– York era culpable de la muerte de mi padre -clamó Clifford-. ¡Yo tenía derecho a matar al hijo!
Nadie habló. Rob abrazaba a Edmundo y lloraba. Al fin alzó la cara, para mirar a Clifford con ojos tan fulminantes que un soldado lancasteriano le apoyó una mano en el hombro para contenerlo.
– Tranquilo, hombre -le advirtió-. Fue un acto cruel, lo concedo. Pero todo terminó, y no lo cambiarás desperdiciando tu propia vida.
– ¿Terminó? -repitió Rob, con voz ronca e incrédula-. ¿Dices que terminó? ¡Por Cristo! Después de hoy, esto apenas empieza.
Mientras Margarita de Anjou se dirigía a la ciudad de York por la campiña de Yorkshire, los campos nevados relucían con un brillo cristalino y cegador y el cielo resplandecía con un azul vivido y profundo más propio de julio que de enero.
Su viaje hacia la escarpada comarca del oeste de Escocia había sido fructífero. En la abadía de Lincluden, al norte de Dumfries, se había reunido con la regente de Escocia y habían llegado a un trato, sellado con el futuro matrimonio de sus hijos. A cambio de la promesa de entregar a Escocia la fortaleza fronteriza de Berwick-upon-Tweed, Margarita recibiría un ejército escocés para marchar sobre Londres. Estaba en Carlisle cuando se enteró de la masacre de Sandal, y al aproximarse a la ciudad de Ripon fue acogida por el duque de Somerset y el conde de Northumberland y escuchó los gratificantes detalles de la destrucción de su enemigo.
Delante se elevaban las blancas murallas de caliza de York. Las enormes torres gemelas y la barbacana de Micklegate Bar indicaban la principal entrada en York, custodiando el Ermine Way, que conducía al sur, hacia Londres. Como Margarita llegaba desde el noroeste, pensaba entrar en la ciudad por Bootham Bar. Para su sorpresa, Somerset insistió en que sortearan Bootham y tomaran la ruta más larga de Micklegate.
Ahora veía por qué. Una multitud se había agolpado a las puertas de York para darle la bienvenida. El alcalde estaba ataviado con sus mejores azules, al igual que los regidores, mientras que los sheriffs usaban rojo. Había ciertas ausencias llamativas, pues algunos habían sucumbido a la magnética influencia del conde de Warwick, cuya residencia favorita se hallaba en Middleham, cuarenta y cinco millas al noroeste. Pero la impresionante concurrencia demostraba una vez más que la ciudad de York respaldaba fervientemente a la Casa de Lancaster.
El honor de saludar a la reina se había concedido a lord Clifford, que no era hombre a quien se le pudiera negar nada. Margarita le sonrió cuando él se hincó de rodillas, y sonrió de nuevo al darle la mano para que la besara. Él también sonreía, en admirado tributo a su belleza y a su éxito en Escocia.
– Milord Clifford, no olvidaré el servicio que nos habéis prestado a mí y a mi hijo. Nunca olvidaré Sandal.
– Madame, vuestra guerra ha concluido. -Retrocedió y señaló las puertas de la ciudad-. Aquí os entrego el rescate de vuestro rey.
Margarita miró hacia donde señalaba, Micklegate Bar, y vio que estaba coronada por un truculento racimo de cabezas humanas clavadas en picas.
– ¿York? -preguntó. Clifford asintió adustamente y ella alzó la vista en silencio-. Es una pena que no hayáis puesto su cabeza hacia la ciudad, mi señor Clifford. Entonces York podría velar por York.
Los que estaban en las inmediaciones rieron.
– Maman. -El hermoso niño que montaba su pony junto a Margarita se aproximó, mirando como los adultos hacia Micklegate Bar. Margarita se volvió afectuosamente hacia su hijo y agitó una mano grácil en el aire.
– Son nuestros enemigos, bien-aimé, pero ya no existen. Gracias a los señores de Somerset y Clifford.
– ¿Todos nuestros enemigos? -preguntó el niño, perdiendo interés en los siniestros trofeos que se hallaban a gran altura.
– Todos salvo uno, Édouard -murmuró Margarita-. Todos salvo Warwick.
