– Una pregunta, Dickon. ¿Quieres que te haga una honda como la que tiene Jorge? No sé cuándo me pondré a hacerla, pero…
– No es necesario, Edmundo. ¡No delataré a Ned! -interrumpió Ricardo, ofendido, y encorvó los hombros involuntariamente cuando los muros del castillo se materializaron en la oscuridad.
Edmundo dio un respingo y sofocó una sonrisa.
– ¡Perdón, no debí preguntarte! -dijo, con la expresión burlona de un adulto que descubría que los niños podían ser algo más que incordios que se debían tolerar hasta que tuvieran edad para portarse como seres racionales, que incluso podían tener su propia personalidad.
Mientras se aproximaban al puente levadizo, que franqueaba un foso erizado de estacas, se encendieron antorchas para anunciar que Ricardo regresaba a salvo, y cuando Edmundo dejó atrás la casa de guardia y entró en el patio, su madre los aguardaba en la rampa que subía hasta el salón. Edmundo frenó, bajó a Ricardo y se lo dejó en los brazos alzados. Le sonrió a Ricardo, que halló cierto consuelo al percatarse de que había obtenido la aprobación incondicional de Edmundo.
Ricardo estaba sentado a una mesa del gabinete, tan cerca del hogar de la pared este que el calor de las llamas le arrebolaba el rostro. Arqueó los labios cuando su madre le limpió los rasguños de la cara y la garganta con lino empapado en vino, pero se sometió sin quejas a sus cuidados. Le complacía acaparar su atención; recordaba pocas ocasiones en que ella hubiera tratado sus magulladuras personalmente. Casi siempre Joan se encargaba de ello. Pero Joan estaba demasiado con-mocionada para ayudar. Con los ojos inflamados e hinchados, aguardaba en las inmediaciones, y en ocasiones extendía la mano para tocar el cabello de Ricardo, tímidamente, como si se tomara una libertad que de pronto estaba prohibida.
Ricardo le sonrió con los ojos. Le halagaba que ella hubiera llorado por él, pero ella no parecía hallar mucho consuelo en esa complicidad. Cuando él le explicó a su madre, entre tartamudeos, que se había separado de Ned y Joan para perseguir al zorro, Joan rompió a llorar de nuevo, inexplicablemente.
– Oí decir que te castigarán encerrándote en el sótano del salón… -dijo su hermano Jorge, que se había acercado y aprovechó la oportunidad para hablar en cuanto su madre se alejó de la mesa-. ¡En la oscuridad, con las ratas!
Observaba a Ricardo con intensos ojos verdes y azulados, y Ricardo trató de ocultar su involuntario espasmo. No quería que Jorge supiera que él sentía un horror mórbido por las ratas, pues en tal caso era muy probable que encontrara una en la cama.
Edmundo acudió al rescate, inclinándose sobre Jorge para ofrecer a Ricardo un sorbo de vino con especias.
– Ojo con lo que dices, Jorge -murmuró-, o quizá una noche te encuentres de visita en el sótano.
Jorge fulminó a Edmundo con la mirada pero no osó responder, pues temía que Edmundo cumpliera su amenaza si lo provocaba. Por si las dudas, contuvo la lengua; aunque le faltaba un mes para cumplir diez años, Jorge ya había desarrollado un refinado sentido de la supervivencia.
Ricardo dejó abruptamente la copa de Edmundo, salpicando la mesa con vino, y se levantó. Al fin había oído la voz que esperaba.
Eduardo estaba desmontando ante la redonda capilla normanda dedicada a Santa María Magdalena. Ricardo atravesó la entrada del gabinete y en tres zancadas cubrió la distancia que los separaba, y Eduardo lo estrechó con fuerza, riendo, y lo lanzó al aire.
– ¡Jesús, me has hecho pasar un mal rato, jovencito! ¿Cómo estás?
– Se encuentra bien. -Edmundo había traspuesto la puerta detrás de Ricardo, y los miró mientras Eduardo se arrodillaba junto a Ricardo en la tierra. Escrutó a Eduardo con ojos irónicos y ambos intercambiaron un mensaje que pasó, figurada y literalmente, sobre la cabeza de Ricardo-. Se encuentra bien, pero me temo que sufrirá un severo castigo por fugarse. Parece que se extravió persiguiendo a ese maldito zorro. Pero no hace falta que te lo aclare, ¿verdad, Ned? Tú estabas ahí.
