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– Pero no pasará -añadió Ricardo, y abrió esos conmovedores ojos oscuros para mirarla con confianza-. Ned me lo prometió.

Ahora los hijos menores de Cecilia se habían ido a Borgoña. Era muy tarde cuando Cecilia salió de la capilla de la Virgen de la catedral de San Pablo, fue trasladada en litera hasta el castillo de Baynard por calles desoladas. Londres ya parecía una ciudad sitiada.

En su camino a la alcoba notó que se tambaleaba, se quedó un rato en la escalera angosta y oscura que conducía a las cámaras de arriba. Y luego se volvió a la derecha, no a la izquierda, traspuso la entrada del pequeño dormitorio que compartían sus hijos.

La puerta estaba entornada, una vela tenue chisporroteaba sobre el cofre que había junto a la cama. Las cortinas de la cama estaban abiertas, las sábanas arrugadas, y al inclinarse creyó sentir el calor corporal de los niños en los huecos donde habían dormido pocas horas antes. Casi sin voluntad, se desplomó en el borde de la cama, escrutando la oscuridad.

Un sonido salió del excusado del extremo de la habitación. Irguió la cabeza, súbitamente alerta. El sonido se repitió. No se detuvo a reflexionar. Cogió la vela y apartó la pesada cortina que cerraba el excusado.

Encima del asiento del excusado relucía una ventana angosta, una ranura para arqueros ampliada durante el último siglo, que ahora actuaba como filtro del tenue destello del claro de luna. Las paredes estaban cubiertas con tapices bermejos y ambarinos para combatir el frío invasor de la piedra y la argamasa; en ese rincón más oscuro la tela se combaba alejándose de la pared, y se hinchaba extrañamente cerca del suelo. Ondeó de nuevo, y no podía ser efecto de la corriente. Se acercó al tapiz, lo apartó.

– ¡Ana!

No sabía qué esperaba encontrar, pero no esa carita vuelta hacia ella, un corazón pequeño y delicado, pálido y exquisitamente trazado como blanco encaje español, el marco más frágil para los oscuros borrones que parecían demasiado graves y temerosos por ser los ojos de una niña a la que aún le faltaban tres meses para cumplir cinco años.

– Ana -repitió, con mayor suavidad, y tendió los brazos para sacar a la niña de su escondrijo. Parecía más liviana que el aire, tan insustancial como las telarañas que recibían la luz de las velas por encima de sus cabezas.

– No me regañes -susurró la niña, y sepultó la cara en el cuello de Cecilia-. Por favor, tía… por favor.

Los frágiles bracitos se aferraban con asombrosa tenacidad, y al cabo Cecilia desistió de desprenderlos, y en cambio se sentó en la cama con Ana en el regazo.

Cecilia sentía mucho afecto por Ana, la menor de las dos hijas de Warwick, una niña tan dulce que en la Casa de York no había un corazón adulto que hubiera resistido largo tiempo el inocente asedio de Ana. Incluso Edmundo, que no se sentía muy cómodo con los niños, había encontrado tiempo para mostrarle a Ana cómo proyectar sombras en la pared, para ayudarle a buscar sus mascotas perdidas. Este recuerdo le arrancó lágrimas que le hicieron arder los ojos. Resueltamente, las reprimió y balanceó la cabeza sedosa contra su pecho, preguntándose por qué Ana habría escapado de su cama para internarse en las cámaras silenciosas y oscuras del castillo a semejantes horas, pues era una niña tímida, la candidata menos probable para esa aventura temeraria.

– ¿Qué hacías aquí a estas horas?

– Estaba asustada…

Cecilia, que no tenía paciencia con los adultos, podía tener toda la paciencia imaginable con los chiquillos, si era necesario, y esperó que Ana hablara sin apremiarla.

– Bella, mi hermana -añadió Ana meticulosamente, como si su tía abuela pudiera confundir a Isabel Neville, de nueve años, con otras niñas de igual nombre que residieran en el castillo de Baynard, y Cecilia ocultó una sonrisa.

– ¿Qué pasa con Bella, Ana? -preguntó para alentarla.

– Me dijo… me dijo que papá había muerto. La reina lo había capturado… lo había capturado y le había cortado la cabeza como hizo con nuestro abuelo, el primo Edmundo y el tío Tomás. Me dijo…

– Tu padre no está muerto, Ana -interrumpió Cecilia, con tanta convicción que Ana tragó saliva, reprimió un sollozo y la miró boquiabierta, con las largas pestañas humedecidas por las lágrimas.

