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– ¡Ahora, maldición, ahora!

Como si hubieran oído su imprecación, las alas izquierda y derecha del ejército lancasteriano abandonaron su escondrijo y salieron de los bosques de ambos flancos de Wakefield Green. Al mando del conde de Wiltshire, la caballería rodeó a los yorkistas y los atacó por detrás, cortando la retirada hacia las distantes y nevadas murallas del castillo de Sandal. Los infantes del ala derecha siguieron saliendo del bosque hasta que un mar de combatientes anegó Wakefield Green. Aun parael ojo inexperto, era evidente que los acorralados yorkistas sufrían una abrumadora inferioridad numérica. Para los ojos expertos de Somerset y Clifford, los yorkistas sumaban como máximo cinco mil efectivos, frente a un ejército de quince mil.

Clifford había buscado en vano el estandarte personal de York. Desistió del esfuerzo y picó espuelas para bajar la cuesta hacia lo que ya no era una batalla, sino una carnicería. Somerset y Northumberland azuzaron a sus monturas para seguirlo.

Edmundo bajó la espada cuando el hombre aferró las riendas de su caballo. La hoja se estrelló contra el escudo y el soldado cayó de rodillas. Pero Edmundo no aprovechó esta ventaja; su estocada había sido un gesto instintivo de defensa, perfeccionado mediante años de práctica en la palestra del castillo de Ludlow. Edmundo estaba conmocionado; acababa de presenciar la muerte de su primo Tomás. Lo habían derribado de la montura y lo habían aplastado contra la nieve ensangrentada mientras una veintena de espadas martillaba su armadura.

Caía una nevisca intensa y espesa; a través de la visera, Edmundo sólo veía un borrón de blancura arremolinada. Los hombres corrían, gritaban, morían. Hacía tiempo que había perdido de vista a su padre y su tío. Ahora buscaba desesperadamente a Rob Apsall, y sólo veía a los soldados de Lancaster y los muertos de York.

Alguien volvió a aferrar sus riendas, y alguien más se le acercó al estribo. Hundió las espuelas. El caballo corcoveó, zafándose de las manos que intentaban agarrarlo, y embistió. Hubo un grito sobresaltado; el caballo tropezó, dio coces, y Edmundo se liberó de los hombres que lo cercaban. Dejó andar al caballo, se encontró atrapado en medio de soldados que huían presa del pánico, tambaleándose en la nieve, arrojando armas y escudos, mientras los lancasterianos los perseguían.

Su caballo viró a la derecha, tan bruscamente que Edmundo casi salió despedido. Sólo entonces vio el río, vio el destino del que su caballo lo había salvado. Hombres que se ahogaban aferraban con dedos helados los cuerpos notantes de sus camaradas yorkistas, mientras los soldados de Lancaster les asestaban lanzazos y hachazos desde la orilla, como ese hombre que una vez Edmundo había visto lancear peces en un barril.

Ese espectáculo lo conmocionó aún más. Tiró de las riendas, pues una terquedad irracional lo obligaba a regresar al campo de batalla para encontrar a su padre. Un soldado lancasteriano le cerró el paso, empuñando una maza con cadenas que trazó un arco en el aire. Edmundo replicó con estocadas y el hombre reculó, buscó una presa más fácil.

Así distraído, Edmundo no vio al segundo soldado hasta que el hombre lo atacó con una espada ensangrentada, despanzurrando al caballo. El animal chilló, pataleó. Edmundo sólo tuvo tiempo de liberarse de los estribos y arrojarse a un lado mientras el caballo caía. Golpeó el suelo con fuerza; el dolor le quemó la espalda, estalló en su cabeza en una explosión de colores febriles. Al abrir los ojos, vio una extraña luz blanca, y una figura con armadura que oscilaba sobre él. Desde otro mundo, otra vida, recordó su espada, la buscó a tientas, sólo encontró nieve.

– ¡Edmundo! ¡Por Dios, Edmundo, soy yo!

La voz era conocida. Parpadeó, trató de despabilarse.

– ¿Rob? -susurró.

El caballero asintió enérgicamente.

– ¡Gracias a Dios! ¡Temí que hubieras muerto!

Rob tironeaba de él. Edmundo se obligó a moverse, pero cuando apoyó el peso en la pierna izquierda, se aflojó y sólo el brazo de Rob lo mantuvo de pie.

– Mi rodilla… -jadeó-. Rob, creo que no puedo caminar. Sigue adelante, sálvate.