– Así es -replicó Eduardo-. Ahí estaba. -Torció la boca y ambos se echaron a reír. Poniéndose de pie, Eduardo apoyó el brazo en los hombros de Ricardo mientras atravesaban el patio. Murmuró con voz neutra-: Así que andabas de cacería.
Ricardo asintió tímidamente, mirando el rostro de Eduardo.
– Bien, Dickon, serás un poco inquieto, pero sin duda sabes ser leal -murmuró Eduardo, guiñándole el ojo con una sonrisa, y Ricardo descubrió la dichosa diferencia entre ser un cordero sacrificial y ser un cómplice de confianza.
Para sorpresa de Ricardo, Joan huyó del gabinete en cuanto Eduardo traspuso la puerta. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre esa conducta llamativa, pues Eduardo lo alzó y volvió a depositarlo sobre la mesa.
– Déjame mirarte -dijo, sacudiendo la cabeza con burlona incredulidad-. Parece que te hubieras batido en duelo con un zarzal.
Ricardo se echó a reír.
– Pues así fue -le confió, e irguió la cabeza cuando su madre le apoyó una mano en el hombro, estudiando al hijo mayor con los ojos.
Él no desvió la vista, y sonrió inquisitivamente.
– Tuviste suerte, Eduardo -dijo ella al fin-. Mucha suerte.
– Él siempre tiene suerte, ma mère -observó Edmundo.
– Así es, ¿verdad? -convino Eduardo con complacencia, y retrocedió, alzando el codo como para mover el brazo de Edmundo y derramar su bebida. Edmundo, con igual rapidez, inclinó la copa de tal modo que se volcó en la manga del jubón de Eduardo.
– ¡Eduardo! ¡Edmundo! ¡No es el momento más oportuno para hacer tonterías, sobre todo es tu noche!
La brusca regañina los dejó asombrados.
– Pero es lo que mejor hacemos, ma mère -musitó Edmundo, tratando de aplacar a su airada madre con sus encantos.
Eduardo, un poco más perceptivo, frunció el ceño.
– ¿Por qué dices «sobre todo esta noche», ma mère? No te refieres a Ricardo, pues él no sufrió ningún daño. ¿Por qué estás tan nerviosa?
Ella los miró a ambos, sin responder de inmediato.
– Eres perspicaz, Eduardo -dijo al fin-. No quería contároslo hasta mañana. Mientras ambos buscabais a Ricardo, nos llegaron noticias de mi hermano.
Los dos jóvenes se miraron. Su tío, el conde de Salisbury, debía llegar a Ludlow esa semana, al mando de una fuerza armada del norte, para unirse a los hombres de su padre y los que pronto llegarían de Calais al mando de su primo, el conde de Warwick, hijo de Salisbury.
– El ejército de la reina lo emboscó en un sitio llamado Blore Heath, al norte de Shrewsbury. Vuestros primos Tomás y Juan fueron capturados, pero mi hermano y otros pudieron escapar. Envió un mensaje para avisarnos, y debería llegar a Ludlow mañana por la noche.
Hubo un largo silencio.
– Si la reina se propone guerrear -dijo al fin Eduardo-, no mantendrá el ejército real en Coventry por largo tiempo. Marchará sobre Ludlow, ma mère, y pronto.
La duquesa de York asintió.
– Sí, Eduardo, tienes razón -dijo lentamente-. Avanzará sobre Ludlow. Me temo que no hay duda sobre ello.
Capítulo 2
Ludlow
Octubre de 1459
La muerte aguardaba en la oscuridad. Ricardo sentía su presencia, sabía que estaba allí. La muerte no le era desconocida, a pesar de que había cumplido siete años diez días atrás. La muerte siempre había formado parte de su mundo, le había arrebatado a una hermanita de la cuna, se había llevado a primos y amigos, y en los primeros años de su vida también había amenazado con llevárselo a él, más de una vez. Ahora había regresado y, como él, aguardaba el despuntar del día. Tiritó y se arrebujó en la manta de piel de zorro, subiéndola hasta la barbilla. A su lado, su hermano se movió en sueños y le dio un codazo en las costillas.