– ¿De veras?

– De veras. No sabemos dónde está tu padre, pero no tenemos motivos para creer que ha muerto. Tu padre, niña, es un hombre que sabe cuidarse. Si hubiera sufrido algún daño, ya nos habríamos enterado. Ten, coge mi pañuelo y cuéntame cómo llegaste aquí, al dormitorio de mis hijos.

– Quería ver a mamá, preguntarle si Bella decía la verdad. Pero sus damas dijeron que estaba acostada, que le dolía la cabeza, y les dijo de mal humor que yo debía volver a la cama. Pero yo sé por qué le duele la cabeza, tía. Estaba llorando. ¡Estuvo llorando todo el día! Y estaba llorando porque mi papá había muerto, como decía Bella… -La voz de Ana, sofocada contra el pecho de Cecilia, adquirió más firmeza-. Así que vine a despertar a Ricardo. Pero él se había ido, tía, él y Jorge se habían ido. Esperé a que regresara, y entonces te oí y me asusté y me escondí en el excusado. Por favor, tía, no me regañes. ¿Por qué Ricardo no está aquí y por qué Bella dijo que mi papá había muerto?

– Bella tiene miedo, Ana, y cuando la gente tiene miedo suele confundir sus temores con la verdad. En cuanto a tus primos, Ricardo y Jorge, tuvieron que irse de aquí por un tiempo. No sabían que se marchaban, y no pudieron despedirse de Bella y de ti. Fue algo repentino…

– ¿Irse? ¿Adónde?

– Lejos, Ana. Muy lejos… -Cecilia suspiró, urdiendo una explicación sencilla para que Ana pudiera entender dónde estaba Borgoña, pero la chiquilla soltó un ruido ahogado y gimió.

– ¡Muerto! Está muerto, ¿verdad? ¡Muerto como el abuelo!

Cecilia la miró pasmada.

– No, Ana, querida niña, no. No, Ana, no. -Ana había empezado a sofocarse. Sin darse cuenta, Cecilia la había estrujado demasiado. Rozó la frente de la niña con los labios y dijo con perentoria serenidad-: Ana, escúchame. La gente se puede ir sin morirse. Debes creerme, querida. Tu primo Ricardo no está muerto. Él regresará… y también tu padre. Te lo juro. -Alzó las mantas-. ¿Esta noche quieres dormir aquí, en la habitación de Ricardo?

Ana respondió con una sonrisa que la emocionó y le hizo gracia.

Ese otoño la chiquilla había sido causa de gran bochorno para el hijo menor de Cecilia; Ricardo, el más sensible de sus niños, era reacio a causar daño a esa prima que lo adoraba y que era, desde la perspectiva superior de sus ocho años, un mero bebé. Cecilia sospechaba, además, que Ricardo se sentía halagado por la exuberante admiración de Ana y notó que estaba dispuesto a jugar con ella si no había varones disponibles o si Jorge estaba en otra parte. Pero no le agradaban las miradas picaras de los adultos cuando Ana lo seguía en amante persecución y menos le agradaban las despiadadas bromas de Jorge, que había enfurecido e incomodado a Ricardo esa semana al anunciar en alta voz que se proponía llamar Ricardo y Ana a sus tórtolas.

Aunque los recuerdos eran reconfortantes, también eran desgarradores. Esta noche no era adecuada para demorarse en remembranzas; Cecilia sabía que estaba demasiado vulnerable. Tapó a Ana y se detuvo al ver una manta de lana raída que parecía fuera de lugar en medio de la ropa apilada sobre la cama.

La manta, que había sido amarilla como el sol y ahora era de un borroso color mostaza, pertenecía a Ricardo. En una de sus pocas concesiones a las fragilidades de la infancia, Ricardo insistía en tener esa manta en la cama, y no se dormía sin ella. Cecilia no sabía cómo ni por qué significaba tanto para él, pues nunca había encontrado tiempo para preguntarle, sólo para cerciorarse de que la lavaran en ocasiones. Hasta Jorge, que era demasiado rápido, a gusto de Cecilia, para burlarse de las debilidades ajenas, había dejado de mofarse de su hermano por esa manta, pues una vez había provocado una rabieta desbocada e inusitada cuando amenazó con cortarla en pedazos para hacer estandartes para sus incesantes juegos de guerra. Cecilia tironeó de la desleída lana dorada con dedos entumecidos, pensando en su hijo menor a solas en la oscuridad en el traicionero Canal de la Mancha, sin el talismán que tanto necesitaba.