– ¡Pamplinas! ¿Crees que te encontré por casualidad? Recorrí el campo para encontrarte. Le juré a tu padre que velaría por tu seguridad.

En un tiempo Edmundo se habría sentido ofendido por esa bochornosa solicitud paterna. Pero eso pertenecía al pasado, a la vida que había vivido antes de conocer los horrores de Wakefield Green.

El cuerpo de su caballo yacía a la izquierda. Más cerca vio el cadáver de un hombre, con el cráneo triturado en una truculenta pulpa de hueso y sesos. Edmundo miró la ensangrentada hacha que Rob había dejado caer en la nieve, el rostro de su amigo, gris y ojeroso en el círculo de la visera alzada. Abrió la boca para agradecer a Rob que le salvara la vida, pero el joven preceptor no quería perder tiempo.

– Apresúrate, Edmundo -urgió.

– Mi padre…

– Si está con vida, ya habrá huido del campo. De lo contrario, aquí no puedes hacer nada por él -dijo Rob sin rodeos, y empujó a Edmundo hacia su caballo-. Tendremos que compartir la montura. Apóyate en mí. Así… Aguanta…

Mientras espoleaba al caballo, apartando a dos lancasterianos que buscaban botín, Edmundo gritó:

– ¡Mi espada! ¡Espera, Rob!

El viento se llevó el grito. Rob enfiló hacia la aldea de Wakefield.

El dolor atormentaba a Edmundo. Cada paso era una llamarada en la pierna, una quemazón en la médula, una sofocante convulsión de náuseas en los pulmones. Habían perdido el caballo; el doble peso de dos hombres con armadura resultó excesivo para el animal. Se había tropezado varias veces, quedando cojo y arrojando a ambos jóvenes a un banco de nieve tan recubierto de hielo que no amortiguó el impacto de la caída. Rob sufrió un zamarreo, pero Edmundo dio contra una piedra con la rodilla lesionada y cayó en la oscuridad. Despertó poco después, mientras Rob le frotaba desesperadamente la cara con nieve.

Desecharon piezas de la armadura, continuaron a trompicones. Rob jadeaba, y su corazón palpitaba espasmódicamente. El brazo de Edmundo le pesaba en los hombros; sabía que el muchacho desfallecía, que hacía rato había agotado sus reservas de resistencia. Pero cada vez que Edmundo vacilaba y se apoyaba en él, cada vez que Rob temía que se volviera a desmayar, Edmundo hallaba fuerzas para recobrar la consciencia, para dar otro paso en la profunda nieve.

Rob avistó el contorno del puente de Wakefield. Arrastrando a Edmundo, avanzó con esfuerzo. Más allá del puente se hallaba la aldea de Wakefield. Edmundo no podía seguir mucho más. Cada vez que Rob miraba al muchacho, encontraba causas de preocupación; vio la sangre que embadurnaba el pelo de Edmundo, la pátina lustrosa que le enturbiaba los ojos. Sabiendo que Lancaster rodeaba el castillo, Rob se había dirigido a la aldea. Esperaba llegar a la iglesia parroquial, en el final de Kirkgate, para solicitar derecho de asilo. Sabía que sólo se aferraba a una esperanza, no podía hacer otra cosa. Continuó la marcha andando, cegado por la nieve, entró con Edmundo en el puente.

Estaban en medio del puente cuando Rob vio lancasterianos que salían de las sombras sin prisa, para cerrarles el paso. Dio media vuelta, tan abruptamente que Edmundo se tambaleó, se apoyó en el pretil del puente. Los soldados les cortaban la retirada, mirándolos con una sonrisa dura y triunfal. Rob cerró los ojos un instante.

– Dios me perdone, Edmundo -susurró-. Te he conducido a una trampa.

Aún faltaba una hora para el ocaso, pero la luz ya se desvanecía. Edmundo se había recostado contra el pretil del puente, mirando las oscuras aguas. Se había quitado los guanteletes, y tenía los dedos tan entumecidos que derramó casi toda la nieve que quería llevarse a la boca. Sorbió nieve hasta aplacar la sed, se frotó el resto contra la frente, vio con ojos apáticos que salía roja. No había advertido que al caerse del caballo se había abierto un tajo en la cabeza. Nunca había sentido tanto frío ni agotamiento, y la mente empezaba a hacerle jugarretas. Ya no podía confiar en sus sentidos; parecían llegar voces de todas partes, inusitadamente estentóreas y distorsionadas, y luego se desvanecían en un silencio sofocado, en un eco casi inaudible.