– Y Eduardo de March, madame -le recordó Somerset-. El hijo mayor de York no estaba en el castillo de Sandal, sino en Ludlow.
– Una pena -dijo ella, y se encogió de hombros-. Pero él no es una amenaza en sí mismo. Sólo tiene dieciocho años, si mal no recuerdo. Warwick… Warwick es el enemigo. -Los ojos oscuros relucieron-. Daría la mitad de mis posesiones por ver su cabeza en Micklegate Bar.
– Madame, dejé espacio para dos cabezas más. -Clifford volvió a señalar hacia arriba-. Entre York y Rutland… para Warwick y el otro hijo de York.
Ante la mención de Edmundo de Rutland, Somerset torció la boca en una sonrisa burlona.
– Me sorprendió, milord Clifford, que expusierais la cabeza de Rutland en York. Pensé que desearíais verla sobre las puertas de vuestro castillo de Skipton, para recordar la bravura de vuestra hazaña.
Clifford se ruborizó con un amenazador rojo oscuro y las risitas nerviosas de los presentes se silenciaron abruptamente.
– ¿Qué hay de Salisbury? -preguntó con la voz ronca de un hombre que se considera agraviado por una acusación injusta pero encuentra pocos partidarios para su causa-. Cuando fue capturado horas después de la batalla, vos y Northumberland debatisteis toda la noche si aceptar la suma extravagante que ofrecía por su vida, y lo mandasteis al tajo a la mañana siguiente, cuando Northumberland decidió que prefería su cabeza a su oro. ¿Qué diferencia hay entre la muerte de Salisbury y la de Rutland?
– Si os lo debo explicar, milord, es porque supera vuestro entendimiento -se mofó Somerset, y Clifford se llevó la mano a la empuñadura de la espada.
Margarita se interpuso entre ambos con su montura.
– ¡Basta, milores! Os necesito a ambos, y no toleraré litigios entre vosotros mientras Warwick aún respire. En cuanto a esta estúpida riña por Rutland, lo que importa es que está muerto, no cómo murió.
Su hijo aferró las riendas de la montura de Margarita, tan bruscamente que la sorprendida yegua se lanzó contra el caballo de Somerset.
– Maman, ¿podemos entrar en la ciudad? Tengo hambre.
Margarita tuvo dificultades para calmar a la yegua, pero si la inoportuna interrupción de su hijo la había irritado, no lo demostró en el rostro ni en la voz.
– Mais oui, Édouard. Iremos de inmediato. -Irguió la cabeza, echó un último vistazo a las cabezas que adornaban Micklegate Bar-. York quería una corona. Procuraré que la tenga. Haced fabricar una de paja, milord Clifford, y coronadlo con ella.
Capítulo 4
Londres
Febrero de 1461
De hinojos ante el altar iluminado de la capilla de la Virgen, en la catedral de San Pablo, Cecilia Neville se persignó, hundió la cara entre las manos y lloró.
Su séquito aguardaba en el coro para escoltarla de vuelta al castillo de Baynard, el palacio yorkista que se hallaba al sudoeste de la catedral, sobre el río Támesis. Había ido a San Pablo desde los muelles, donde había dejado a sus hijos menores a bordo de un barco con destino al reino de Borgoña. Los desconcertados niños recién se habían levantado de la cama en el castillo de Baynard, pero no protestaron; en las siete semanas transcurridas desde la caída del castillo de Sandal, los había rondado el temor de que los lancasterianos fueran a buscarlos. Ahora había sucedido. No hacía falta explicarles que su madre temía por la vida de ambos, y sabían que no los enviaría fuera de Inglaterra por ninguna otra causa.
Cecilia había tomado esta medida desesperada al enterarse de que el concejo de la ciudad, en la votación de esa tarde, había decidido abrir las puertas al ejército de Lancaster. Pero hacía cuatro días que presentía este desenlace, que los niños y un escudero de confianza zarparían con la marea para buscar refugio en Borgoña. No le quedaba otra decisión posible desde que Londres se había enterado de la derrota de Warwick en la batalla de San Albano, veinte millas al norte de la ciudad.