante de Jorge y dijo con una voz estentórea que resonó en el recinto:

– Agradezco que sea Gloucester y no Clarence quien debe juzgarme.

Todos ardían de curiosidad, pero sólo Jorge y Will Hastings osaron aproximarse a Ricardo, hacerle preguntas sobre ese diálogo que despertaría conjeturas durante largo tiempo.

– ¿Qué diablos quería? -preguntó Jorge. Su cutis claro aún estaba manchado por la sangre furiosa que el desprecio de Somerset había puesto en movimiento-. ¿Te pidió que le perdonaras la vida?

– ¿Cómo se te ocurre? -repuso Ricardo-. No puedes negar su valentía, Jorge, al margen de lo que pienses de su lealtad. Ahora lo único que desea es morir bien. Y sin duda será así.

– Claro, una muerte honrosa por sobre todo lo demás. Eres un auténtico eco de nuestro primo Johnny, que tan fervientemente buscó ese honor en Barnet. Y hablando de deshonor y afines, ¿qué respondió Somerset cuando le dijiste que se había equivocado con Wenlock?

– ¿A qué te refieres? -preguntó Ricardo, frunciendo el ceño.

– Sabes muy bien a qué me refiero. Toda oportunidad de una victoria para Lancaster murió con Wenlock, cuando sus hombres vieron que sus capitanes peleaban entre sí y no contra York. Sin duda negaste su sospecha de que Wenlock estaba a sueldo de York. No… Te veo en la cara que no lo hiciste. -Jorge meneó la cabeza burlonamente-. Muy magnánimo, hermanito. Espero que también lo hayas felicitado por su comportamiento en el combate.

Ricardo puso cara de disgusto, pues eso era lo que sentía por Jorge. Will se percató e intercedió.

– De veras, Dickon, ¿qué quería?

Ricardo dejó de mirar a Jorge, le sonrió a Will con perplejidad.

– Por extraño que parezca, Will, quería que fuera piadoso con Ana Neville.

El duque de Norfolk entró en la sala; él presidiría, junto con Ricardo, el juicio de los lancasterianos. Ricardo le salió al encuentro. Así pasó por alto, una vez más, el efecto que el nombre de Ana Neville surtía sobre su hermano.

Pero Will no lo pasó por alto. Al principio no había comprendido las tensiones que habían aflorado en Windsor, pero luego su astucia y algunas preguntas discretas a Eduardo habían resuelto el acertijo. Le sonrió a Jorge.

– ¿Os puedo interesar en una apuesta, milord? -preguntó afablemente.

Jorge, conociendo a Hastings, receló al instante.

– ¿Qué clase de apuesta?

– Apuesto a que la hija de Warwick aún está tan prendada de vuestro hermano Gloucester como hace dos años. ¿Qué opináis? ¿Cuánto jugamos?

Jorge se tragó un feroz juramento, fulminó a Will con una mirada que prometía una guerra abierta aunque no declarada.

– Cuidado, milord Hastings. Es peligroso hablar sin pensar, como tanto os place. Es el mejor modo de granjearse enemigos que uno preferiría no tener. Os lo aseguro.

Will no se ofendió. Un fulgor dorado aureolaba sus ojos.

– Ah -murmuró-, ¿pero qué importa un enemigo más, milord, cuando vos ya tenéis tantos?

La provocación exasperó tanto a Jorge que por un momento olvidó que tenían un público atento. Pero los espectadores que esperaban una emocionante confrontación quedaron defraudados, pues en ese momento el rey entró en el recinto, y ni siquiera Jorge de Clarence cometería la imprudencia de armar un escándalo cuando el juicio estaba a punto de empezar.

Los lancasterianos fueron hallados culpables de traición; el veredicto, pronunciado imparcialmente por Ricardo, duque de Gloucester, exigía la muerte. Esa tarde construyeron un patíbulo en la plaza del mercado, donde la calle mayor se unía con Church Street. A las diez de la mañana siguiente, se llamó a un sacerdote para absolver a los condenados, que luego fueron decapitados a la sombra de la alta cruz de piedra. Eduardo renunció al derecho de destripamiento, y concedió a los muertos una sepultura honorable.

Ese mismo martes, el ejército yorkista se marchó de Tewkesbury. Ni siquiera ésta, la «victoria más dulce», sofocó todas las rebeliones del reino. El Bastardo de Fauconberg, pariente de Warwick y por largo tiempo un incordio para Eduardo, había zarpado de Calais y estaba en Kent, donde logró fomentar la oposición a York. En el norte de Inglaterra también se rebelaban lancasterianos recalcitrantes que aún no sabían nada de la muerte del joven que había alentado las esperanzas de Lancaster.

Eduardo juzgó que Londres, que estaba bajo la protección de su cuñado Anthony Woodville, rechazaría a Fauconberg si éste amenazaba la capital. Condujo a su ejército al norte, para sofocar personal-mente el levantamiento de esa inestable región que por tanto tiempo había sido hostil a la Casa de York. Pero en las cercanías de Coventry fue recibido por el conde de Northumberland, que se había dignado abandonar sus fincas norteñas al enterarse del aplastante triunfo de Eduardo en Tewkesbury. Northumberland le traía la buena noticia de que el levantamiento del norte había terminado casi antes de empezar una vez que se difundió el mensaje de que las únicas gotas restantes de la sangre real de Lancaster corrían en las venas de ese hombre frágil y trastornado que estaba en la Torre de Londres.